R. Daneel carecía de todo eso.
Baley arriesgó una rápida mirada de soslayo al robot. R. Daneel se volvió simultáneamente y asintió gravemente. Cuando habló, sus labios se habían movido con naturalidad, y no se limitaban a quedar entreabiertos como los de los robots terrícolas. Hasta pudo vislumbrar movimientos de una lengua articulada.
«¿Por qué ha de permanecer allí sentado con tanta tranquilidad? –pensó Baley–. Todo esto debe de ser algo distinto y totalmente nuevo para él. El ruido, las luces, ¡la multitud!»
Se levantó, se escurrió junto a R. Daneel y le dijo:
–¡Sígueme!
Bajaron del expresvía y se dirigieron a las bandas desaceleradoras.
Se encontraron en la calle Ciento Ochenta y Dos Este. A menos de doscientos metros estaban los ascensores que atendían el servicio de aquellos pisos de acero y cemento en donde estaba situado su propio apartamento.
Estaba a punto de decirle, «Por aquí», cuando se halló detenido por un grupo de gente que se aglomeraba en la parte exterior de una puerta de fuerza brillantemente iluminada, en una de las múltiples tiendas al menudeo situadas en las plantas bajas de esta sección.
Dirigiéndose a una de las personas más cercanas, preguntó con un tono de autoridad automático:
–¿Qué sucede?
El hombre a quien se dirigió, y que permanecía en la punto de los pies atisbando, repuso:
–¡Maldita mi suerte si lo sé! Acabo de llegar.
Alguien informó con excitación manifiesta:
–Tienen a esos miserables robots ahí. Se supone que nos echarán a nosotros. ¡Con lo que me gustaría descuartizarlos pieza por pieza!
Baley soslayó nerviosamente a Daneel; si éste pescó el significado de las palabras, o si las escuchó, no dio la menor muestra por nada de su aspecto exterior.
Baley se hundió en la aglomeración.
–Abran paso. ¡Déjenme pasar! ¡Soy policía!
Le hicieron lugar. Baley alcanzó á oír tras sí:
–... que los descuarticen. Tornillo a tornillo. Que los corten por las costuras, muy despacio... –Y alguien más se rió.
A Baley le entró un escalofrío. La ciudad era la máxima perfección; pero exigía demasiado de sus habitantes. Los obligaba a vivir dentro de una rutina estricta, y ordenaba sus existencias de acuerdo con un método científico y restringido. En ciertas ocasiones, en determinadas circunstancias, estallaban las inhibiciones constreñidas.
Recordó los Tumultos de la Barrera.
Cierto que existían motivos para perturbaciones callejeras antirrobotistas. Los hombres que se encontraban ante la perspectiva del mínimo desesperado que representaba la desclasificación, tras media vida de esfuerzo continuo, no eran capaces de decidir a sangre fría que los robots individuales no tuviesen la culpa de ello. Entonces, por lo menos, nada más sencillo que volverse contra los mismos.
El Gobierno las llamaba dificultades crecientes. Movía tristemente su cabeza colectiva y aseguraba a todos y a cada uno que, tras un período absolutamente necesario de ajuste, se presentaría ante ellos una nueva vida mucho mejor.
Pero el movimiento medievalista aumentaba en proporción con el proceso desclasificador. Los individuos llegaban a la desesperación, y con facilidad se pasaba de la amarga frustración a la destrucción vandálica.
Baley se esforzaba desesperadamente por acercarse a la puerta.
La parte interior de la tienda se encontraba más vacía que la calle, afuera. El gerente, con previsión encomiable, había ordenado que se elevara la barrera de fuerza desde muy al principio, impidiendo que perturbadores potenciales penetrasen en el establecimiento. También servía para que los protagonistas de la discusión no escapasen, aunque eso era de menor importancia.
Baley pasó por la puerta de fuerza empleando su neutralizador de funcionario. Cuando menos se lo esperaba se percató de que R. Daneel le seguía. El robot se guardaba en el bolsillo su propio neutralizador, muy delgado, mucho más pequeño y más eficaz que el modelo oficial de la policía.
El gerente corrió hacia ellos de inmediato, elevando la voz al hablar:
–Oficiales, mis dependientes me los asignó la ciudad. Estoy totalmente en mis derechos.
Tres robots permanecían en pie en la parte posterior de la tienda. Seis mujeres, también en pie, se alineaban junto a la puerta de fuerza.
–Muy bien, ahora –ordenó Baley con sequedad–. ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué todo ese trastorno?
Una de las mujeres chilló molestísima:
–Vine aquí a comprar zapatos. ¿Por qué no me puede atender un dependiente como es debido? ¿No soy acaso respetable?
El rojo encendido de su semblante encolerizado ocultaba de modo imperfecto la exageración del maquillaje.
–La atenderé yo mismo, si es necesario –explicó el gerente–. Pero no me es posible dedicarme a todas al mismo tiempo, oficial. No hay nada de malo con mis empleados. Tengo en mi poder sus tarjetas específicas y sus talones de garantía...
–Tarjetas específicas –gritó la mujer. Luego se echó a reír y se volvió hacia las demás–: ¡Escuchad! No son hombres ni son empleados. ¡Son robots! Y les roban el trabajo a los hombres. Por eso el Gobierno los protege siempre. Trabajan por nada, y, con motivo de eso, las familias se ven obligadas a vivir en los arrabales y a comer cruda la pasta de levadura. Si yo mandara, destruiríamos a todos los robots. ¡Se lo aseguro!
Las otras hablaban farfullando, confusas, y como fondo se oía el tumulto creciente de la muchedumbre al otro lado de la puerta.
Baley era consciente de que R. Daneel Olivaw estaba allí. Miró a los dependientes. Eran de manufactura terrestre, y del modelo más barato. Inofensivos por sí mismos, como grupo eran terriblemente peligrosos.
Baley se preguntaba si R. Daneel no estaría capacitado para reemplazar a un individuo ordinario, de la secreta, C–5. Hasta lograba distinguir los arrabales, mientras pensaba en eso. Recordaba con precisión a su padre.
Su padre había sido físico nuclear. Prodújose un accidente en la planta de energía, y su padre hubo de soportar la culpa. Lo desclasificaron. Baley ignoraba los detalles; todo eso sucedió cuando tenía un año.
Pero sí recordaba su niñez. No se acordaba de su madre para nada, porque no sobrevivió largo tiempo. Del padre sí, y muy bien: un hombre deshecho, melancólico y perdido, que hablaba en ocasiones de su pasado con frases roncas y entrecortadas. Murió, todavía desclasificado, cuando Lije contaba ocho años de edad. El joven Baley y sus dos hermanas mayores se cambiaron al orfanato, pues el hermano de su madre, el tío Boris, se encontraba demasiado pobre de por sí para impedirlo. Y fui muy duro ingresar en la escuela careciendo de privilegios para facilitar el camino.
Y ahora se encontraba en medio de un tumulto creciente dispuesto a golpear y dominar a unos seres que únicamente temían la desclasificación, tal como le ocurría a él mismo.
Sin levantar la voz, se dirigió a la mujer que ya había hablado:
–No provoque problemas, señora. Los dependientes no le hacen a usted ningún daño.
–Claro que no –vociferó la mujer–. Ni tampoco lo voy a permitir. No quiero que me toquen con sus fríos dedos grasientos. Vine aquí para ser tratada como un ser humano. Como ciudadana, me asiste el derecho de que me atiendan seres humanos. Y además hay un par de chiquillos que me esperan para cenar. .
–Bueno, vea –reanudó Baley, sintiendo que se le agriaba el buen humor–, si hubiese usted permitido que la atendieran, ya podría estar con los suyos. Está causando problemas por una insignificancia. Vamos, pues.
–Conque sí, ¿eh? –La mujer se mostró irritada–. Quizá se cree usted que me puede hablar como si yo fuera basura. Acaso sea ya hora de que el Gobierno se dé cuenta de que los robots no son la gran maravilla de la Tierra. Yo soy una mujer que trabaja como la que más, y me asisten mis derechos...
La mujer siguió perorando y Baley se sintió atrapado y aburrido. La situación se le escapaba de las manos. Aun cuando la mujer consintiera en que la atendiesen, la multitud que aguardaba se enardecía hasta el grado de provocar cualquier incidente desagradable.
Afuera había por lo menos un centenar de personas. Desde que los policías penetraran en la tienda, el grupo había aumentado al doble.
–¿Cuál es el procedimiento usual en estos casos? –preguntó R. Daneel, de pronto.
–Este es un caso inusitado –replicó Baley.
–¿Qué dice la ley?
–Los robots son dependientes legalizados. Nada hay de ilegal en todo esto.
Hablaban cuchicheando. Baley pretendía aparecer oficial y amenazador. Olivaw, como siempre, no denotaba nada con su expresión.
–En ese caso –insinuó R. Daneel–, ordénale a la mujer que permita que se le atienda o que se vaya.
Baley levantó una comisura de sus labios y dijo:
–Es una turba con la que tenemos que enfrentarnos. Hay que llamar a una patrulla antitumultos.
–Debería bastar la orden de un representante de la ley –protestó Daneel, y volviéndose hacia el gerente le dijo–: Abra la puerta, señor.
El brazo de Baley se adelantó para tomar a R. Daneel de l
hombro y hacerlo girar sobre sí mismo. Detuvo el ademán. Si dos hombres representativos de la ley se disputaban abiertamente, era indudable que no se lograría una solución pacífica.
El gerente pretendió negarse; levantó la vista hacia Baley pero éste no se atrevió a enfrentar su mirada. Entonces R. Daneel repitió, sin inmutarse:
–Se lo ordeno a usted con la autoridad de la ley.
El gerente gimió, retorciéndose las manos:
–Haré responsable a la ciudad por daños y perjuicios a mis muebles y a mis mercancías. Deseo hacer constar que hago esto porque se me ordena.
La barrera de fuerza descendió; hombres y mujeres se precipitaron adentro. Hubo una vociferación feliz y general. Se creyeron que habían obtenido la victoria.
Baley había oído hablar de tumultos semejantes. Hasta había presenciado uno de ellos: visto cómo levantaban a los robots entre una docena de manos. Los hombres tironeaban y retorcían a las imitaciones de ellos mismos. Usaban martillos, llaves de tuercas y pistoletes de agua. Por último, aquellos objetos miserables y carísimos quedaban reducidos a tiras de metal y alambres. Los cerebros positrónicos, la creación más complicada de la mente humana, eran arrojados de mano en mano como pelotas de fútbol, y aplastados hasta quedar inútiles en un breve lapso.
Entonces, con el genio destructivo desencadenado con tanto alborozo, la muchedumbre se volvía en busca de otras cosas que pudieran también reducir a fragmentos.
Los dependientes robots no pretendían tener conocimiento de nada de esto; pero chillaban a medida que la multitud se aglomeraba, y levantaban los brazos para cubrirse los rostros como en un esfuerzo primitivo para ocultarse. La mujer que iniciara todo este escándalo, atemorizada al ver el incremento que tomó tan repentinamente, más allá de cuanto se atrevió a imaginar, murmuraba:
–Vamos, calma; vamos, calma.
Nadie le hizo caso y la voz se convirtió en un chillido sin significado alguno. El gerente también gritaba:
–¡Deténgalos, oficial, deténgalos!
R. Daneel habló. Sin esfuerzo aparente, su voz se elevó de pronto varios tonos más fuerte que cualquiera emisión humana hubiese logrado obtener.
–Al siguiente hombre que se mueva le disparo –informó el impávido R. Daneel.
–¡Agárrenlo! –gritó alguien en la parte de atrás.
Pero nadie se movió.
R. Daneel se subió ágilmente en una silla, y de ahí saltó sobre un mostrador Transtex. La fluorescencia coloreada que surgía por entre las rendijas de película molecular polarizada le transformaron el semblante terso y frío en algo ultraterreno.
El cuadro se mantuvo así mientras R. Daneel aguardaba, con apariencia tranquila. Anunció:
–Voy armado de un desintegrador de los más efectivos. Lo usaré y mataré a muchísimos de entre ustedes antes de que se apoderen de mí..., quizás a la mayoría. Y hablo en serio... ¿Verdad que estoy serio?
Hubo un movimiento en los extremos; pero no aumentó ya el grupo. Si algunos recién llegados se detenían aún por curiosidad, otros se apresuraban a retirarse. Los más cercanos a R. Daneel mantenían la respiración, tratando desesperadamente de no inclinarse hacia delante, impelidos por la presión de la masa de tanto cuerpo como había a sus espaldas.
Entre un inesperado exceso de sollozos, la mujer que inició el tumulto gritó:
–Nos va a matar. Yo no hice nada malo. ¡Déjeme salir!
Al volverse se enfrentó con una muralla inmóvil de hombres y mujeres aglomerados. Cayó de rodillas. El movimiento de retroceso de la muchedumbre se acrecentó.
R. Daneel saltó del mostrador al suelo y explicó:
–Ahora me voy a dirigir a la puerta. Dispararé contra todo quien me toque. En cuanto a esta mujer...
–No, no –vociferó la mujer que inició el tumulto–. Le digo a usted que no hice nada malo. Ya no quiero nada de zapatos. Lo único que deseo es irme para mi casa.
–Esta mujer permanecerá aquí –ordenó Daneel–. Se le atenderá.
Dio un paso hacia delante.
La multitud lo miró como atontada. Baley cerró los ojos.
No daría resultado. Él no lo creía. Pudo haber detenido a R. Daneel desde un principio. Pudo en cualquier instante haber llamado a un patrullero. Había permitido que R. Daneel tomase la responsabilidad, en lugar de asumirla él, y se había sentido relevado. Cuando intentó confesarse a sí mismo que la personalidad de R. Daneel dominaba la situación, lo invadió un repentino menosprecio.
No se producía ningún ruido insólito; ni gritos, ni maldiciones, ni gemidos, ni vociferaciones. Entreabrió los ojos.
El grupo se estaba dispersando.
El gerente se calmaba; ajustábase la desarreglada chaqueta, alisándose el cabello, mascullando amenazas furiosas en contra de la muchedumbre que desaparecía.
Oyó el silbato terso y apagado de un coche patrulla que se detenía al llegar junto a la puerta.
El gerente le tiró de la manga.
Espero que no tengamos más dificultades, oficial.
–No las habrá –repuso Baley.
Fue fácil desembarazarse del coche de la policía. Habían venido en respuesta a llamadas frenéticas de que se aglomeraba la gente en la calle. Desconocían toda clase de detalles, y podían ver por sí mismos que la calle se hallaba despejada. R. Daneel se hizo a un lado y no demostró señal alguna de interés en lo que Baley explicaba a los hombres del coche–patrulla, disminuyendo la importancia del acontecimiento y olvidándose por completo de la parte que en él tomó R. Daneel.