–¿Tiene usted alguna otra explicación a la vista?
–Sí. Se me ocurre que un robot, por ejemplo, no tendría dificultad alguna en cruzar a campo abierto de un sitio a otro.
El doctor Gerrigel se puso en pie como impresionado.
–¿Insinúa usted que un robot pudo haber cometido el crimen?
–¿Por qué no?
–¿Asesinar a un ser humano?
–Sí, doctor, y le suplico que se siente.
Obedeciendo, el roboticista prosiguió:
–Señor Baley, aquí hay dos actos distintos: caminar a campo traviesa y asesinato. Un ser humano pudiera cometer el último con facilidad; pero le sería casi imposible efectuar el primero. Un robot podría emprender fácilmente la caminata; pero asesinar le resultaría una imposibilidad total. No pretenderá sustituir una teoría improbable por otra imposible...
–¡Imposible es una palabra muy fuerte, doctor!
–¿Sabe usted algo de la primera ley de la robótica, señor Baley?
–Por supuesto. Hasta se la puedo citar de memoria: «Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal». –Baley le apuntó bruscamente al roboticista con un dedo, y continuó–: ¿Por qué no se podría construir un robot sin imbuirle la primera ley? ¿Qué hay de sagrado en todo eso?
El doctor Gerrigel tuvo un sobresalto que intentó disimular.
–¡Oh, señor Baley...! –exclamó luego con una sonrisa.
–Bien, ¿cuál es la respuesta?
–Por descontado, señor Baley, si usted supiera algo acerca ,lo robótica, estaría al tanto de la tarea gigantesca que significa, tanto matemática como electrónicamente, la construcción de un cerebro positrónico.
–Tengo una ligera idea –repuso Baley. En realidad no podía regar que era un trabajo enorme.
–Entonces –reanudó el doctor Gerrigel–, debe saber que el patrón de la teoría básica incluye las tres leyes de la robótica: la primera ley, que acaba usted de citar; la segunda ley, que dice: «Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley», y la tercera ley, que s e
enuncia como sigue: «Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley».
–Perdona, Elijah –interpuso R. Daneel–, pero deseo saber si he captado bien lo que ha dicho el doctor Gerrigel. Nos trata usted de explicar que cualquier intento por construir un robot, cuyo mecanismo de cerebro positrónico no esté orientado en el sentido de las tres leyes, exigiría, ante todo, la sustentación de una teoría básica, y que esto, a su vez, resulta imposible a menos que se empleen varios años.
El roboticista pareció muy complacido.
–Eso es precisamente lo que pretendo indicar, señor...
–Daneel Olivaw –presentó Baley.
–Encantado, señor Olivaw. –El doctor Gerrigel extendió la mano y estrechó la de Daneel. Continuó–: Requeriría unos cincuenta años desarrollar la teoría básica de un cerebro positrónico no-asenio, es decir, uno en cuyas suposiciones fundamentales se derogaran las tres leyes, y concluirla en el punto preciso en que se pudiesen construir robots semejantes a los modelos modernos.
–¿Y eso no se ha hecho nunca? –interrogó Baley–. Hemos estado construyendo robots durante miles de años. En todo ese tiempo, ¿nadie, ningún grupo ha podido disponer de cincuenta años?
–Por supuesto que si –afirmó el roboticista–; pero no es la clase de trabajo que le interese emprender a nadie. La raza humana, señor Baley, posee un fortísimo complejo frankensteiniano. No se construyen robots desprovistos de la primera ley.
–Y, ¿ni siquiera existe teoría para ello?
–Hasta donde llegan mis conocimientos, no. Y mis conocimientos –añadió con una sonrisita de complacencia– son bastante extensos.
–Y un robot provisto con la primera ley, ¿no podría matar a un hombre?
–¡Nunca! A menos de que esa muerte fuese del todo accidental, o a menos de que fuera necesaria para salvar las vidas de dos hombres o más. En cualquier caso, la potencial positrónica exacerbada echaría a perder el cerebro irremediablemente.
–Muy bien –convino Baley– Todo esto representa la situación en la Tierra, ¿verdad?
–Efectivamente.
–Pero, ¿qué me dice de los Mundos Exteriores?
La certidumbre del doctor Gerrigel se desvaneció.
–No me atrevería a aventurar una opinión, pero estoy casi seguro de que si se delineasen cerebros positrónicos no-asenios o se planteara la teoría matemática, desde luego lo sabríamos.
–¿Lo sabríamos? Bueno, permítame seguir por otro camino. Mi pregunta es: ¿por qué robots humanoides? Se me ocurre que no conozco la razón de su existencia. ¿Por qué ha de tener un robot cabeza y cuatro miembros? ¿Por qué ha de tener aspecto, más o menos, de un hombre? ¿Por qué?
–La idea se fundamenta en base a la economía. La forma humana es la generalizada que tiene mayor éxito en la naturaleza. No somos un animal especializado, señor Baley, excepto por nuestros sistemas nerviosos y algunos otros detalles curiosos. Si desea un modelo capaz de hacer muchísimas y variadas cosas, lo mejor es proceder imitando la forma humana. Por ejemplo, un automóvil tiene sus palancas hechas de modo que puedan asirse y manejarse de manera más fácil con la mano humana y con sus pies, adoptando determinada forma y tamaño, sujetos al cuerpo por miembros de cierta longitud y coyunturas de un tipo especial. Hasta los objetos más sencillos, como las sillas y las mesas, los cuchillos y los tenedores están adaptados para cumplir con las exigencias de las medidas humanas y con su modo de operar. Es más fácil tener robots que imiten la forma humana, y no volver a delinear radicalmente la filosofía misma de nuestros instrumentos.
–Comprendo. Es muy razonable. Ahora bien, doctor, ¿no es cierto que los roboticistas de los Mundos Exteriores fabrican robots mucho más humanoides que los nuestros?
–Creo que sí.
–¿Pudieran manufacturar un robot tan humanoide que pasara por ser humano en condiciones ordinarias?
El doctor Gerrigel frunció el entrecejo y reflexionó.
–Supongo que sí podrían, señor Baley. Saldría terriblemente caro. Dudo que los beneficios fueran proporcionados.
–¿Se imagina usted que pudieran manufacturar un robot que lo engañara, a usted, hasta el punto de pensar que fuese humano? –prosiguió Baley inflexiblemente.
–Vamos, señor Baley –sonrió el roboticista–, permítame que lo dude. Cierto que en un robot hay algo más de lo que aparece a simple vista...
El doctor Gerrigel se quedó petrificado en mitad de su frase.
Despacio, muy despacio se volvió a R. Daneel, y su semblante sonrosado fue palideciendo.
–Oh, señor –murmuró–, ¡oh, señor!
Con una mano tocó tímidamente a R. Daneel en la mejilla. R. Daneel no se retiró, sino que contempló al roboticista con gran tranquilidad.
–Oh, señor –susurró como en un sollozo el doctor Gerrigel–. ¡Usted es un robot!
–Tiempo le costó a usted percatarse de ello –comentó Baley con acritud.
–No me lo esperaba. Nunca vi uno así. ¿Fabricación de los Mundos Exteriores?
–Sí –replicó Baley.
–Ahora resulta obvio. Su comportamiento. Su modo de hablar. No es una imitación perfecta, señor Baley.
–Pero buena, ¿no?
–¡Maravillosa! Dudo mucho de que a primera vista alguien la pueda reconocer como impostura. Le agradezco muchísimo que me lo haya enseñado. ¿Lo puedo examinar?
El roboticista se puso en pie con muestras de gran deseo. Baley le detuvo con un ademán de la mano.
–Un momento, doctor. ¡Por favor! Ante todo está el asunto del asesinato. ¿Comprende?
–Entonces, ¿fue verídico? –El doctor Gerrigel se mostró desilusionado, dejándolo traslucir–. Pensé que era sólo una argucia para mantener distraído mi cerebro y ver por cuánto tiempo se me podía mantener en el engaño...
–No es argucia, doctor Gerrigel. Dígame: al construir un robot tan humanoide como éste, con el propósito deliberado de hacerlo pasar por ser humano, ¿no resulta necesario proveerle de un cerebro con propiedades semejantes a las humanas?
–Sin duda alguna.
–Bien; y tal cerebro humanoide, ¿no pudiera muy bien carecer de la primera ley? Quizá quedó eliminada por casualidad. Los constructores pudieron conformar un cerebro sin la primera ley.
El doctor Gerrigel meneó vigorosamente la cabeza.
–No, no, ¡imposible!
–¿Está usted seguro? Podemos comprobar la segunda ley. Daneel, permíteme tu desintegrador.
–Aquí está, Elijah –asintió R. Daneel con tranquilidad, y se lo entregó, con la culata por delante.
–Ningún detective debe desprenderse de su desintegrador –anuncíó Baley–: pero un robot no tiene otra alternativa que obedecer a un ser humano.
–Excepto cuando su obediencia implica violar la primera ley –contradijo el doctor Gerrigel.
–¿Sabe usted, doctor, que Daneel desenfundó su desintegrador para amenazar a un grupo de hombres y mujeres, advirtiendo que iba a disparar?
–Pero no disparé.
–Concedido; pero la amenaza en sí resulta inusitada.
El doctor Gerrigel se mordió los labios, meditabundo.
–Debería conocer con exactitud las circunstancias de los hechos. Sólo así podría juzgar. De todos modos, me suena algo inesperado.
–R. Daneel se hallaba en la escena del asesinato cuando este se cometió; y si usted omite la posibilidad de que un terrícola se desplace a campo traviesa, llevando un arma consigo, sólo Daneel pudo haber ocultado el arma.
–¿Ocultado el arma? –preguntó el doctor Gerrigel.
–Permítame que se lo explique. No se halló en ningún sitio el desintegrador causante de la muerte. La escena del crimen se escudriñó de arriba abajo, y tampoco allí se halló. Sin embargo, no pudo desvanecerse como el humo. Sólo existe un sitio que no registraron.
–¿En dónde, Elijah? –preguntó R. Daneel.
Baley sacó su desintegrador y, manteniendo el cañón apuntando con firmeza en dirección al pecho del robot, explicó:
–¡En tu bolsa de alimentos, Daneel!
–No es exacto lo que afirmas –contradijo R. Daneel con calma.
–¿No? ¿Dejaremos que el doctor Gerrigel decida? ¿Qué opina usted, doctor?
–Señor Baley... –El roboticista, cuyas miradas fluctuaban alternativamente con indecisión entre el detective y el robot, quedó ahora fija en el ser humano.
–Le pedí un análisis autorizado de este robot –aclaró Baley–. Si usted necesita alguna pieza de equipo de la que ellos carezcan, yo se la conseguiré. Lo que me urge es una respuesta rápida y definitiva. ¿Qué me dice, doctor Gerrigel?
–No es difícil comprobar la primera ley.
–¿Puede explicarme cómo?
–Por supuesto. Se lo expondré mediante una analogía. Cuanto más importante y fundamental sea la propiedad a comprobar, más sencillo será el equipo a emplear. Lo mismo sucede con un robot. La primera ley es fundamental. Afecta absolutamente a todo. Si estuviera ausente, el robot no podría reaccionar debidamente a muchos hechos evidentes.
–Entonces, ¿cuál es su opinión? –interpeló Baley.
–Daneel está perfectamente provisto de la primera ley –afirmó el roboticista.
–Puede usted equivocarse –comentó Baley con acritud.
Baley no hubiese pensado jamás que el doctor Gerrigel se estirase, adoptando una posición aún más rígida que la habitual. Sin embargo, así lo hizo, y muy visible. Los ojos del especialista se endurecieron, alargándose y dejando ver apenas una rendija.
–¿Pretende usted enseñarme
a mí
mi trabajo?
–No he dicho que fuera usted incompetente –excusóse Baley–. Pero usted mismo acaba de decirnos que nadie sabe nada acerca de la teoría de los robots no-asenios.
–Sí, ya comprendo su punto de vista. A pesar de todo, puedo asegurarle que R. Daneel está perfectamente provisto de la primera ley.
–Entonces, circunscribámonos a los hechos. R. Daneel apuntó con un desintegrador a una multitud de seres humanos. Eso yo lo vi. Concediendo que no haya disparado, ¿no resultaría que, de todos modos, la primera ley lo hubiese forzado a una especie de neurosis? Pues nada de eso. Se le veía normal después del incidente.
El roboticista se frotó la barbilla.
–Sí, resulta algo anómalo.
–En absoluto –intervino R. Daneel, de pronto–. Socio Elijah, te ruego que examines el desintegrador que me quitaste.
Baley se quedó contemplando el desintegrador que conservaba en la mano izquierda.
–Abre la recámara y observa el cargador –instó R. Daneel–. Examínalo bien.
Baley sopesó sus probabilidades; colocó su propio desintegrador en la mesa junto a sí. Con un movimiento rapidísimo manipuló el desintegrador del robot.
–¡Está vacío! –murmuró como alelado.
–Efectivamente, no tiene ninguna carga –convino R. Daneel–. Si lo escudriñaras con mayor atención, te percatarías de que nunca ha tenido carga de ninguna especie. El desintegrador carece de cabeza de percutor y no se puede usar.
–¿Apuntaste a una multitud con un desintegrador descargado? –exclamó Baley con asombro.
–Tenía que portar un disparador o fracasar en mi papel de policía –explicó R. Daneel–. Sin embargo, llevar conmigo un desintegrador cargado y utilizable pudiera capacitarme para dañar a cualquier ser humano por accidente u otra causa, cosa que, por supuesto, no alcanzo ni a pensar. Ya entonces te lo hubiera aclarado; pero estabas muy molesto y no me habrías escuchado.
Baley siguió pasmado ante la contemplación del inútil desintegrador que tenía en la mano. Pronunció en voz muy baja:
–Creo que eso es todo, doctor Gerrigel. Muchísimas gracias por haberme ayudado en este asunto.
Baley se hallaba frente a un piscolabis que no acababa de devorar. Miraba sin ver, y sus pensamientos sobre los últimos sucesos le martilleaban cada vez con más insistencia.
Por dos veces había acusado a R. Daneel como a un asesino, y en ambas la acusación se dobló y se deshizo.
Una mano ruda sacudió el hombro de Baley.
–¡Lije! ¡Lije!
–¿Qué sucede, Phil? –replicó Baley estremeciéndose.
Philip Norris, un detective privado C-5, se sentó y escudriñó con atención las facciones de Baley.
–¿Qué? ¿Algún ascenso en camino? Ya sabes a lo que me refiero.
Baley frunció el entrecejo y sintió que volvía a la realidad. Norris igualaba aproximadamente su propia antigüedad, y vigilaba cualquier muestra de preferencia oficial que se desviara en dirección de Baley. Por lo tanto, repuso: