Bóvedas de acero (8 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Baley siguió los pasos de Enderby; pero siempre a mayor distancia. A Baley le faltaba algo que en Enderby abundaba. Éste se ajustaba a la perfección a la maquinaria administrativa y burocrática.

El comisionado no pasaba por un gran cerebro, y Baley lo sabía. Tenía innumerables peculiaridades infantiles, rachas intermitentes de ostentación tocante al medievalismo, por ejemplo. Pero se comportaba muy hábilmente con los otros; no ofendía a nadie; recibía órdenes con afabilidad; las impartía con una mezcla exacta de suavidad y de firmeza. Hasta se llevaba bien con los espacianos. Quizá fuera un poco más allá, y llegara a la obsequiosidad (Baley mismo no hubiera podido tratar con ellos durante medio día sin ponerse en un estado de excitación tremenda; se encontraba seguro de ello, aun cuando nunca en realidad hubiese hablado con un espaciano); pero aquellos tipos confiaban en él, y eso le convertía en un individuo útil en extremo para la ciudad.

Enderby escaló puestos con gran rapidez en el Servicio Civil y llegó al puesto de comisionado cuando Baley apenas alcanzaba la clasificación de C-5. Baley no se resentía del contraste, aunque sí se lamentaba de ello. Enderby no olvidó la amistad de la edad temprana, y, en su extraña manera, trató de hacerse perdonar sus éxitos ayudando a Baley en cuanto ludo.

El trabajo que le asignó, de socio con R. Daneel, era una muestra de ello. Se trataba de algo difícil y desagradable; mas no cabía la menor duda de que era la plataforma de un formidable ascenso. El comisionado pudo haberle dado la oportunidad a otro. Aunque su propia conversación de aquella mañana acerca de que necesitaba un favor de su parte disfrazó el hecho, se lo ocultó del todo.

Jessie jamás veía así las cosas. Cuando en el pasado se habían presentado ocasiones semejantes, decía: «Es el índice de tu lealtad tonta. Estoy tan cansada de escuchar a todo el mundo que te alaba porque estás rebosante del sentimiento del deber. Piensa en ti mismo, de vez en cuando. Los. de arriba nunca se preocupan por resaltar su propio índice de lealtad».

Baley permanecía en la cama en una actitud de envaramiento vigilante, dejando que Jessie se calmara. Tenía que pensar. Era preciso que se asegurase de sus sospechas. Pequeños detalles se perfilaban en su mente y se iban ajustando unos a los otros como una urdimbre.

Sintió que el colchón se hundía con un movimiento de Jessie.

–Lije, ¿por qué no renuncias?

–¡Estás loca! No puedo renunciar en medio de una comisión que se me ha confiado. No puedo mandar al diablo asuntos de esta categoría cuando me venga en gana. Un acto de esa naturaleza significa que lo desclasifiquen a uno por causas ,justificadas. Y el Servicio Civil no acepta empleados que hayan sido desclasificados por causas justificadas. Sólo podría hacer trabajos manuales, y tú también. Bentley perdería todos los estatutos hereditarios. Por amor de Dios, Jessie, ¡no sabes lo que es eso!

–No importa –masculló.

–¡Estás loca! –Y luego de una pausa–: Dime, Jessie, ¿cómo supiste que Daneel es un robot?

–Bueno... –empezó ella, y enmudeció. Era la tercera vez que iniciaba sus explicaciones.

Le apretó la mano entre las suyas, deseando que hablara:

–¡Por favor, Jessie! ¿Qué temes?

–Nada, Lije. Se me ocurrió.

–Pero si no existe ni el menor indicio para que se te ocurriera, Jessie –persistió Baley–. No te imaginaste que fuera un robot antes de salir de casa, ¿verdad?

–¡Nooo! Pero me puse a pensar...

–Vamos, Jessie, ¿qué fue?

–Bien... Escucha, Lije, las muchachas estaban hablando en el Personal. Ya sabes cómo son. Hablando de esto, de lo otro, de todo... El rumor circula por toda la ciudad.

–¿Por toda la ciudad? –Baley experimentó una sensación rápida y salvaje de triunfo, o algo parecido.

–Sí. Hablaban de rumores acerca de que un robot espaciano andaba por la ciudad. Que tenía aspecto humano y que trabajaba con la policía. Me preguntaron a mí sobre ello: «¿No sabe nada tu Lije respecto a este asunto, Jessie?», y yo les contesté que no. Luego nos fuimos a los etéricos y me puse a pensar sobre tu nuevo socio. ¿Recuerdas aquellas fotografías que trajiste a casa, las que Julius Enderby tomó en Espaciópolis para enseñarme cómo se veían los espacianos? Bueno, pues me puse a pensar que así se veía tu socio. Y entonces me dije: «Alguien lo habrá reconocido en la zapatería, y anda con Lije», y al momento pretexté que me dolía mucho la cabeza... y corrí...

–Vamos, Jessie, basta, ¡basta! –interrumpió Baley–. Domínate en lo posible. Ahora, ¿por qué estás asustada? No te da miedo Daneel. Tú te le enfrentaste cuando llegamos a casa. Te portaste con él de una manera espléndida. Así que...

Dejó de hablar. Sentóse en la cama, con los ojos inútilmente abiertos en la oscuridad.

Sintió que su esposa se movía a su lado. Alargó la mano; halló sus labios, y la oprimió contra ellos. Ella luchó contra la presión, tomándolo con sus manos de la muñeca y retirándola; mas él la apretó contra ella con mayor fuerza.

Luego, de pronto, la soltó, al oírla quejarse.

–Lo siento, Jessie –murmuró en voz ronca–. Oí ruido. Se levantó de la cama y se calzó unos pantuflos de plastofilma que le cubrían las plantas de los pies.

–Lije, ¿adónde vas? No me dejes sola.

–No te preocupes. Sólo voy hasta la puerta.

La película de plástico producía un sonido susurrante cuando bordeó la cama. Entreabrió la puerta del recibidor y aguardó. No sucedió nada. Todo estaba tan tranquilo que podía percibir el leve silbido de la respiración de Jessie que le llegaba desde el lecho. Escuchaba hasta el ritmo sordo de su propia sangre martilleándole los oídos.

La mano de Baley se escurrió por la abertura de la puerta. Con un impulso insignificante apretó el conmutador que regularizaba la iluminación del techo.

La puerta principal se encontraba cerrada, y en el recibidor no percibió el menor movimiento.

Cerró el conmutador y regresó a la cama.

Eso era todo lo que necesitaba. Las piezas se iban ajustando.

Jessie le rogaba desde el lecho, preguntándole:

–Lije, por favor, ¿qué sucede?

–No sucede nada, Jessie. Todo sigue su curso normal. Ya no se encuentra aquí.

–¿El robot? ¿Quieres decir que se ha ido? ¿Para siempre?

–No, no. Ya regresará. Y antes de que vuelva, contéstame a mi pregunta.

–¿Qué pregunta?

–¿A qué le tienes miedo?

Jessie permaneció muda. Baley insistió con energía:

–Dijiste que tenías un miedo de muerte.

–A él.

–No, no le tenías miedo a él. Además, sabes perfectamente que un robot no puede hacer daño a ningún ser humano.

–Pensé que si todos sabían que era un robot, quizá se produjesen tumultos. Que nos matarían.

–¿Por qué matarnos a nosotros?

–Sabes muy bien lo que son los tumultos.

–Ni siquiera saben dónde está el robot.

–Pueden indagarlo.

–¿Y eso es lo que temes, un tumulto?

–Bueno, pues...

–Chissst. –Empujó a Jessie sobre la almohada. Después le acercó los labios al oído–. Ha regresado. Ahora no hables. Todo va bien. Por la mañana se irá y no volverá otra vez. Y no se producirá ningún tumulto. Tranquila.

Sentíase casi contento al decir esto. Le pareció que ahora sí podría dormir.

«Ningún tumulto. Tampoco desclasificación», pensó.

Y poco antes de quedarse dormido se dijo: «Ni siquiera investigación del asesinato. Ni siquiera eso. Todo aclarado...»

Entonces se durmió.

7
Espaciópolis

El comisionado de policía Julius Enderby limpió sus gafas con gran cuidado y se las ajustó en la parte superior de la nariz. Luego buscó el conmutador al extremo de su escritorio y, durante unos instantes, convirtió la puerta de su oficina en transparente en un solo sentido.

–A propósito, ¿en dónde está?

–Me confesó que le gustaría que le enseñaran el departamento, y le dije a Jack Tobin que le hiciera los honores.

–Espero que no le dijiste que es un robot.

–Por supuesto que no.

El comisionado no se tranquilizó. Con una mano seguía jugueteando sin objeto con el calendario automático que mantenía sobre su escritorio.

–¿Cómo te va? –interrogó sin mirar a Baley.

–No muy bien.

–Lo siento, Lije.

–Pudiste haberme informado de que tenía un aspecto humano –le reprochó Baley con firmeza.

El comisionado apareció muy sorprendido.

–¿No te lo dije? ¡Maldita sea, debiste de haberlo sabido! No te hubiese pedido que se quedara en tu casa si su aspecto fuera semejante al de R. Sammy, ¿no te parece?

–Lo sé; pero antes nunca había visto a ningún robot del estilo de ése, y usted sí. Ni siquiera me imaginaba que tales cosas fueran posibles.

–Escúchame, Lije, lo siento mucho Debía de habértelo dicho. Tienes razón. Pero con el caso de este asesinato me paso el tiempo regañando a la gente sin motivo. Este Daneel es un nuevo tipo de robot. Se encuentra todavía en período de experimentación.

–Así me lo explicó él mismo. –Y luego, con indiferencia–: Daneel me ha arreglado un viaje a Espaciópolis.

–¿A Espaciópolis? –gritó Enderby, y su mirada mostró una tremenda indignación.

–Sí, porque es el siguiente paso lógico. Me gustaría ver el escenario del crimen y hacer algunas preguntas.

Enderby meneó la cabeza.

–No creo que sea una buena idea. Nosotros ya examinamos el lugar de los acontecimientos. Dudo mucho de que exista algo nuevo que se pueda aprender. Y son gente muy extraña. ¡Guantes blancos! Hay que tratarlos con guantes blancos. Tú careces de experiencia. –Se llevó la regordeta mano a la frente y añadió, con impaciencia y énfasis inusitado–: ¡Los odio!

Baley mostró algo de hostilidad en la voz.

–Maldita sea, el robot ha venido acá, y yo debo ir allá. Resulta bastante desagradable compartir un asiento de primera con un robot; no me agrada la idea de ocupar uno de segunda. Por supuesto, si usted no me considera capaz de dirigir estas investigaciones espinosas...

–No es eso, Lije. No se trata de ti, sino de los espacianos. No sabes cómo son.

–Bueno, pues, entonces, comisionado –y Baley acentuó el fruncimiento del entrecejo–, supongamos que viene usted con nosotros. –Tenía la mano descansando en la rodilla, y dos de los dedos se cruzaron automáticamente en signo cabalístico.

Los ojos del comisionado se abrieron enormes.

–No, Lije. No iré allí; no me pidas que vaya. –Parecía como si le costase trabajo pescar las palabras que se le iban. Prosiguió, con mayor calma y con una sonrisa poco convincente–: Aquí hay muchísimo trabajo, ¿sabes? Tengo un montón de asuntos pendientes.

Baley lo contempló un rato, reflexionando.

–Le voy a sugerir otra cosa. ¿Por qué no interviene usted en el asunto mediante tridimensión? Durante algún tiempo, ¿comprende? Por si necesito ayuda.

–Ah, sí, me figuro que eso sí lo puedo hacer –replicó con una total falta de entusiasmo.

–Bien. –Baley consultó el reloj de pared y se levantó–.

Le llamaré más tarde.

Al salir de la oficina mantuvo la puerta abierta una fracción de segundo más de lo necesario. Vio la cabeza del comisionado que se inclinaba sobre el escritorio en busca de apoyo. Y el detective casi hubiera pudido jurar que escuchó un sollozo.

Baley meditó sobre lo que acababa de acontecer. Hasta cierto punto, la actitud de Enderby no le había sorprendido. Ya suponía que le opondrían resistencia al intento de su propia parte para viajar a Espaciópolis. A menudo había escuchado que el comisionado se extendía acerca de las dificultades de tratar con los espacianos; acerca de los peligros de permitir que alguien que no fuera un negociador experimentado tuviese trato con ellos, incluso en lo relativo a insignificancias.

Sin embargo, nunca concibió que el comisionado cediese con tanta facilidad. Se figuró que por lo menos Enderby insistiría en acompañarlo. La urgencia de cualquier otro trabajo carecía de significado si se la comparaba con la importancia de este problema.

Y eso no era lo que Baley deseaba. Al contrario, quería exactamente lo que había conseguido. Buscaba que el comisionado estuviese presente con personificación tridimensional, de modo que pudiera asistir a los procedimientos desde un punto protegido.

v La seguridad era el punto clave. Baley necesitaba de un testigo al que no se le pudiese eliminar inmediatamente. Necesitaba por lo menos eso como garantía mínima de su propia seguridad.

El comisionado había convenido en ello de inmediato. Baley recordó el sollozo de despedida y pensó: «Ese pobre hombre está metido en esto más de lo que alcanza a resolver».

Baley oyó una voz alborozada y borrosa de la altura de su hombro. Se sobresaltó.

–¿Qué demonios quieres? –preguntó frenético.

La sonrisa en el semblante de R. Sammy permaneció fija, inmóvil como la de un idiota.

–Jack me ordenó que te dijera que Daneel está listo, Lije.

–Bueno, y lárgate de aquí.

Frunció el ceño a la espalda del robot que se alejaba. No había nada tan irritante como el tener esa maquinaria torpe de metal dirigiéndole siempre la palabra por su nombre y tuteándolo. Anteriormente ya se había quejado de ello al comisionado. Éste se encogió de hombros con indiferencia y le dijo:

–No puedes disfrutar de ambas alternativas, Lije. El público insiste que los robots de la ciudad se construyan con un circuito que produzca amistad profunda. Tú le simpatizas mucho; por lo tanto, te llama con el nombre más amistoso que está a su alcance.

¡Circuito amistoso! No se podía construir ningún robot que pudiera hacerle daño a un ser humano. Era la primera ley de la robótica:

Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal
.

Ningún cerebro positrónico se construía sin esa advertencia incorporada en sus circuitos básicos. Ningún desarreglo concebible la podía desalojar. No hacía falta ajustarle circuitos especiales de amistad.

Y, con todo, el comisionado tenía razón. La desconfianza de los terrícolas hacia los robots era algo rayano en lo irracional, y los circuitos amistosos habían por fuerza de ser incorporados, del mismo modo que todos los robots sonreían del mismo modo mecánico. Por lo menos, en la Tierra.

En cambio, R. Daneel nunca sonreía.

Baley se puso en pie, suspirando. Pensó: «Espaciópolis, siguiente parada... ¡Tal vez la última!»

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