Bóvedas de acero (19 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

–¿No te acuerdas de cómo era? –indagó Baley.

–No, en absoluto.

–Mira, Jessie, te voy a llevar a casa de tu madre. Bentley permanecerá contigo, y ninguno de los dos debe abandonar esa sección. Haré que vigilen los corredores con policía especial.

–Sí, pero, ¿y tú? –inquirió Jessie.

–Yo estaré a salvo. .

–¿Por cuánto tiempo?

–No lo sé. Acaso por uno o dos días.

Las palabras le sonaban vacías de significado hasta a él mismo.

Baley y R. Daneel se hallaban de nuevo en las autovías, solos ahora.

–Tengo la sospecha de que nos enfrentamos con una organización edificada sobre dos niveles –enunció Baley–. Primero, un nivel sin programa específico, destinado sólo a proporcionar apoyo de multitudes para un eventual golpe. Segundo, un reducido grupo de elegidos con un delineado programa de acción. Este grupo reducido es el que debemos de hallar.

–Todo esto es lógico si podemos aceptar lo que Jessie ha dicho –repuso R. Daneel.

–Lo que nos contó Jessie lo podemos aceptar como la verdad más exacta –sentenció Baley.

–Así me lo imagino yo también –convino R. Daneel–. No hay nada en sus impulsos cerebrales que indiquen una inclinación patológica a la mentira.

–Y no habrá necesidad ninguna de que mencionemos su nombre en nuestros informes. ¿De acuerdo?

–Si así lo deseas... –murmuró R. Daneel con calma–; aunque entonces nuestros informes no serán completos ni exactos.

–No vamos a dañar a nadie con esa omisión. Mencionarla sería tanto como dejar su nombre en los registros policíacos, y la idea no me gusta.

–Por supuesto, siempre que abriguemos la certidumbre de que nada más nos queda por indagar.

–Por lo que a Jessie se refiere, te lo garantizo.

–¿Pudieras entonces explicarme por qué la palabra Jezabel la conduce a abandonar sus convicciones previas y a edificar una serie nueva? El impulso es un tanto oscuro.

–Jezabel es un nombre raro. Perteneció en otra época a una mujer de reputación pésima. Mi esposa tenía afecto especial a esa circunstancia. Le daba una sensación simulada de maldad, compensándola por una vida de uniforme virtud.

–¿Por qué una mujer respetuosa de la ley habría de sentir deseos de impulsos malvados?

–Las mujeres son así –Baley estuvo a punto de sonreír–. De todos modos, Daneel, yo cometí un error estúpido. En un momento de irritación le demostré con insistencia que la Jezabel histórica no había sido particularmente malvada, y que, por el contrario, si algo fue, podríamos llamarla buena esposa. ¡Cómo he lamentado eso desde que pasó!

»Destruí algo irreemplazable. Lo que vino después sólo fue su modo de vengarse. Inició lo que sabía que yo no podía aprobar. Creo que no fue un deseo consciente.

–¿Puede un deseo no ser consciente? ¿No representa eso una contradicción?

Baley desesperó de tratar de explicar a R. Daneel lo de la mente inconsciente. En lugar de ello prosiguió:

–Te puedo asegurar que la Biblia ejerce gran influencia en el pensamiento y en las emociones humanas.

–¿Qué es la Biblia?

–Es el libro sagrado de casi la mitad de la población de la Tierra.

–No entiendo bien el significado del adjetivo.

–Digo que se le tiene en gran estima. Debidamente interpretadas, algunas partes del libro contienen un código de conducta que muchos hombres consideran la más apropiada para la felicidad definitiva de los humanos,

–Y ese código, ¿está incorporado dentro de las leyes?

–Me temo que no. El código no se presta a ser puesto en vigor legalmente. Es preciso obedecerlo con espontaneidad, que cada individuo lo practique por impulso propio de obrar así. En ese sentido resulta mucho más elevado de lo que alcanza ninguna ley.

–¿Más elevado que la ley? ¿No es también una contradicción de vocablos?

Entonces Baley sonrió, con tolerancia. Dijo a Daneel:

–¿Quieres que te cite algunas frases de la Biblia? ¿Tienes curiosidad por escucharlas?

–Te lo ruego.

Baley dejó que el vehículo disminuyera la marcha hasta detenerse. Durante algunos segundos estuvo sentado con los ojos entrecerrados, recordando.–«Se fue Jesús al monte de los Olivos, pero de mañana volvió otra vez al templo, y todo el pueblo venía a Él y, sentado, les enseñaba. Los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la Ley nos ordena Moisés apedrear a éstas; tú, ¿qué dices? Esto lo decía tentándole, para tener de qué acusarle. Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en tierra. Como ellos insistieran en preguntarle, se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero. E inclinándose de nuevo, escribía en tierra. Ellos que lo oyeron, fueron saliéndose uno a uno, comenzando por los más ancianos, y quedó Él solo y la mujer en medio. Incorporándose Jesús, le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Dijo ella: Nadie, Señor. Jesús dijo: Ni yo te condeno tampoco; vete y no peques más.»

R. Daneel lo escuchaba atentamente.

–¿Qué es adulterio? –interrogó.

–Eso no tiene importancia. Era un crimen y, en aquella época, el castigo aceptado consistía en la lapidación; es decir, arrojarle piedras a la culpable hasta que la mataban.

–Y, ¿era culpable la mujer?

–Sí, lo era.

–Entonces, ¿por qué no la apedrearon?

–Ninguno de los acusadores se sintió capaz de hacerlo después del juicio de Jesús. Esta narración muestra que hay algo superior a la justicia, de la cual te han imbuido a ti. Existe un impulso humano que se llama misericordia; un acto humano que se conoce como perdón.

–Socio Elijah, yo no estoy versado en esos términos.

–Ya lo sé –murmuró Baley–. ¡Ya lo sé!

Con un movimiento brusco, el coche-patrulla arrancó de nuevo. Baley sentíase oprimido contra el respaldo del vehículo.

–¿Hacia dónde vamos? –indagó R. Daneel.

–Al barrio de la levadura –respondió Baley–, a exprimirle la verdad a Francis Clousarr, a ese conspirador.

–¿Tienes algún método para lograrlo, Elijah?

–No, yo no, pero tú sí lo tienes, Daneel, uno muy sencillo. Siguieron avanzando a toda velocidad.

15
Arresto de un Conspirador

«Barrio de la levadura» no era el nombre oficial de ningún sector de la ciudad de Nueva York. Lo que en lenguaje popular se conocía como el barrio de la levadura, para la Oficina de Correos no eran más que las zonas comprendidas entre Newark, Nuevo Brunswick y Trenton. Tratábase de una faja muy amplia de lo que otrora fue la medieval Nueva Jersey, moteada con sitios residenciales, especialmente en Newark Central y Trenton Central; pero dedicada con especialidad a granjas de muchísimos surcos en las que crecían y se multiplicaban miles de variedades de levaduras.

Sin la levadura, seis mil de los ocho mil millones de seres humanos que habitaban la Tierra se morirían de hambre en un año.

Baley estacionó el vehículo en un espacio para descarga de mercancías. Enfilaron por un corredor a cuyos lados se extendían dos filas de oficinas.

–¿Está aquí Francis Clousarr?

Un operario hizo una indicación con la cabeza, y Baley caminó en la dirección señalada.

Un hombre se había levantado en el otro extremo de la nave y se quitaba el delantal.

–Yo soy Francis Clousarr –manifestó el hombre.

Baley interrogó al robot con la mirada. Éste asintió.

–Muy bien –reanudó el detective–. ¿Dónde podemos hablar?

–Tendrá que ser mañana –repuso Clousarr–. Mi turno Ya ha terminado.

–Debe ser ahora. Mañana será demasiado tarde –añadió Baley al tiempo que le mostraba su tarjeta de policía.

–No conozco el sistema empleado en el departamento de policía; pero aquí las horas de la comida son muy estrictas, sin márgenes.

–Haré que le traigan su comida aquí –arguyó Baley.

–Vaya, vaya –comentó Clousarr sin alegría–, exactamente lo mismo que un aristócrata o un detective de la clase C. ¿Qué seguirá? ¿Algo mejor? ¿Baño privado?

–Guárdese sus bromas y limítese a contestar a las preguntas –interrumpió Baley–. ¿Dónde podemos hablar?

–Usted puede hacerlo en el cuarto de balanzas. En cuanto a mí, nada tengo que decir.

Baley gruñó, y luego volviéndose a Daneel, le indicó:

–¿Quieres ordenar que traigan algo de comida? Y espérame afuera.

–Se le quedó mirando hasta que salió, y después, dirigiéndose a Clousarr, preguntó:

–¿Eres un químico?

–Soy un zimologista, si no le importa.

–¿Cuál es la diferencia?

–Un químico es un catador de sopas, un operador mugriento. Un zimologista, en cambio, es un hombre que ayuda a que se conserven vivos miles de millones de seres humanos. Yo soy un especialista en el cultivo de levaduras.

–Muy bien, usted perdone –intentó ironizar Baley.

–Sí, señor, soy un zimologista –repitió Clousarr.

Baley retrocedió ante la arrogancia y el orgullo del otro individuo. Le espetó de pronto:

–¿Dónde estaba usted anoche entre las dieciocho y las veinte horas?

–Caminando –se encogió de hombros Clousarr–. Me agrada disfrutar de un paseíto después de comer.

–¿Visitó a algún amigo? ¿Fue a un subetérico?

–No. Me limité a caminar.

Baley apretó los labios. La diversión es un subetérico significaría una señal en la placa de raciones de Clousarr. La visita a algún amigo hubiese incluido el nombre de un hombre o de una mujer, y un medio de comprobación.

–Entonces, ¿nadie le vio?

–Quizás alguien me viese. No lo sé. No puedo saberlo.

–¿Y la noche anterior a ésa?

–Lo mismo.

–¿No tiene coartada para ninguna de las dos noches?

–Si hubiese cometido algún acto criminal, me habría preparado de seguro una coartada, lista para suministrársela. Además, ¿para qué necesito yo coartada?

Nada contestó Baley, y se puso a consultar su agenda.

–Estuvo en una ocasión ante un juez. ¿Provocando un motín?

–Muy bien, sí. Uno de esos robots pasó junto a mí empujándome. Le eché una zancadilla. ¿Eso es incitar un motín?

–El tribunal así lo juzgó. Se le sentenció y se le multó.

–El caso quedó concluido. ¿Acaso desea multarme de nuevo?

–Anteanoche hubo una especie de tumulto en una zapatería del Bronx. Se le vio a usted ahí.

–¿Quién me vio?

–Era su hora de comer aquí –aseguró Baley–. ¿Comió aquí como de costumbre anteanoche?

Al principio Clousarr titubeó. Luego meneó la cabeza.

–Tenía malestar de estómago. El olor de la levadura le descompone a uno. Ni siquiera los veteranos como yo pueden evitarlo.

–Anoche hubo un desorden en Williamsburg, y también le vieron allí. Me figuro que usted es un hombre importante en una organización medievalista no registrada.

–Tal vez sepa usted que estas figuraciones no son prueba alguna –sonreía impertérrito Clousarr.

–Le voy a sacar la verdad ahora mismo –farfulló Baley.

R. Daneel entró con una bandeja de alimentos.

–Ponla enfrente del señor Clousarr, Daneel –ordenó Baley. Y luego–: Señor Clousarr, deseo presentarle a Daneel Olivaw, mi socio.

Daneel extendió la mano diciendo:

–¿Cómo te va, Francis?

Clousarr no hizo movimiento alguno para estrechar la mano de Daneel. Éste mantuvo su actitud, y Clousarr comenzó a ruborizarse.

–Se está poniendo grosero, señor Clousarr –murmuró Baley con blandura–. ¿Es demasiado orgulloso para estrechar la mano a un detective?

–Si no le importa –repuso Clousarr–, tengo hambre.

–Daneel –reanudó Baley–, me parece que nuestro amigo está ofendido por tu actitud fría. No estás enojado con él, ¿verdad?

–Desde luego que no, Elijah –afirmó R. Daneel.

–Para demostrárselo, pásale el brazo sobre el hombro.

–Tendré sumo gusto en hacerlo –contestó R. Daneel, y se adelantó.

Clousarr hizo ademán de levantarse.

–¿Qué se proponen?

R. Daneel, sin inmutarse, le pasó el brazo.

Clousarr le dio un empellón, con impulso salvaje, echando para un lado el brazo de R. Daneel.

–¡Maldito seas, no me toques!

Saltó para atrás, retirándose. La bandeja de alimentos cayó al suelo con estrépito.

R. Daneel continuó su avance estólido hacia el zimologista que retrocedía. Baley se apostó en la puerta.

–¡Quite eso! –gritó Clousarr.

–¡Vaya modales! –comentó Baley–. Sepa que ese hombre es mi socio.

–¿Se refiere a ese maldito robot? –chilló Clousarr.

–Retírate, Daneel –ordenó Baley. Y luego, dirigiéndose a Clousarr–: ¿Qué le hace pensar que Daneel sea un robot?

–¡Cualquiera lo puede ver!

–Lo dejaremos a juicio del juez. Mientras tanto, nos va a explicar detalladamente cómo supo que Daneel es un robot, y también algunas otras cosas. Daneel, comunícate con el comisionado y dile que por favor vaya a su oficina. Hay un individuo al que debemos interrogar.

–Necesito un abogado –pidió Clousarr.

–Ya tendrá uno. Entretanto, dígame: ¿qué desean ustedes los medievalistas?

–¡La vuelta a la tierra! –gruñó Clousarr.

–¿Y cómo va a alimentar la Tierra a ocho mil millones de almas?

–No importa el tiempo que requiera; pero conviene que salgamos de estas bóvedas en que vivimos. ¡Al aire libre!

–¿Ha estado usted alguna vez al aire libre?

–No. Pero hay niños que nacen. Sáquenlos. ¡Déjenlos disfrutar del aire, del espacio, del sol!

–En otras palabras, retrocediendo a un pasado imposible, a las semillas, al huevo, a la matriz. ¿Por qué no seguir avanzando? En lugar de disminuir la población de la Tierra, podemos exportarla. ¡Colonizar otros planetas!

–¡Tonterías! –replicó Clousarr–. ¿Ponernos a colonizar mundos desiertos cuando tenemos el propio al alcance de nuestras manos? ¿Quiénes serían los tontos que lo intentasen?

–¡Muchos, y no serían tontos! Los robots nos ayudarían. –¡No! –protestó Clousarr con fiereza–. ¡Robots no!

–¿Por qué no? Aunque yo tampoco simpatizo con ellos, no voy a darme de puñaladas por un prejuicio. Si desea saber mi opinión, no se trata más que de un complejo de inferioridad. Todos nosotros nos sentimos inferiores a los espacianos, y lo resentimos. Hemos de sentirnos superiores para resarcirnos de ello, y nos mata el pensamiento de que no nos consideramos superiores ni a los robots. Nos parecen que son mejores .fue nosotros... ¡pero no lo son! ¡Y ésa es la maldita ironía que nos carcome!

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