Ciudad de Dios (19 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Sobre las cinco, el delincuente le tiró los tejos y la mulata correspondió. Se fueron directos a un motel de la autovía Catonho. Hasta pasadas las ocho Tutuca no consiguió hacer el amor y, cuando terminó, comió algo para poder volver a entregarse a aquel cuerpo ambarino. Tan ensimismado estuvo que en ningún momento se acordó del trato que había hecho con el Diablo.

Tutuca abandonó el motel preocupado. Cuando se acordó del Demonio ya era la medianoche pasada. Era la primera vez que le fallaba, aunque suponía que no tendría problemas con el jefe del infierno, pues en varias ocasiones le había entregado almas de propina. La madrugada estaba desierta. Se bajó del taxi en Allá Enfrente y comenzó a caminar con prisa por la Rua Principal mientras comprobaba las armas. Laranjinha y Acerola estaban en el
Batman
tomándose unas cervezas. Tutuca se encontraba a escasos cien metros de ellos. Al pasar frente a la casa de Laranjinha, se le cruzó por la mente la idea de esperar a que ese porrero de mierda entrase y cargárselo en su propia cama; tras pensárselo dos veces, resolvió que sería mejor matar al paraibano y quedarse con su mujer para siempre. Viviría con ella y la trataría como a una esclava, porque la mujer es como un perro: con el paso del tiempo se acostumbra a los nuevos amos. Arreglaría la casa, poniendo lo mejor de lo mejor, y la mandaría al salón de belleza todos los fines de semana. A las mujeres, lo que de verdad les gusta es el dinero y una polla dura. Aquella tipa bien que se meneó en su rabo la otra vez; no le cabía duda de que había disfrutado; de lo contrario, no se habría corrido. Tutuca pasó por delante de unos porreros sin advertir su presencia. Parecía no pisar el suelo, de tan rápido que iba. El Diablo era un tipo estupendo: vería que se le había pasado la hora, pero que había llegado justo en el momento en que se había acordado del trato.

Entró en la Rua do Meio con el corazón más veloz que los pasos. Era macho hasta la médula, pues se había tirado a la mulata y sólo de pensar en la paraibana se empalmaba. Se quedaría con las dos. Cruzó el brazo derecho del río y no vio nada ni a nadie que distrajese su atención. Abrió el portón de madera sin hacer el menor ruido. Caminó lentamente hasta el reloj eléctrico de la alarma y lo desconectó. El frío de aquella noche no le ayudó a manipular el alambre que utilizó para abrir la ventana de la sala. Primero metió la cabeza, después el resto de su cuerpo delgado. Dentro de la casa reinaba el silencio. Tutuca se hallaba en su salsa. Cuando abrió la cortina del dormitorio de la pareja, comprobó que en la cama sólo estaba la mujer. Regresó a la sala y recorrió las otras habitaciones, pero no encontró a nadie. Entró de nuevo en el dormitorio. Primero acarició los muslos de la mujer y notó cómo su pene estallaba dentro del gayumbo; después se inclinó para darle unos mordisquitos en el cuello. La paraibana se revolvía en la cama farfullando sonidos sibilantes. Tutuca dejó el revólver encima de la mesilla de noche y comenzó a desnudarse. La mujer ni siquiera abrió los ojos, tan sólo se removió en la cama, lo que excitó aún más a Tutuca y, en ese momento preciso, el paraibano se precipitó desde las maderas que sostenían las tejas con un cuchillo en la mano. La primera cuchillada desgarró el pulmón izquierdo de Tutuca; la segunda, el derecho. La tercera, la cuarta y la quinta le destrozaron el corazón. Las otras no sirvieron ya de nada, salvo para descargar la ira de la venganza que se cumplía.

Solamente Maracaná se atrevió a ir al entierro para que Tutuca no fuera sepultado sin lágrimas. El resto de los amigos prefirió no presentarse por temor a que la policía hiciese una redada en el cementerio. En su velatorio no tuvo batucada ni se jugó a los chinos, no hubo bebida, marihuana, cocaína ni promesas de venganza. Los padres de Tutuca se enteraron de la muerte de su hijo ocho días después del sepelio. El paraibano se mudó a Paraíba con su esposa. Contaba que había pasado a cuchillo a un carioca hijo de puta.

Los días corrían, marcaban rastros, amontonaban recuerdos, dejaban morir esperanzas incumplidas a lo largo del camino. Mineiro, un amigo de Martelo e Inferninho, les había dicho que un colega suyo trabajaba como cajero en un asador de la plaza de Tacuara. Era un buen soplo.

Quedaron en que atracarían el asador el domingo siguiente. Inferninho tuvo que matar a un conductor para hacerse con el coche de éste. El atraco se llevó a cabo sin ningún contratiempo. Salieron despacio para no levantar sospechas, pero cuando llegaron a la Gabinal aumentaron la velocidad. Martelo consideró la posibilidad de apearse del coche y bajar por Quintanilla, pero se imaginó las recriminaciones que su amigo le lanzaría: que era un cagueta, que sólo sabía hablar e incluso que era gafe. Continuaron hasta el final de la carretera sin ningún sobresalto. La sensación de triunfo les arrancaba risas. Inferninho comentó que llevaría el coche a un amigo para que lo desmontase y así se sacarían un dinerillo extra. Siguieron por la orilla del río para no pasar por delante de la comisaría y doblaron por la calle del brazo derecho del río. La felicidad hay que vivirla intensamente, por eso se detendrían en casa de Tê y comprarían veinte saquitos de marihuana para celebrarlo. Todo iba a pedir de boca hasta que un coche patrulla de la brigada de robos y hurtos los vio. Al principio, Inferninho mantuvo el coche a baja velocidad para no despertar las sospechas de la policía, e incluso evitaron mirar a los agentes a fin de no dar el cante. Pero de nada les sirvió la estratagema.

Los policías comenzaron a perseguirlos. Inferninho metió segunda y aceleró cuanto pudo. Entraban y salían de las calles de la barriada mientras las ráfagas de la ametralladora acribillaba el maletero del Opala. Era imposible responder. Ganaron terreno en la Rua do Meio. En las Ultimas Triagens, abandonaron el coche, pasaron por el Dúplex y llegaron al matorral. Los policías se dividieron: dos se quedaron de guardia junto al coche abandonado; los otros tres se perdieron en la persecución. En el bosque, los atracadores se mantuvieron en silencio. Sólo pensaban en la protección de los echús. El tiempo transcurría lento y sus corazones latían con fuerza, pero al fin, viendo que no aparecía la pasma, remitió el nerviosismo que les consumía. Los pensamientos de Inferninho tomaban diversos derroteros mientras que los de Martelo seguían una línea, recta:

—Voy a rajarme de esta vida de una vez por todas, ¿sabes? Si no, amaneceré con la boca llena de hormigas o pudriéndome en un calabozo. Esta vida es una locura.

Minutos más tarde, Inferninho salió del escondite y comenzó a alejarse. Martelo le insistió para que se quedase un rato más, pero su compañero no le hizo caso, así que se quedó allí solo hasta que amaneció; no estaba dispuesto a correr el riesgo de toparse con la policía. A eso de las nueve, bajó tranquilamente del árbol al que se había encaramado, se desperezó, orinó y comenzó a caminar en dirección a su casa. Quería ver a Cleide para contarle su decisión de marcharse de allí para siempre. Era un buen albañil y estaba seguro de que conseguiría trabajo en cualquier obra. Quería paz, tener un hijo y ser feliz con su mujer. No, no era miedo lo que sentía, nunca había sido cobarde, sólo precavido. Estaba hasta los cojones de esa vida de fugas y asesinatos. Martelo cruzó la mañana entre los callejones para tomar la Rua do Meio, por donde Cabeça de Nós Todo venía con su ametralladora en ristre, dispuesto a matar al primer maleante que se cruzase en su camino. El policía se había enterado de lo sucedido en cuanto comenzó su jornada. Su determinación de matar a cualquier malhechor no lo había suscitado el atraco, sino el conductor asesinado, que era amigo suyo. De nuevo se le acumulaban en el pecho, abrasándole, los deseos de venganza. Calculó, acertadamente, que los atracadores ya habrían abandonado el bosque, y para atraparlos sin llamar la atención caminaba solo por la acera.

A Martelo nunca se le hubiera ocurrido que pudiera encontrarse con el policía a aquella hora de la mañana; imaginaba que era el momento del cambio de turno tanto de los policías militares como de los civiles. El ajetreo matutino iba en aumento: algunos niños jugaban en la calle, otros se dirigían al colegio y la gente iba al trabajo. Martelo observó a un chico que caminaba delante de él. Su hijo sería tan guapo como ése, pero no dejaría que viviese en la calle, sin camisa y con los pantalones raídos, y le llevaría caramelos todos los días al volver del trabajo. La brisa fresca de la mañana le acariciaba el rostro y daba cuerda a sus pensamientos. Caminaba con la cabeza baja y la mirada clavada en la puntera de sus zapatos. No se fijaba en los nombres de los callejones ni se preocupaba por el peligro, porque ya no se consideraba un delincuente. Un perro ladró. Martelo chasqueó los dedos y el perro movió el rabo. Vio unas sensitivas en el suelo; pasó el pie por encima de ellas y las hojas de las plantas se cerraron. Todo lo que le ocurría era bueno y parecía apuntar a un destino feliz. Las garzas volaban bajo el viento leve y seco, el mismo viento que crepitaba y gemía en las ramas desnudas de los árboles y que le acariciaba el rostro, dándole la impresión de que todas las cosas malas hasta entonces presentes en su vida desaparecerían para siempre. Cabeça de Nós Todo venía caminando por la otra acera con paso ligero y mirada asesina, ambas cosas, por otro lado, muy comunes en él. Ya había cruzado el lado derecho del río. Quería agarrar a Inferninho y a Martelo juntos, esos dos desgraciados eran los que más trabajo le daban. También se cargaría a ese tal Luís Ferroada para quedarse tranquilo. Pero en aquellos momentos cualquier maleante le serviría para aplacar su ira. Había apostado con sus compañeros de comisaría que liquidaría a algún rufián antes del mediodía. Los transeúntes se desviaban para no cruzarse con él. Cabeça de Nós Todo se detuvo para atarse los cordones de las botas y reemprendió la marcha con rapidez, escudriñando en las esquinas antes de cruzar. A la altura del Bonfim disminuyó el paso para observar atentamente a los clientes: sólo vio a algunos borrachos. La voz de Luís Gonzaga en la radio le produjo cierta calma. El sol le quemaba la cara. Martelo silbaba una canción de Paulo Sérgio mientras pensaba de nuevo en Cleide: le prometería que, costara lo que costase, sería un tipo normal. Quería paz, mucha paz para el resto de su vida, y no permitiría que las imágenes de tarteras, trenes y autobuses repletos hicieran mella en su determinación. Le daba pena Inferninho, sabía que acabaría un día como Tutuca o se pudriría en una cárcel. Cabeça de Nós Todo se decía que pasaba por una racha de buena suerte, pues en su última jornada detuvo a dos porreros y mató a un macarra que disparó contra él al gritarle que se detuviera. Tenía la moral alta, y eso le llevaba a dar hostias por cualquier motivo. Apenas cincuenta metros lo separaban de Martelo.

Cleide ya había recorrido todos los lugares en los que podía estar su marido. Asomada a la cerca, contemplaba muy preocupada la calle mientras le esperaba, pero allí sólo habían coches desvencijados que pasaban, cordeles estirados de cometas para pasarles cola, mujeres cotilleando, maleantes en las esquinas y el camión del gas tocando la bocina.

Inferninho, tras despertarse y contar el dinero, se fumaba un porro mientras esperaba la llegada de su amigo para repartirse la pasta.

Martelo caminaba cabizbajo enredado en sus pensamientos, imaginándose a Cleide haciendo café y preparándole la tartera, y no vio al policía cuando se cruzó con él. Cabeça de Nós Todo tampoco se percató de la presencia del maleante, que caminaba por la otra acera. Tenía los ojos clavados en un chaval que distinguió al otro extremo de la calle. Pensó que era Inferninho y corrió hacia él para comprobarlo. El muchacho, cuando vio a Cabeça de Nós Todo que iba a su encuentro, sacó el revólver, apretó el gatillo y huyó. El tiro hirió al policía en el brazo, lo que no impidió a éste seguir corriendo; sin embargo, Cabeça de Nós Todo desistió al notar que perdía mucha sangre. Juró por el fuego del infierno que mataría a Inferninho en la primera oportunidad que se le presentase.

Martelo caminó tranquilamente hasta su casa.

—Entrega tu alma al Señor y tendrás la vida eterna. Sólo Cristo salva de todo sufrimiento y libera del fuego del infierno. ¡Arrepiéntete de tus pecados, que el paraíso te espera! ¡Aleluya!

Martelo escuchaba callado lo que decía aquel hombre con traje de tergal azul marino y una Biblia en las manos, pocos minutos después de llegar a casa y de revelarle sus planes a Cleide. Cuando el hombre acabó de hablar, todos sus acompañantes alzaron la voz con palabras similares a las pronunciadas por aquel hombre y con la elocuencia de quien repite lo mismo todos los días.

—¿Cómo hago para conseguir todo eso?

—¡Basta con que aceptes a Jesús en tu corazón!

—¿Cómo…?

—¿Nos permite entrar un momento?

—Desde luego.

El hombre del traje de tergal y los otros tres religiosos se sentaron en el sofá. Martelo y Cleide se quedaron de pie en la parte izquierda de la sala, atentos a la prédica de los miembros de la Iglesia bautista.

—Ahora escucharemos la palabra del Señor:

«La seguridad de aquel que se refugia en Dios.

»Aquel que habita en el refugio del Altísimo, a la sombra del Omnipotente descansará.

»Diré del Señor: Él es mi Dios, mi abrigo, mi fortaleza, y en Él confiaré.

»Porque Él te librará del lazo del pajarero y de la peste perniciosa.

»Él te cubrirá con sus plumas y bajo sus alas estarás seguro: su verdad es escudo y amparo. No temerás espectro nocturno ni saeta que vuele de día. Ni hombre malvado que ande en la oscuridad ni mortandad que asolé al mediodía…».

Al escuchar estas palabras, Martelo se había transformado todo él en emoción ferviente y jubilosa. Miraba y, ante sus ojos, veía una sinceridad tan visible como las retinas del orador. Su médula se había abierto a las palabras de Cristo. De sus ojos alborozados brotaban lágrimas mudas que sonreían al viento, el viento que recorría todos los rincones de la sala. Cada versículo había atraído a su alma como un imán. En su rostro fue dibujándose una sonrisa. Sentía la llamada de la bondad divina. Las ramas del guayabo, el fluir del río, la brisa del mar, Cleide, el hijo que tendría con ella, las estrellas en el infinito, la cometa en el cielo, la luna, el canto triste de los grillos…, todo, absolutamente todo lo había creado Dios. Fuera, el sol resplandecía en las esquinas y todas las cosas se habían transformado. Aceptar a Jesús le permitía renacer en una misma vida. Su meta era ser feliz para poder cambiar el mundo mediante las enseñanzas del Señor. El milagro de la conversión modificó las metáforas de su semblante. La paz impregnaba ahora todas las cosas. El sentimiento de felicidad en Cleide también era de absoluta pureza. El futuro había llegado para guarecerse dentro de su pecho.

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