Ciudad de Dios (22 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Berenice miró a su marido. Le hubiera gustado hablar con él, pero de su boca no salió palabra alguna. Sólo pudo llorar y abandonarse a los temblores de su cuerpo. Inferninho deambulaba por aquellas míseras cuatro paredes que constituían su hogar. Si el cabrón del policía descubría su guarida, podría sorprenderlo durmiendo. Para colmo, el marica de su hermano había regresado vestido de mujer. Ari era un cáncer que le corroía el estómago. ¿Qué hacía aquel hijo de puta en el baile? ¡Su lugar estaba en la zona del puterío! ¿Por qué la ráfaga de Cabeça de Nós Todo no le había arrancado la cabeza? Sólo así dejaría de toparse con su hermano.

Berenice entró en el cuarto de baño, se lavó la sangre del brazo, se echó agua en la cara y volvió al sofá. Su marido estaba sentado en el suelo, entre la sala y la cocina. Berenice pensó en proponerle que se fueran de allí en ese mismo instante, pero sabía que no serviría de nada. Inferninho era obstinado. Si quería irse, tendría que hacerlo sola. Aun sabiendo que su marido detestaba verla llorar, no pudo evitar que nuevas lágrimas surcaran su rostro.

Inferninho miraba fijamente una hormiga muerta. No podía recriminarle a Berenice que llorara. Ella le había salvado la vida; es más, casi había perdido la suya en el intento. Tal vez si él también se abandonase al llanto, algo de su ser se modificaría, pero los hombres no lloran y menos aún delante de una mujer. Un hombre que llora es un maricón, como Ari. La lamparilla del santo vacilaba con el viento. Oyó el ruido de un coche y preparó la pistola. Si era Cabeça de Nós Todo, se liaría a tiros con él hasta que uno de los dos muriese. El coche pasó. Su mente regresó a su hermano. Por un instante, un vago sentimiento de ternura recorrió su alma, pero segundos después el odio que sentía hacia él se reavivó. ¿Por qué había aparecido por el barrio aquel julandrón? Jamás le confesaría a nadie, ni siquiera a la
pombagira
, que aquel desgraciado tenía su misma sangre. Sólo la conversación de algunos que pasaban por la calle quebraba el silencio. Se acercó a su compañera y, aunque no pretendía abrazarla, ella abrió los brazos. Permaneció abrazado a Berenice, sufriendo en silencio.

El domingo amaneció lluvioso, aunque allá por Barra da Tijuca unos tímidos rayos de sol se elevaban un poco por encima del horizonte. Ferroada fue a casa de Inferninho para llevarle una caja de balas y el fusil automático. Le pareció una cabronada dejar a Inferninho sólo con la 45, cuando el enemigo contaba con una ametralladora. Mientras conversaba con su amigo sobre el fusil, dejó caer algunas advertencias y amenazas. Pasaron una media hora examinando el arma. Resultaba sencillo manejarla. Además de los tiros de repetición, también disparaba ráfagas. Inferninho, agradecido, decidió invitar a su amigo a una cerveza y a un porro. Caminaron fumando por las callejuelas, bajo chaparrones de una lluvia casi muerta. Ambos iban vestidos con pantalones y chaquetas Lee. Inferninho llevaba la 45 y un 38 de cañón largo, mientras que Ferroada llevaba solamente un 32. Subieron por la Rua do Meio. El porro se estaba acabando y decidieron apurarlo. Inferninho sacó un cigarrillo y le quitó algo de tabaco; metió la colilla del porro en el cigarrillo, le dio dos caladas y se lo pasó a Ferroada.

El domingo avanzaba, y seguía abierto el Bonfim para algunos rezagados de la noche. Las personas que se cruzaban con ellos se alejaban rápidamente por temor a que en cualquier momento hubiese un tiroteo. Beth Carvalho cantaba en el tocadiscos del bar de Paulo da Bahia. Torquato abrió una cerveza. Brindaron. Ferroada pidió a Inferninho que utilizase el fusil sólo una vez. Si Cabeça de Nós Todo veía el arma, Inferninho tenía que matarlo, y si al poli le acompañaban otros agentes, también tenía que cargárselos. Nadie debía enterarse de la existencia del fusil, y mucho menos la pasma; de otro modo, todo se arruinaría. Mirándole fijamente a los ojos, Ferroada advirtió a su amigo de que, en caso de que lograse matar a Cabeça de Nós Todo, tendría que rajar el fiambre y sacarle la bala para no dejar prueba del arma empleada en el tiroteo.

Lúcia Maracaná se acercó. Miró a Inferninho, se dirigió hacia la barra, pidió una cerveza y se la tomó lentamente. Inferninho le preguntó qué le ocurría. Maracaná le dijo que estaba muy preocupada por él: Cabeça de Nós Todo se había presentado en el club asegurando que muy pronto el Diablo tendría carne fresca y que sólo se iría a dormir después de matarlo. Inferninho vació su jarra de cerveza de un trago. Miró a Ferroada y le sonrió con gesto cómplice. Lúcia Maracaná continuó. Les habló del travesti que salió del club despavorido al oír los disparos. Inferninho sintió un escalofrío. Todos habían visto a Ari.

Aquella loca descarada había tenido el valor de aparecer por su barrio. En cuanto lo viese le dispararía a los pies. Desvió el tema de la conversación y enseguida se despidió. Se quedó en casa el resto del día.

El lunes amaneció con un sol radiante. Cabeça de Nós Todo llegó a comisaría antes de lo acostumbrado. Dio los buenos días con desgana, se cambió, cogió el chumino —así llamaba a su ametralladora—, lo examinó, lo cargó, cogió más munición del armario y se precipitó hacia la calle. Había pasado una mala noche; había tenido unas pesadillas horribles en las que aparecía Inferninho apuntándole al pecho con la pistola y ordenándole que se echase al suelo. Se despertó antes de las dos de la mañana y ya no pudo volver a conciliar el sueño. Aunque su determinación de liquidar al maleante era mucho más fuerte que en días anteriores, caminaba con despreocupación, dejando que sus ojos vagasen por callejuelas, calles y callejones. Estaba triste, aquella pesadilla no presagiaba nada bueno. Siempre que soñaba cosas malas, algo malo ocurría. Su tristeza no sólo se debía a la noche que había tenido, sino también a la carta que su mujer le había escrito y en la que aseguraba que jamás regresaría a Río de Janeiro. Le decía que estaba cansada de aquella vida llena de muertes y que había decidido que nunca volvería a dormir con un hombre para el que el arma era como un apéndice del cuerpo, un hombre sin paz de espíritu, un asesino. Añadía, además, que quería pasar las noches sin tener que levantarse sobresaltada y asustada por los ruidos del mundo. No poder estar nunca segura de la vuelta de su marido a casa al acabar cada día le había provocado aquella úlcera incurable. No poder andar por la calle despreocupada la condenó al aislamiento, sin un mínimo de tranquilidad. Ser mujer de un policía militar ahuyentaba a las amistades. Vivía recluida en casa y, si protestaba mucho, la maltrataba.

Cabeça de Nós Todo rezumaba odio; se sentía traicionado. Caminaba cabizbajo, pensando más en su mujer que en Inferninho. Manguinha y Verdes Olhos apagaron un porro y pasaron cerca de él sin que los viese. Entró en la Rua do Meio y cruzó por detrás del mercado. Ceará siempre había sido un lugar duro para él. Allí, en todas las etapas de su infancia, había pasado hambre. Siendo todavía un niño, se despertaba de madrugada para currar, lo que sólo le dejaba la tarde libre para estudiar en la única escuela de la región, a más de cuarenta y cuatro kilómetros de su casa. La muerte de su padre acabó de estropearle la vida, porque comenzó a ver a su madre haciendo cualquier clase de trabajo para dar de comer a sus hijos. Dobló por una plaza y entró en la calle del brazo derecho del río. Podría haber sido carpintero, como su hermano menor. Tomó el camino que seguía la orilla del río. Quien nace en la miseria se convierte, por nacimiento, en candidato a todo. Dobló a la izquierda y deambuló por aquella zona con paso cansino y lento. En el fondo, no le gustaba ser policía; lo cierto era que todos le temían, cuando no le odiaban. Así de simple. Encendió un cigarrillo. Pero ser policía era mucho mejor que aguantar a borrachos detrás de la barra de un bar; lo sabía por propia experiencia, adquirida en un céntrico bar de Río donde trabajó antes de ingresar en el cuerpo. Caminaba por en medio de la calle, cosa que nunca hacía. Recordó las veces en que, poco después de llegar a Río, se vio obligado a husmear en los cubos de la basura para encontrar algo que llevarse a la boca. Dobló por una callejuela donde algunos muchachos se estaban fumando un canuto en la esquina. Les dio el alto, pero su grito únicamente provocó una carrera. No tenía ánimos para perseguir a nadie. Sólo entraría en acción si se topaba con Inferninho. Su hijo había muerto de tuberculosis. Entró en un barucho, pidió cachaza con vermú y se fue sin pagar. Aquel teniente que lo colocó en la policía militar siempre le pedía favores, o que matara a fulanito o a menganito; un día lo mandaría al quinto infierno. Cruzó otra plaza. Su mujer lo había traicionado. Entró en otro bar y se tomó otra cachaza con vermú. La mayor cicatriz de su cuerpo se la dejó su padrastro, que le quitó a su madre y lo sacó de la escuela para que se pasase todo el día currando. Volvió a entrar en otro bar, donde se tomó la tercera cachaza con vermú. La miseria en el sertón de Ceará acabó definitivamente con los deseos más profundos de su joven vida, le cortó las alas en pleno vuelo. Pasó por el Bonfim. Se casó por lo civil y por la Iglesia. De pronto, se le ocurrió que podría regresar a su tierra natal. Su madre murió por la picadura de una serpiente. Empezó a estornudar. Cargaba con más de treinta muertes, aunque la mayoría de las víctimas habían sido criollos. Los estornudos cesaron. Quería que su mujer volviese. Se sonó. Se tomó un trozo de chorizo. Su padre pegaba a su madre. Siguió por la Rua do Meio. Su padrastro también. Un día agarraría a algún rufián que hubiera robado más de diez millones, se quedaría con el botín y pediría la baja. Llegó a los Dúplex. Si se hubiese mudado, su mujer no lo habría abandonado. Entró por las Últimas Triagens. Nunca pagaría un alquiler. Algunos maleantes salieron a la carrera. Tiró a matar. Conocía a una puta de la zona que se enorgullecía de haber mantenido a su familia trabajando con el pene. Fue hacia la calle de la orilla del río. Encendió otro cigarrillo. Su tío había sido policía en Ceará. Toda su familia era una casta de valientes. Agujerearía el cuerpo de Inferninho con más de cincuenta balazos. Hacía un calor sofocante. Al llegar a la esquina, dobló a la izquierda. Nunca tuvo miedo a nadie. Su padrino era un hombre influyente, un hacendado que poseía muchas reses y que vivía en el interior de Ceará. Si regresase a su tierra natal, tendría trabajo seguro, aunque, pensándolo mejor, tal vez podría conseguir otra mujer: aún tenía virilidad para engendrar hijos. Dobló a la derecha. El sol se escondió detrás de una nube. Su mujer lo había abandonado. Pensó en refugiarse en su casa para llorar a escondidas la pérdida de su esposa. Lloriquear era su único desahogo. Buscaba sosiego y encontró la muerte.

El asesino se acercó lentamente para darle el tiro de gracia. Acto seguido, ordenó a un carretero que se bajase del carro. Puso el cuerpo de Cabeça de Nós Todo en el carro sin delicadeza alguna. El asesino disparó un tiro para espantar al caballo, que salió a todo correr por las calles de la barriada; iba dejando un rastro de sangre por las rectas de la tarde, ahora de un rojo encendido. Las gentes seguían al carro y se amontonaban para ver el cadáver. El cuerpo de Cabeça de Nós Todo era un Bica Aberta para siempre. El caballo paraba de vez en cuando, pero siempre había alguien que lo fustigaba, dando continuidad al espectáculo. El cortejo cogió la Rua do Meio. Algunos maleantes dispararon al difunto y la sangre chorreó con fuerza, con lo que el crepúsculo de octubre se tornó aún más rojizo. La madre de un porrero asesinado por el policía aprovechó la ocasión para escupir sobre su cadáver. Aquel gesto le granjeó una ovación. El carro entró en la calle del brazo derecho del río. La multitud creció. Algunos pensaban que habían perdido a un buen policía. Ferroada interceptó el cortejo y registró el cadáver en busca de armas. Sólo encontró diez cruzeiros. El carro prosiguió su camino, dobló la esquina y llegó a la
quadra
Trece. La fiesta tomó otro cariz: la gente le tiraba piedras, le arrojaba bolsas de basura y le golpeaba con palos. Era una tarde sin viento.

El cortejo fúnebre lo siguió hasta la taberna de Chupeta, donde una patrulla puso fin al espectáculo.

El asesino de Cabeça de Nós Todo había matado a éste cuando se disponía a atracar una tienda de materiales de construcción. De pronto, había divisado al policía, que caminaba cabizbajo por la calle. Ante la oportunidad de liquidar al criminal que había asesinado a su hermano, se olvidó del atraco; se agachó detrás de un coche, apuntó y reventó la cabeza del policía militar. Regresó a Vila Sapé, donde vivía, muy satisfecho por la venganza cumplida; de propina, se llevó el chumino.

Inferninho se enteró del suceso a través de su esposa, pero no salió a contemplar el cadáver. En lugar de eso, se quedó en casa y lo celebró fumándose un porro y bebiendo cerveza.

Una semana después de la muerte de Cabeça de Nós Todo, Busca-Pé observaba con una mirada una pizca triste el movimiento de los tractores y de las palas mecánicas en una parcela deshabitada, detrás de los bloques de pisos. Aquel lugar había sido testigo de la mayoría de sus juegos. Se encontraba situado junto al caserón con piscina, un caserón embrujado, donde estaban el guayabal, las jaboticabas y los aguacates. La lluvia había vuelto y lloraba por Busca-Pé, quien, pese a la desolación que la destrucción de las huellas de su infancia le provocaba, miraba fascinado las maniobras de las máquinas que arrasaban plantas de boldo, sensitivas, bellas de las once, anises y girasoles. Era demasiado joven para apreciar hasta qué punto las palas mecánicas se llevaban su infancia. Así, se pasó el día ofreciendo agua fresca a los trabajadores y pidiéndoles que le dejaran dar una vuelta en el tractor.

Un lunes, Barbantinho y Busca-Pé conversaban apoyados en la pared de un edificio para evitar que el viento frío procedente de Barra da Tijuca les cortara los labios.

—Japão dice que el barón de Tacuara y su mujer aparecen todas las medianoches en el caserón de la Gabinal montados en un carruaje —comentó Barbantinho con los ojos desorbitados.

—Mentira, esas historias de aparecidos y almas del otro mundo son mentira. Japão lo ha dicho para tomaros el pelo.

—Pero no es el único. Todo el mundo lo dice. El barón, emperifollado y con una enorme barba azul, aparece en un carruaje, se dedica a pasear por la finca y, cuando está a punto de amanecer, se convierte en humo. ¡Seguro que es verdad! —concluyó Barbantinho.

—A mí no me interesan esas tonterías, ¿vale?

—¿Te atreves a ir hoy a medianoche? —le desafió Barbantinho.

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