Como dos o tres días arreo habíamos entrado por la parte de nuestro real en la ciudad, sin otros tres o cuatro que habíamos entrado, y siempre habíamos victoria contra los enemigos, y con los tiros y ballestas y escopetas matábamos infinitos, pensábamos que de cada hora se movieron a nos acometer con la paz, la cual deseábamos como a la salvación; y ninguna cosa nos aprovechaba para los atraer a este propósito; y por los poner en más necesidad y ver si los podría constreñir de venir a la paz, propuse de entrar cada día en la ciudad y combatilles con la gente que llevaba por tres o cuatro partes, y hice venir toda la gente de aquellas ciudades del agua en sus canoas; y aquel día por la mañana había en nuestro real más de cien mil hombres nuestros amigos. E mandé que los cuatro bergantines, con la mitad de canoas, que serían hasta mil y quinientas, fuesen por la una parte; y que los tres, con otras tantas, que fuesen por la otra y corriesen toda la más de la ciudad en torno y quemasen y hiciesen todo el más daño que pudiesen. E yo entré por la calle principal adelante, y fallámosla toda desembarazada fasta las casas grandes de la plaza, que ninguna de las puentes estaba abierta, y pasé adelante a la calle que va a salir a Tacuba, en que había otras seis o siete puentes. E de allí proveí que un capitán entrase por otra calle con sesenta o setenta hombres, y seis de caballo fuesen a las espaldas para los asegurar; y con ellos iban más de diez o doce mil indios nuestros amigos; y mandé a otro capitán que por otra calle hiciese lo mismo, y yo, con la gente que me quedaba seguí por la calle de Tacuba adelante, y ganamos tres puentes, las cuales se cegaron, y dejamos para otro día las otras porque era tarde y se pudiesen mejor ganar, porque yo deseaba mucho que toda aquella calle se ganase, porque la gente del real de Pedro de Albarado se comunicase con la nuestra y pasasen de un real al otro y los bergantines ficiesen lo mismo. Y este día fue de mucha victoria, así por el agua como por la tierra, y hóbose algún despojo de los de la ciudad; en los reales del alguacil mayor y Pedro de Albarado se hobo también mucha victoria.
Otro día siguiente volví a entrar en la ciudad por la orden que el día pasado, y dionos Dios tanta victoria, que por las partes donde yo entraba con la gente no parecía ninguna resistencia; y los enemigos se retraían tan reciamente, que parecía que les teníamos ganado las tres cuartas partes de la ciudad, y también por el real de Pedro de Albarado les daban mucha priesa, y sin duda el día pasado y aqueste yo tenía por cierto que vinieran de paz, de la cual yo siempre, con victoria y sin ella, hacía todas las muestras que podía. Y nunca por eso en ellos hallábamos alguna señal de paz; y aquel día nos volvimos al real con mucho placer, aunque no nos dejaba de pesar en el alma, por ver tan determinados de morir a los de la ciudad.
En estos días pasados Pedro de Albarado había ganado muchas puentes, y por las sustentar y guardar ponía velas de pie y de caballo de noche en ellas, y la otra gente íbase al real, que estaba tres cuartos de legua de allí. E porque este trabajo era incomportable, acordó de pasar el real al cabo de la calzada que va a dar al mercado de Temixtitán, que es una plaza harto mayor que la de Salamanca, y toda cercada de portales a la redonda; e para llegar a ella no le faltaba de ganar sino otras dos o tres puentes, que eran muy anchas y peligrosas de ganar; y así, estuvo algunos días que siempre peleaba y veía victoria. E aquel día que digo en el capítulo antes deste, como vía que los enemigos mostraban flaqueza y que por donde yo estaba les daba muy continuos y recios combates, cebóse tanto en el sabor de la victoria y de las muchas puentes y albarradas que les había ganado, que determinó de les pasar y ganar una puente en que había más de sesenta pasos desfechos de la calzada, todo de agua, de hondura de estado y medio y dos; e como acometieron aquel mismo día y los bergantines ayudaron mucho, pasaron el agua y ganaron la puente, y siguen tras los enemigos, que iban puestos en huida. E Pedro de Albarado daba mucha priesa en que se cegase aquel paso porque pasasen los de caballo, y también porque cada día, por escrito y por palabra, le amonestaba que se ganase un palmo de tierra sin que quedase muy seguro para entrar y salir los de caballo, porque éstos facían la guerra. E como los de la ciudad vieron que no había más de cuarenta o cincuenta españoles de la otra parte, y algunos amigos nuestros, y que los de caballo no podían pasar, revuelven sobre ellos tan de súpito, que los hicieron volver las espaldas y echar al agua; y tomaron vivos tres o cuatro españoles, que luego fueron a sacrificar, y mataron algunos amigos nuestros. E al fin Pedro de Albarado se retrujo a su real; y como aquel día yo llegué al nuestro y supe lo que había acaecido, fue la cosa del mundo que más me pesó, porque era ocasión de dar esfuerzo a los enemigos y creer que en ninguna manera les osaríamos entrar. La causa por que Pedro de Albarado quiso tomar aquel mal paso fue, como digo, ver que había ganado mucha parte de la fuerza de los indios y que ellos mostraban alguna flaqueza, e principalmente porque la gente de su real le importunaban que ganase el mercado, porque aquél ganado, era toda la ciudad casi tomada, y toda su fuerza y esperanza de los indios tenían allí; y como los del dicho real de Albarado veían que yo continuaba mucho los combates de la ciudad, creían que yo había de ganar primero que ellos el dicho mercado; y como estaban más cerca dél que nosotros, tenían por caso de honra no le ganar primero. E por esto el dicho Pedro de Albarado era muy importunado, y lo mismo me acaecía a mí en nuestro real; porque todos los españoles me ahincaban muy recio que por una de tres calles que iban a dar al dicho mercado entrásemos, porque no teníamos resistencia, y ganado aquél temíamos menos trabajo; yo disimulaba por todas las vías que podía por no lo hacer, aunque les encubría la causa; y esto era por tos inconvenientes y peligros que se me representaban; porque para entrar en el mercado había infinitas azoteas y puentes y calzadas rompidás, y en tal manera, que en cada casa por donde habíamos de ir estaba hecha como isla en medio del agua.
Como aquella tarde que llegué al real supe del desbarato de Pedro de Albarado, otro día de mañana acordé de ir a su real para le reprehender lo pasado, y para ver lo que había ganado y en qué parte había pasado el real, y para le avisar lo que fuese más necesario para su seguridad y ofensa de sus enemigos. E como yo llegué a su real, sin duda me espanté de lo mucho que estaba metido en la ciudad y de los malos pasos y puentes que les había ganado; y visto, no le imputé tanta culpa como antes parecía tener, y platicado cerca de lo que había de hacer, yo me volví a nuestro real aquel día.
Pasado esto, yo fice algunas entradas en la ciudad por las partes que solía; y combatían los bergantines y canoas por dos partes, y yo por la ciudad por otras cuatro, y siempre habíamos victoria, y se mataba mucha gente de los contrarios, porque cada día venía gente sin número en nuestro favor. E yo dilataba de me meter más adentro en la ciudad; lo uno, por si revocarían el propósito y dureza que los contrarios tenían, y lo otro, porque nuestra entrada no podía ser sin mucho peligro, porque ellos estaban muy juntos y fuertes y muy determinados de morir. Y como los españoles veían tanta dilación en esto y que había más de veinte días que nunca dejaban de pelear, importunábanme en gran manera, como arriba he dicho, que entrásemos y tomásemos el mercado, porque ganado, a los enemigos les quedaba poco lugar por donde se defender, y que si no se quisieran dar, que de hambre y sed se morirían, porque no tenían qué beber sino agua salada de la laguna. Y como yo me excusaba el tesorero de vuestra majestad me dijo que todo el real afirmaba aquello y que lo debía hacer; y a él y a otras personas de bien que allí estaban les respondí que su propósito y deseo era muy bueno y yo lo deseaba más que nadie; pero que yo lo dejaba de hacer por lo que con importunación me hacía decir, que era que aunque él y otras personas lo hiciesen como buenos, como en aquello se ofrecía mucho peligro, habría otros que no lo hiciesen. Y al fin tanto me forzaron, que yo concedí que se haría en este caso lo que yo pudiese, concertándose primero con la gente de los otros reales.
Otro día me junté con algunas personas principales de nuestro real, y acordamos de hacer saber al alguacil mayor y a Pedro de Albarado cómo otro día siguiente habíamos de entrar en la ciudad y trabajar de llegar al mercado, y escribíles lo que ellos habían de hacer por la otra parte de Tacuba; y demás de lo escribir, para que mejor fuesen informados, enviéles dos criados míos para que les avisasen de todo el negocio; y la orden que habían de tener era que el alguacil mayor se viniese con diez de caballo y cien peones y quince ballesteros y escopeteros al real de Pedro de Albarado, y que en el suyo quedasen otros diez de caballo, y que dejase concertado con ellos que otro día, que había de ser el combate, se pusiesen en celada tras unas casas, y que hiciesen alzar todo su fardaje, como que levantasen el real, porque los de la ciudad saliesen tras dellos y la celada les diese en las espaldas. Y que el dicho alguacil mayor, con los tres bergantines que tenían y con los otros tres de Pedro de Albarado, ganasen aquel paso malo donde desbarataron a Pedro de Albarado, y diese mucha priesa en lo cegar, y que pasasen adelante, y que en ninguna manera se alejasen ni ganasen un paso sin lo dejar primero ciego y aderezado, y que si pudiesen sin mucho riesgo y peligro ganar hasta el mercado, que lo trabajasen mucho, porque yo había de hacer lo mismo; que mirasen que aunque esto les enviaba a decir, no era para los obligar a ganar un paso solo de que les pudiese venir algún desbarato o desmán; y esto les avisaba porque conocía de sus personas que habían de poner el rostro donde yo les dijese, aunque supiesen perder las vidas. Despachados aquellos dos criados míos con este recaudo, fueron al real, y hallaron en él a los dichos alguacil mayor y a Pedro de Albarado, a los cuales significaron todo el caso según que acá en nuestro real lo teníamos concertado. E porque ellos habían de combatir por una parte y yo por muchas, enviéles a decir que me enviasen setenta u ochenta hombres de pie para que otro día entrasen conmigo; los cuales con aquellos dos criados míos vinieron aquella noche a dormir a nuestro real, como yo les había enviado a mandar.
Dada la orden ya dicha, otro día, después de haber oído misa, salieron de nuestro real los siete bergantines con más de tres mil canoas de nuestros amigos; y yo con veinte y cinco de caballo y con la gente que tenía y los setenta hombres del real de Tacuba seguimos nuestro camino, y entramos en la ciudad, a la cual llegados, yo repartí la gente desta manera: había tres calles dende lo que teníamos ganado, que iban a dar al mercado, al cual los indios llaman Tianguizco, y a todo aquel sitio donde está llámanle Tlaltelulco; y la una destas tres calles era la principal, que iba a dicho mercado; y por ella dije al tesorero y contador de vuestra majestad que entrasen con setenta hombres y con más de quince o veinte mil amigos nuestros, y que en la retroguarda llevasen siete u ocho de caballo, y como fuesen ganando las puentes y albarradas las fuesen cegando; llevaban una docena de hombres con sus azadones y más nuestros amigos, que eran los que hacían al caso para el cegar de las puentes. Las otras dos calles van dende la calle de Tacuba a dar al mercado, y son más angostas, y de más calzadas y puentes y calles de agua. Y por la más ancha dellas mandé a dos capitanes que entrasen con ochenta hombres y más de diez mil indios nuestros amigos, y al principio de aquella calle de Tacuba dejé dos tiros gruesos con ocho de caballo en guarda dellos. E yo con otros ocho de caballo y con obra de cien peones, en que había más de veinte y cinco ballesteros y escopeteros, y con infinito número de nuestros amigos, seguí mi camino para entrar por la otra calle angosta, todo lo más que pudiese. E a la boca della hice detener a los de caballo y mandéles que en ninguna manera pasasen de allí ni viniesen tras mí si no se lo enviase a mandar primero; y yo me apeé, y llegamos a una albarrada que tenían del cabo de una puente, y con un tiro pequeño de campo y con los ballesteros y escopeteros se la ganamos, y pasamos adelante por una calzada que tenían rota por dos o tres partes. E demás destos tres combates que dábamos a los de la ciudad, era tanta la gente de nuestros amigos que por las azoteas y por otras partes les entraban, que no parecía que había cosa que nos pudiese ofender. E como les ganamos aquellas dos puentes y albarradas y la calzada los españoles, nuestros amigos siguieron por la calle adelante sin se les amparar cosa ninguna, y yo me quedé con obra de veinte españoles en una isleta que allí se hacía porque veía que ciertos amigos nuestros andaban envueltos con los enemigos, y algunas veces los retraían hasta los echar al agua, y con nuestro favor revolvían sobre ellos. E demás desto, guardábamos que por ciertas traviesas de calles los de la ciudad no saliesen a tomar las espaldas a los españoles que habían seguido la calle adelante; los cuales en esta sazón me enviaron a decir que habían ganado mucho y que no estaban muy lejos de la plaza del mercado; que en todo desto querían pasar adelante, porque ya oían el combate que el alguacil mayor y Pedro de Albarado daban por su estancia. E yo les envié a decir que en ninguna manera diesen paso adelante sin que primero las puentes quedasen muy bien ciegas: de manera que si tuviesen necesidad de se retraer el agua no les ficiese estorbo ni embarazo alguno, pues sabían que en todo aquello estaba el peligro; y ellos me tornaron a decir que todo lo que habían ganado estaba bien reparado; que fuese allá y lo vería si era así. E yo con recelo que no se desmandasen y dejasen ruin recaudo en el cegar de las puentes, fui allá, y hallé que habían pasado una quebrada de la calle que era de diez o doce pasos de ancho, y el agua que por ella pasaba era de hondura de más de dos estados, y al tiempo que la pasaron habían echado en ella madera y cañas de carrizo, y como pasaban pocos a pocos y con tiento, no se había hundido la madera y cañas; y ellos con el placer de la victoria iban tan embebecidos que pensaban que quedaba muy fijo. E al punto que yo llegué a aquella puente de agua cuitada vi que los españoles y muchos de nuestros amigos venían puestos en muy gran huida, y los enemigos como perros dando en ellos; y como yo vi tan gran desmán, comencé a dar voces
tener, tener
; y ya que yo estaba junto al agua, halléla toda llena de españoles y indios, y de manera que no parecía que en ella hobiesen echado una paja; e los enemigos cargaron tanto, que matando en los españoles, se echaban al agua tras ellos; y ya por la calle del agua venían canoas de los enemigos y tomaban vivos los españoles. E como el negocio fue tan de súpito y vi que mataban la gente, determiné de me quedar allí y morir peleando; y en lo más aprovechábamos yo y los otros que allí estaban conmigo era en dar las manos a algunos tristes españoles que se ahogaban, para que saliesen afuera; y los unos salían heridos, los otros medio ahogados, y otros sin armas, y enviábalos que fuesen adelante; y ya en esto cargaba tanta gente de los enemigos, que a mí y a otros doce o quince que conmigo estaban nos tenían por todas partes cercados. E como yo estaba muy metido en socorrer a los que se ahogaban, no miraba ni me acordaba del daño que podía recibir; y ya me venían a asir ciertos indios de los enemigos, y me llevaran, si no fuera por un capitán de cincuenta hombres, que yo traía siempre conmigo, y por un mancebo de su compañía, el cual, después de Dios, me dio la vida; e por dármela como valiente hombre, perdió allí la suya. En este comedio, los españoles que salían desbaratados íbanse por aquella calzada delante, y como era pequeña y angosta y igual a la agua, que los perros la habían hecho así de industria y iban por ella también desbaratados muchos de los nuestros amigos, iba el camino tan embarazado y tardaban tanto en andar, que los enemigos tenían lugar de llegar por el agua de la una parte y de la otra y tomar y matar cuantos querían. Y aquel capitán que estaba conmigo, que se dice Antonio de Quiñones, díjome: «Vamos de aquí y salvemos vuestra persona, pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros puede escapar»; y no podía acabar conmigo que me fuese de allí. Y como esto vio, asióme de los brazos para que diésemos la vuelta, y aunque yo holgara más con la muerte que con la vida, por importunación de aquel capitán y de otros compañeros que allí estaban nos comenzamos a retraer peleando con nuestras espadas y rodelas con los enemigos, que venían hiriendo en nosotros. Y en esto llega un criado mío a caballo, y hizo algún poquito de lugar; pero luego desde una azotea baja le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron dar la vuelta; y estando en este tan gran conflicto, esperando que la gente pasase por aquella calzadilla a ponerse en salvo, y nosotros deteniendo los enemigos, llegó un mozo mío con un caballo para que cabalgase, porque era tanto el lodo que había en la calzadilla de los que entraban y salían por el agua que no había persona que se pudiese tener, mayormente con los empellones que los unos a otros se daban para salvarse. E yo cabalgué, pero no para pelear, porque allí era imposible podello hacer a caballo; porque si pudiera ser, antes de la calzadilla, en una isleta se habían hallado los ocho de caballo que yo había dejado, y no habían podido hacer menos de se volver por ella; y aun la vuelta era tan peligrosa, que dos yeguas en que iban dos criados míos cayeron de aquella calzadilla en el agua, y la una mataron los indios y la otra salvaron unos peones; y otro mancebo criado mío, que se decía Cristóbal de Guzmán, cabalgó en un caballo que allí en la isleta le dieron para me lo llevar, en que me pudiese salvar, y a él y al caballo antes que a mí llegase mataron los enemigos; la muerte del cual puso a todo el real en tanta tristeza, que hasta hoy está reciente el dolor de los que lo conocían. E ya con todos nuestros trabajos, plugo a Dios que los que quedamos salimos a la calle de Tacuba, que era muy ancha y recogida la gente, yo con nuevo caballo me quedé en la retroguarda; y los enemigos venían con tanta victoria y orgullo que no parecía sino que ninguno habían de dejar a vida; y retrayéndome lo mejor que pude, envié a decir al tesorero y al contador que se retrujesen a la plaza con mucho concierto: lo mismo envié a decir a los otros dos capitanes que habían entrado por la calle que iba al mercado; y los unos y los otros habían peleado valientemente y ganado muchas albarradas y puentes, que habían muy bien cegado, lo cual fue causa de no recibir daño al retraer. E antes que el tesorero y contador se retrujesen, ya los de la ciudad, por encima de una albarrada donde peleaban, les habían echado dos o tres cabezas de cristianos, aunque no supieron por entonces si eran de los del real de Pedro de Albarado o del nuestro. Y recogidos todos a la plaza, cargaba por todas partes tanta gente de los enemigos sobre nosotros que teníamos bien qué hacer en los desviar, y por lugares y partes antes deste desbarato no osaran esperar a tres de caballo y a diez peones; y incontinente, en una torre alta de sus ídolos, que estaba allí junto a la plaza, pusieron muchos perfumes y sahumerios de unas gomas que hay en esta tierra, que parece mucho a ánime, lo cual ellos ofrecen a sus ídolos en señal de victoria; y aunque quisiéramos mucho estorbárselo, no se pudo hacer, porque ya la gente a más andar se iban hacia el real. En este desbarato mataron los contrarios treinta y cinco o cuarenta españoles y más de mil indios nuestros amigos, y hirieron más de veinte cristianos, y yo salí herido en una pierna; perdióse el tiro pequeño de campo que habíamos llevado, y muchas ballestas y escopetas y armas. Los de la ciudad, luego que hubieron la victoria, por hacer desmayar al alguacil mayor y Pedro de Albarado, todos los españoles vivos y muertos que tomaron los llevaron al Tatelulco, que es el mercado, y en unas torres altas que allí están, desnudos los sacrificaron y abrieron por los pechos, y les sacaron los corazones para ofrecer a los ídolos: lo cual los españoles del real de Pedro de Albarado pudieron ver bien de donde peleaban, y en los cuerpos desnudos y blancos que vieron sacrificar conocieron que eran cristianos; y aunque por ello hubieron gran tristeza y desmayo, se retrajeron a su real, habiendo peleado aquel día muy bien y ganado casi hasta el dicho mercado; el cual aquel día se acabara de ganar si Dios, por nuestros pecados, no permitiera tan gran desmán; nosotros fuimos a nuestro real con gran tristeza, algo más temprano que los otros días nos solíamos retraer, y también porque nos decían que los bergantines eran perdidos, porque los de la ciudad, con las canoas, nos tomaban las espaldas, aunque plugo a Dios que no fue así, puesto que los bergantines y las canoas de nuestros amigos se vieron en harto estrecho; y tanto, que un bergantín se erró poco de perder, y hirieron al capitán y maestre dél, y el capitán murió desde a ocho días. Aquel día y la noche siguiente los de la ciudad hacían muchos regocijos de bocinas y atabales, que parecía que se hundían, y abrieron todas las calles y puentes del agua como de antes las tenían, y llegaron a poner sus fuegos y velas de noche a dos tiros de ballesta de nuestro real; y como todos salimos tan desbaratados y heridos y sin armas, había necesidad de descansar y rehacernos. En este comedio los de la ciudad tuvieron lugar de enviar sus mensajeros a muchas provincias a ellos sujetas, a decir cómo habían habido mucha victoria y muerto muchos cristianos, y que muy presto nos acabarían; que en ninguna manera tratasen paz con nosotros; y la creencia que llevaban eran las dos cabezas de caballos que mataron y otras algunas de los cristianos, las cuales anduvieron mostrando por donde a ellos parecía que convenía, que fue mucha ocasión de poner en más contumacia a los rebeldes que de antes; mas con todo, porque los de la ciudad no tomasen más orgullo ni sintiesen nuestra flaqueza, cada día algunos españoles de pie y de caballo, con muchos de nuestros amigos, iban a pelear a la ciudad, aunque nunca podían ganar más de algunas puentes de la primera calle antes de llegar a la plaza.