Bóvedas de acero (2 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

–Lo recuerdo muy bien.

–Todo indica un descontento creciente. Quizás hasta una determinada organización.

–Comisionado, no alcanzo a comprender esto –saltó Baley–. ¿Acaso está tratando de probarme?

–¿Por qué iba a hacerlo?

–Hace tres días que asesinaron a un espaciano, y los espacianos se figuran que el asesino es un terrícola. –Golpeó con los dedos sobre el escritorio–. Hasta este momento, nada se ha hecho al respecto, ¿no es así? Pues eso me resulta increíble. Si realmente sucediera un acontecimiento de esa especie, Josafat haría volar la ciudad de Nueva York, la borraría de la faz del planeta.

El comisionado negó meneando la cabeza.

–No, no es tan sencillo como parece. Mira, Lije, he estado ausente durante tres días. Me di una vuelta por Espaciópolis. En Washington celebré conversaciones con personal de la Oficina Terrestre de Investigación...

–¿Y qué dicen a todo esto los terrestres?

–Dicen que Espaciópolis pertenece a la jurisdicción de Nueva York.

–Sí, pero con derechos de extraterritorialidad.

–Lo sé. –Los ojos del comisionado esquivaron la dura mirada de Baley. Parecía como si de pronto se hubiese rebajado a la categoría de subordinado de Baley, y éste se comportab a

como si aceptase el hecho.

–Los espacianos pueden encargarse del asunto –sugirió Baley.

–Un momento, Lije –suplicó el comisionado–. Estoy tratando de hablar contigo sobre este asunto de amigo a amigo. Quiero que conozcas mi posición. Yo estaba allá cuando se conoció la noticia. Precisamente tenía una cita con él..., con Roj Nemennuh Sarton.

–¿La víctima?

–Sí, la víctima. Cinco minutos más tarde y yo mismo hubiera descubierto el cadáver. ¡Vaya escándalo se habría ocasionado! ¡De todos modos, fue brutal! Me recibieron y me lo comunicaron. Y allí comenzó una pesadilla que dura ya tres días, sin tiempo ni para conseguir unas gafas nuevas...

Baley imaginaba la situación. Podía ver los cuerpos altos de los rubios espacianos que se aproximaban al comisionado con la noticia, y se la espetaban de golpe, sin emoción y sin adornos. Julius habría tomado las gafas para limpiarlas. Inevitablemente, con el choque de la tragedia, las dejaría caer, y luego miraría hacia abajo, observando los restos con un estremecimiento de sus labios suaves y carnosos. Baley estaba seguro de que por lo menos durante cinco minutos el comisionado se preocupó tanto por sus gafas como por el asesinato mismo.

El comisionado le dirigía la palabra:

–¡Vaya dilema! Como muy bien dices, los espacianos gozan de derechos de extraterritorialidad. Pueden insistir en llevar a cabo sus propias investigaciones; presentar cualquier informe que deseen a sus propios Gobiernos. Los Mundos Exteriores quizás lo utilizarán como excusa para endilgarnos reclamaciones por daños y perjuicios, toda clase de indemnizaciones.

Y tú bien sabes cómo le caería eso al pueblo.

–Sería un suicidio político total para la Casa Blanca si se accediese a pagar.

–Y no menos suicidio el no pagar.

–Me conozco los detalles –concluyó Baley. Era todavía un niño cuando las brillantes naves del espacio exterior condujeron por última vez fuertes contingentes de soldados a Washington, a Nueva York y a Moscú para cobrar lo que pretendían que era suyo.

–Pues ya lo ves. Pagando o sin pagar, hay dificultades. La única salida es hallar por nuestra cuenta al asesino, y entregarlo a los espacianos. Y eso nos corresponde a nosotros.

–¿Por qué no confiar la misión a la OTI? Aun cuando desde un punto de vista legal incumba a nuestra jurisdicción, queda todavía la cuestión de las relaciones interestelares...

–La OTI no se atreve a tocarlo. Esta situación está al rojo vivo y nos compete a nosotros. –Durante un instante levantó la cabeza y contempló con atención a su subordinado–. Y no hay que darle vueltas. Todos y cada uno de nosotros está en peligro de perder su empleo.

–¿Sustituirnos a todos? ¡Tonterías! Los hombres especializados con quienes hacerlo no existen.

–Existen los robots –repuso el comisionado.

–¿Qué?

–R. Sammy no es más que un principio. Lleva recados y trae objetos. Otros pueden patrullar los expresvías. ¡Conozco a los espacianos mejor que tú, y sé lo que estoy haciendo! Existen robots que pueden desempeñar tu trabajo y el mío. Se nos desclasificará. Y regresar a los trabajos comunales, a nuestra edad...

–Estoy de acuerdo –convino Baley, malhumorado.

–Lo siento, Lije. –Y el comisionado aparecía en realidad lleno de pena y de vergüenza.

Baley trató de no pensar en su padre. Por supuesto que el comisionado conocía la historia. Preguntó:

–¿Cuándo comenzó todo este asunto de las sustituciones?

–Escúchame, Lije, y no seas ingenuo. Ha estado sucediendo desde hace muchísimo tiempo, durante más de veinticinco años. Desde que vinieron los espacianos. Lo sabes muy bien. Nos está llegando a los de arriba, eso es todo. Si fracasamos en este caso, será una caída en picado. Por otra parte, si manejamos el asunto como es debido, para ti esto significará una oportunidad única.

–¿Para mí? –indagó Baley.

–Tú serás el encargado de todo, Lije.

–A mí no me alcanzan los méritos, comisionado. Yo no soy más que un simple C-5.

–Deseas una clasificación de C-6, ¿verdad?

¿Que si la deseaba? Baley conocía las prerrogativas que implicaba una clasificación de C-6. Un asiento en el expresvía a la hora de las aglomeraciones. Líneas más arriba en la lista de selecciones en el departamento culinario. Quizás hasta una probabilidad de obtener un apartamento mejor, y para Jessie una tarjeta para la gradería del solario.

–Por supuesto que la deseo –replicó–. ¿Por qué no la habría de desear? Pero, ¿y si no resuelvo el caso?

–¿Por qué no lo habrías de resolver? –estimuló el comisionado–. Eres uno de los mejores detectives, como tú muy bien sabes.

–Pero hay por lo menos una docena de individuos en mi sección que poseen una clasificación superior a la mía. ¿Por qué los han de postergar en mi favor?

Pero Baley sabía perfectamente que el comisionado no se arriesgaba a saltarse el escalafón de esta manera, excepto en casos de alta emergencia.

–Existen dos razones –explicó el comisionado–. Para mí tú no eres sólo otro detective sino que además somos amigos. No se me olvida que fuimos compañeros de colegio, pero yo soy el comisionado y tú sabes lo que tal cosa representa. Sigo siendo tu amigo y esta es una oportunidad formidable para la persona apropiada. Quiero que te beneficies de ella.

–Esa es una razón –convine Baley sin entusiasmo.

–La segunda es que también considero que tú eres mi amigo. Y necesito un favor.

–¿Qué clase de favor?

–Necesito que te acompañes. con un socio espaciano en este problema. Tal fue la condición que especificaron los espacianos. Han convenido en no divulgar el asesinato; han convenido en dejarnos las investigaciones en nuestras manos. A cambio de ello insisten en que uno de sus agentes colabore en el caso, en todos los procedimientos.

–Eso suena como si no nos tuvieran confianza en absoluto.

–Juzgo que podrás apreciar su punto de vista. Si se fracasa en esta investigación, muchos de ellos se verán en aprietos con sus propios gobiernos. Por esta vez me conformo con darles el beneficio de la duda. Voy a creer que sus intenciones son honradas.

–Yo estoy seguro de que sí lo son, comisionado. Y en eso estriban las dificultades con ellos.

El comisionado pasó por alto esta afirmación. Preguntó:

–¿Convienes en aceptar a un espaciano como socio, Lije?

–¿Me lo pides como un favor?

–Sí. Solicito de ti que te encargues de este trabajo, con todas las condiciones impuestas por los espacianos.

–Trabajaré con un socio espaciano, comisionado.

–Gracias, Lije. Será preciso, además, que viva contigo.

–¡Un momento!

–Ya sé lo que vas a decir. Mira, Lije, tienes un apartamento bastante amplio. De tres habitaciones. Y un solo hijo. Te será fácil alojarlo. ¡No te ocasionará ninguna molestia! Y es indispensable que lo alojes.

–A Jessie no le agradará. Estoy seguro.

–Ya convencerás a Jessie. –El comisionado mostraba tanto ahínco que sus ojos parecían perforar los discos de cristal que obstruían su mirada–. Le asegurarás que si haces esto por mí, yo, a mi vez, cuando todo termine, usaré de toda mi influencia para que asciendas por encima de un grado. ¡C-7, Lije, C-7!

–Muy bien, comisionado. Trato hecho.

Baley medio se levantó de su silla; columbró la mirada en los ojos de Enderby, la expresión del rostro, y volvió a sentarse.

–¿Hay algo más?

Lenta, muy lentamente, el comisionado asintió con un movimiento de cabeza.

–Otro pequeño detalle.

–¿Cuál es?

–El nombre de tu socio.

–¿Qué diferencia implica?

–Los espacianos tienen algunas modalidades muy especiales –empezó el comisionado–. El socio que nos proponen no es..., no es...

Los ojos de Baley se abrieron, enormes.

–¡Un momento, por favor, un momento!

–Tienes que hacerlo, Lije. Tienes que hacerlo. Imposible buscar un subterfugio.

–¿Que viva en mi apartamento una cosa como esa?

–Lije, no puedo confiar en nadie más para esto. ¿Será preciso que te lo repita? Tenemos que trabajar con los espacianos. Tenemos que impedir que las naves cobradoras de indemnizaciones vengan a la Tierra. Se te va a asociar con uno de sus robots. Si él resuelve el problema, si se ve obligado a informar que somos incompetentes, será la ruina de nuestro departamento. Alcanzas a ver eso, ¿verdad? Dejo en tus manos un trabajo sumamente delicado. Necesitas cooperar con él; pero, al mismo tiempo, ser tú quien remate la tarea. No él. ¿Comprendes?

–¿Me quieres dar a entender que coopere con él en un ciento por ciento, excepto que lo traicione? ¿Que le acaricie la espalda con palmaditas, y conserve un puñal en la mano?

–¿Qué otra cosa podemos hacer? No existe otra salida.

Lije Baley permaneció indeciso, sin atinar a nada.

–No sé realmente lo que Jessie dirá de todo esto.

–Yo le hablaré, si lo deseas.

–No, comisionado. –Aspiró profundamente y luego suspiró–. ¿Cómo se llama mi socio?

–R. Daneel Olivaw.

Baley murmuró entonces, con mucha tristeza:

–No es momento para eufemismos, comisionado. Ya decidí ocuparme del trabajo; por lo tanto, usemos su nombre completo: Robot Daneel Olivaw.

2
Viaje en un Expresvía

En el expresvía viajaba la multitud habitual; los en pie estaban en el piso de abajo y los privilegiados con asiento, arriba. Una vaharada de humanidad se deslizaba del expresvía, a lo ancho de las bandas desaceleradoras hasta los localvías o en los andenes que bajo los arcos o sobre los puentes conducían al laberinto interminable de las secciones de la ciudad. Otra vaharada, de igual continuidad, se colaba a través de las bandas aceleradoras hacia los expresos.

Por doquier se contemplaban luces infinitas: las paredes luminosas y los techos que, al parecer, despedían una fosforescencia fría y uniforme: los anuncios relampagueantes que vociferaban solicitando la atención de todos; el fulgor regular y duro de las «luciérnagas» que indicaban:
POR AQUÍ A LAS SECCIONES DE JERSEY. SIGAN LA FLECHA PARA EAST RIVER. PISO SUPERIOR EN TODOS SENTIDOS PARA LAS SECCIONES DE LONG ISLAND.

Lo más insufrible era el ruido, forma inseparable de la vida; el sonido de millones de seres hablando, tosiendo, llamando, riendo, tarareando, respirando.

«Ninguna dirección conduce a Espaciópolis», pensó Baley.

Brincaba de banda en banda con la facilidad de una práctica adquirida durante toda su existencia. Los niños la aprendían en cuanto eran capaces de caminar. Baley apenas se daba cuenta de su aceleración a medida que aumentaba la velocidad con cada uno de sus pasos. Ni siquiera se percataba del instintivo echarse para adelante contra la fuerza impulsora. En treinta segundos había llegado a la banda final, la de mayor velocidad, y pudo abordar la movible plataforma con barandillas y cristales que constituía el expresvía.

«Ninguna dirección para ir a Espaciópolis», pensó de nuevo.

Ni Había necesidad de indicadores. Si alguien tenía asuntos allí, conocía el camino. Cuando veinticinco años antes se fundó Espaciópolis, hubo una fuerte tendencia a considerar el sitio como lugar de exhibición y regocijo. Las hordas de la ciudad pronto irrumpieron en aquel paraje.

Con mucha cortesía los espacianos colocaron una barrera de fuerza entre ellos y la ciudad. Establecieron un servicio de inmigración, combinado con otro de inspección aduanera. Para ir a tratar algún asunto había que identificarse y permitir que lo registraran a uno, así como someterse a un examen médico y a una desinfección de rutina.

Naturalmente, eso produjo suficiente descontento como para erigir un obstáculo muy serio en el programa de modernización. Baley recordaba los Tumultos de la Barrera. Él formó parte de la turba que se había colgado de los barandales de los expresvías, amontonándose en los asientos y sin respetar los privilegios de clasificación, corriendo como alocado a lo largo y ancho de las bandas, a riesgo de romperse los huesos. Permaneció, en la parte de afuera de la barrera de Espaciópolis durante dos días seguidos, vociferando y destruyendo los bienes de la ciudad al ver sus deseos frustrados.

Por supuesto, los espacianos no se fueron. Ni siquiera necesitaron emplear sus armas ofensivas. La armada anticuadísima de la Tierra hacía mucho tiempo que aprendió lo suicida que era intentar aproximarse a cualquier nave del Mundo Exterior. Los aeroplanos terrestres que se habían aventurado por Espaciópolis, en los inicios de su establecimiento, desaparecieron casi sin dejar rastro.

Y ninguna multitud lograba enloquecerse hasta el punto de olvidar los efectos del desintegrador subetérico manual utilizado contra los terrícolas en las guerras del siglo anterior.

Así, los espacianos aguardaron con estolidez tras la barrera, Basta que la ciudad calmó a las multitudes con vapores somníferos y gases vomitivos. Luego las penitenciarías subterráneas se llenaron de huéspedes de todas clases, que soltaron poco tiempo después.

Tras un intervalo apropiado, los espacianos disminuyeron sus restricciones. Retiraron la barrera de fuerza y confiaron a la policía de la ciudad la protección del aislamiento de Espaciópolis. Y algo de la mayor importancia: los exámenes médicos fueron menos molestos.

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