–No, por supuesto.
–Entonces, si Jessie temiese por tu seguridad y desease advertírtelo, arriesgaría su propia vida y no la de su hijo –comentó R. Daneel–. El hecho de que enviara a Bentley sólo puede significar que sabía que él estaría a salvo, en tanto que ella no. Si la conspiración estuviera fomentada por personas desconocidas de Jessie, tal no sería el caso, o, por lo menos, carecería de razones para suponer que ese fuera el caso. Por otra parte, siendo ella misma miembro de la conspiración, entonces sí sabría, ¡sí sabría, Elijah!, que la vigilaban en todo y por todo, que la reconocerían, con todas sus consecuencias, mientras que a Bentley le era fácil pasar sin ser advertido.
–Aguarda –interrumpió Baley, disgustado consigo mismo–, esos razonamientos son muy sutiles, sin embargo...
No hubo para qué aguardar. La señal luminosa en el escritorio del comisionado relampagueaba insensatamente. R. Daneel aguardó a que Baley contestara; pero éste no hacía más que contemplarlo como alelado, impotente. El robot estableció el contacto.
–¿De qué se trata?
–Aquí está una señora que desea ver a Lije –se escuchó la voz de R. Sammy, muy apagada–. Le informé que estaba ocupado; pero no se decide a irse. Dice que su nombre es Jessie.
–¡Que pase! –ordenó R. Daneel con gran calma, y sus ojos se elevaron sin emoción para cruzarse con la mirada de pánico que despedían los de Baley.
Baley permanecía en pie con la rigidez de un sobresalto, mientras Jessie corría hacia él, tomándolo de los hombros y acurrucándosele contra el pecho.
–¿Bentley? –preguntó Baley.
Ella le clavó la vista y meneó la cabeza, los cabellos flotándole con el impulso del movimiento.
–Está perfectamente bien.
–¿Entonces...?
Jessie empezó a proferir exclamaciones en un repentino torrente de sollozos y con voz apenas audible.
–No puedo seguir así, Lije. ¡No puedo! Será mejor que te lo confiese todo.
–No digas nada –contradijo Baley angustiado–. ¡Por amor de Dios, Jessie, ahora no!
–Es indispensable. He hecho algo terrible. ¡Terrible! Oh, Lije...
–No estamos solos, Jessie –murmuró Baley, casi desesperado.
Entonces ella levantó la vista para fijarla en R. Daneel, sin dar muestras de reconocerlo para nada. Tal vez las lágrimas que le anegaban sus ojos reflejaban la imagen del robot como una mancha indefinible.
–Buenas tardes, Jessie –le susurró R. Daneel.
–¿Es..., es el robot? –se atragantó.
–Sí, Jessie.
–¿No te molesta que te llamen robot?
–Por supuesto que no, Jessie. Eso es lo que soy.
–A mí no me molesta que me llamen una imbécil y una idiota y un agente... subversivo, porque eso es lo que soy.
–¡Jessie! –gimió Baley.
–Sí, Lije –advirtió ella–. Será mejor que él lo sepa, si es tu socio. No puedo vivir con esto por más tiempo. No me importa la cárcel. No me importa si me envían a los niveles inferiores y me alimentan con levadura cruda y agua. No me importa si... Tú no lo permitirás, ¿verdad, Lije? No les permitirás que me hagan nada. Estoy aterrorizada...
Baley le palmeó el hombro y dejó que llorara.
–No se encuentra bien –señaló Baley, dirigiéndose a R. Daneel–. No la podemos tener aquí. Ordena que venga un coche patrulla y decidiremos lo que hay que hacer mientras vamos por las autovías subterráneas.
–¿Las autovías? –exclamó Jessie levantando la cabeza con sobresalto–. ¡No, Lije, no!
–Vamos, Jessie, no seas supersticiosa. No puedes ir en el expresvía con ese aspecto. Pórtate bien, como mujer fuerte, y tranquilízate, o no nos será posible pasar por las oficinas generales. Te voy a traer un poco de agua. –Y luego, dirigiéndose a R. Daneel–: ¿Qué hay del coche patrulla?
–Nos está aguardando, socio Elijah.
–Vamos, pues, Jessie.
Y Baley la empujó por la puerta entreabierta.
El silencio fantástico de las autovías pesaba a ambos lados. –Eso es, Jessie, buena chica –estimuló Baley.
La impasibilidad que cubriera el semblante de Jessie desde que abandonaron la oficina del comisionado mostró señales de romperse. Se quedó contemplando a su marido y a Daneel con un silencio producto de la impotencia. Baley repitió:
–Acaba ya de una buena vez, Jessie. ¿Acaso has cometido algún crimen?
–¿Un crimen? –meneó la cabeza con incertidumbre, negando–. Por supuesto que no.
El nudo que Baley sentía en el estómago se aflojó perceptiblemente.
–¿Robaste algo? ¿Falsificaste documentos? ¿Asaltaste a alguien? ¿Destruiste propiedad pública? ¡Habla, Jessie!
–No. No me refería a nada de esa naturaleza. –Miró por encima del hombro–. Lije, ¿tenemos que permanecer aquí?
–Sí, hasta que terminemos con esto. Ahora bien, empecemos por el principio. ¿Qué fue lo que llegaste a decirme? ¿A decirnos? –Por encima de la cabeza inclinada de Jessie, la mirada de Baley se encontró con la de R. Daneel.
Jessie comenzó a hablar con un tono de voz muy suave, y fue ganando en intensidad y articulación a medida que proseguía.
–Son esas gentes, esos medievalistas, tú lo sabes, Lije. Siempre andan por ahí: siempre hablando. En épocas anteriores pasaba igual. ¿Te acuerdas de Elizabeth Thornbowe? Pues era una medievalista. Siempre andaba propalando que nuestras dificultades y nuestras tribulaciones provenían de la ciudad, y que todo iba mejor antes de que se iniciaran las ciudades. Yo le preguntaba por qué se encontraba tan segura de eso, y entonces ella me citaba frases de esos pequeños libros película que siempre andan por ahí, como el de
Vergüenza de las ciudades
, que el tipo aquel escribió. No me viene su nombre...
–Ogrinsky –apuntó Baley, distraído.
–Sí, sólo que muchos de ellos eran peores. Luego, cuando me casé contigo, se puso en verdad sarcástica. Me decía: «Me figuro que te vas a convertir en una auténtica mujer de la ciudad, ahora que te has casado con un policía». Me parece que algunas de las cosas qué me decía sólo eran para escandalizarme o para aparecer como misteriosa y deslumbrante. Se quedó solterona y por fin se murió. Muchos de estos medievalistas no se acomodan. Recuerdo que una vez me indicaste, Lije, que las gentes a menudo confunden sus propias incapacidades con las de la sociedad, y buscan remedios para mejorar las ciudades porque no saben cómo beneficiarse ellas mismas.
Baley recordó, y ahora sus palabras le sonaban huecas y superficiales al oído. Interrumpió con delicadeza:
–Al grano, Jessie, por favor.
–Elizabeth hablaba siempre sobre la posibilidad de que llegase un día en que el pueblo tuviera que unificarse. Aseguraba que toda la culpa era de los espacianos, porque insistían en sojuzgar a la Tierra, conservándola débil y decadente. Afirmaba que algún día íbamos a destruir las ciudades y regresar a la tierra; a exigirles cuentas claras a los espacianos que pretendían tenernos amarrados para siempre en las ciudades, imponiéndonos el empleo de robots. Sólo que nunca los llamaba robots; su término usual era «máquinas monstruosas sin alma», si me disculpas la expresión, Daneel.
–Ignoro el significado del adjetivo que empleaste, Jessie –replicó el robot–; pero, en todo caso, la expresión queda disculpada. Continúa, por favor.
Baley se movió intranquilo. Era inevitable con Jessie. Nada podía obligarla a contar la menor narración sino a su manera llena de circunloquios. Prosiguió:
–Elizabeth siempre trataba de hablar como si hubiese muchísima gente de acuerdo con ella. Nos confiaba: «En la última sesión... », y después me miraba entre orgullosa y con miedo, como si deseara que yo le preguntase y, de ese modo, aparecer muy importante, y, sin embargo, medrosa de que la fuera a comprometer. Por supuesto, nunca se me ocurrió interrogarla. Por nada del mundo quería yo darle esa satisfacción.
–Continúa, Jessie –instó Baley.
–¿Recuerdas aquella discusión que tuvimos, Lije? Me refiero a lo de Jezabel...
–Sí. ¿Qué? –A Baley le costó un par de segundos centrar su atención en que ése era el nombre propio de Jessie, y no una referencia fútil a otra mujer.
Volvióse para mirar a R. Daneel, buscando una explicación automáticamente defensiva.
–El nombre completo de Jessie es Jezabel.
R. Daneel asintió gravemente con la cabeza. «¿Rara qué preocuparme por él?», pensó Baley.
–Me molestó mucho, Lije –reanudó Jessie–. Sin duda fue una tontería; pero seguí pensando en lo que me dijiste. Me refiero a tus explicaciones que Jezabel no era más que una conservadora que luchaba por las ideas de sus antepasados, en contra de las innovaciones de los recién llegados. Después de todo yo era Jezabel y siempre...
Titubeó, buscando la palabra apropiada.
–¿Te identificabas...? –aventuró Baley.
–¡Sí! –Pero inmediatamente meneó la cabeza y desvió la vista–. No, no literalmente. Yo no era así.
–Ya lo sé, Jessie. No seas ingenua.
–Sin embargo, pensé que quizá los medievalistas tenían razón, y que acaso deberíamos restaurar nuestras buenas y antiguas costumbres. Así que me dediqué a buscar a Elizabeth y me manifestó que no sabía de lo que le estaba hablando, y que yo no era más que la esposa de un polizonte. Le contesté que eso no tenía nada que ver, y, por último, me informó que sí, que hablaría con alguien... Y entonces, como un mes más tarde, me vino a buscar y me dijo que me aceptaban y así me incorporé al grupo, y desde entonces he asistido a las asambleas.
Baley se le quedó contemplando con tristeza, reprochándole:
–¿Y nunca me lo confiaste?
–Lo siento mucho, Lije –dijo con voz temblorosa.
–Necesito saber algo acerca de las asambleas. ¿En dónde se celebran?
–Precisamente aquí, en las autovías. Por eso no quería que me trajeran. Te aseguro que resulta un sitio de reunión ideal. Nos juntábamos...
–¿Cuántos?
–No estoy segura. Como sesenta o setenta: No se trata más que de una sucursal local. Nos sentábamos en sillas plegables y alguien nos dirigía la palabra, por lo común respecto a lo maravillosa que era la vida en épocas anteriores, y a cómo algún día nos libraríamos de los monstruos, los robots, y también de los espacianos. Los discursos nos producían un efecto de monotonía. Siempre eran los mismos. Nos limitábamos a soportarlos. En realidad, lo que disfrutábamos era el regocijo de reunirnos y de considerarnos importantes. Nos comprometíamos con fuertes juramentos e imaginábamos signos secretos para saludarnos y reconocernos frente a extraños.
–¿Nunca os interrumpieron? ¿No pasaban patrulleros?
–No, nunca.
–¿No resulta eso inusitado, Elijah? –interrumpió R. Daneel.
–Tal vez no –replicó Baley meditabundo–. Existen pasadizos laterales que nunca se usan, aunque es difícil distinguir unos de otros. ¿Eso era todo cuanto se hacía en las asambleas, discursitos y jugueteos de pseudoconspiradores?
–Sí, poco más o menos.
–Así pues –interpuso Baley casi con brutalidad–, ¿qué diablos te preocupa ahora? ¿Por qué te ha invadido tal pánico?
–Pensé que te dañarían a ti, Lije. Ya te lo he explicado.
–No, no me lo has explicado. Todavía no. Me has embaucado con un inocentón grupito al que pertenecías. ¿No llevaron nunca a cabo demostraciones hostiles en público? ¿No destruyeron robots? ¿No iniciaron motines? ¿No provocaron tumultos? ¿No mataron a nadie?
–¡Nunca! Lije, sabes que yo no haría esas cosas. Ni hubiera continuado siendo un miembro de la asociación si las intentaban.
–Bueno, entonces, ¿por qué temes que se te envíe a la cárcel?
–Pues..., pues solían hablar acerca de que algún día iban a ejercer presión definitiva sobre el Gobierno. Nos imaginábamos que proseguiríamos organizándonos y, luego, organizaríamos paros y grandes huelgas. Pensábamos que obligaríamos al Gobierno a deshacerse de todos los robots y forzaríamos a los espacianos a que regresaran al sitio de donde vinieran. Yo suponía que todo se reducía a simples baladronadas, hasta que llegó esta dificultad, me refiero a lo tuyo y de Daneel. Después nos dijeron: «Ahora veremos acciones decisivas», y «Vamos a hacer un escarmiento y a poner un límite a la invasión de robots». Cuando se comentó allá en el Personal, me di cuenta que se trataba de ti. Pero las demás no lo sabían. Inmediatamente... –La voz se le quebró.
–Vamos, Jessie –la calmó Baley–. No ha sido nada. Baladronadas y comadreos. Como puedes ver, nada ha sucedido.
–Me encontraba atemorizada. Pensé que yo formaba parte de ello. Podían ocurrir disturbios y matanzas. Tú estabas en peligro, y Bentley también. Y en cierto modo todo sería por mi culpa, porque me hallaba metida en eso, y merecía que se me enviara a la cárcel.
Baley le pasó el brazo por el hombro y, con los labios apretados, se quedó mirando a R. Daneel, el cual mantenía gran tranquilidad.
–Dime, Jessie, ¿quién era el jefe, la cabeza del grupo?
–El líder era un hombre llamado Joseph Klemin; pero ni significaba en realidad gran cosa. No lo vas a arrestar por lo que yo te he dicho, ¿verdad, Lije?
Se la veía trastornada por su culpabilidad.
–No voy a aprehender a nadie..., todavía. ¿Cómo recibía Klemin sus instrucciones, sus órdenes?
–Lo ignoro totalmente.
–¿No iba gente extraña a las reuniones, como por ejemplo personajes de las Oficinas Generales?
–No con mucha frecuencia. Una o dos veces al año.
–¿No los puedes nombrar?
–No. Siempre los presentaban como «uno de los nuestros», o «un amigo del barrio de Jackson» o de otra parte.
–Comprendo. Daneel, descríbenos las personas que nos han perseguido. Veremos si Jessie logra reconocerlas.
R. Daneel recorrió la lista con exactitud clínica. Jessie escuchaba con una expresión de desaliento a medida que las categorías de las medidas físicas se alargaban, y meneaba la cabeza con negativas cuya seguridad aumentaba.
–¡No tiene objeto! –exclamó de pronto–. ¿Cómo poder recordarlos? No me acuerdo de su aspecto. No puedo... –Se detuvo y, al parecer, reconsideró sus respuestas. Luego preguntó:
–¿Dices que tino de ellos trabaja en una fábrica de levadura?
–Francis Clousarr –repuso R. Daneel–. Es un empleado de una compañía de levadura de Nueva York.
–Bueno, en una ocasión un hombre nos estaba dirigiendo un discurso. Yo estaba sentada en la primera fila y no dejaba de recibir como un aliento de levadura cruda. Lo recuerdo porque mi estómago no andaba bien ese día, y el olorcillo me mareaba. Tuve que levantarme y cambiarme a la parte de atrás. Tal vez se trate del individuo en cuestión. Después de todo, cuando se trabaja con levadura todo el tiempo, el olor se pega hasta en las ropas. –Y frunció la nariz.