Ciudad de Dios (8 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

—¿Queréis ver un fiambre? Pues no tenéis más que daros una vuelta por Allá Arriba.

—¿En Allá Arriba? ¡Lo pintas como si fuera ir a ver a Jesús! —exclamó Inho.

—Hasta conseguí algo de dinero y un reloj: ¡no ha estado nada mal! Ahora es mejor que nos escondamos, dentro de poco se presentará la pasma —aconsejó Inferninho yendo hacia la barra con la intención de tomarse un buen trago; tal vez la bebida disminuyese el ritmo de su corazón, lo sacase de la sombra del arrepentimiento y lo dejase sólo con la gloria de haber mandado a un chivato al otro barrio.

Se bebió una copa de Cinzano con aguardiente, encendió un cigarrillo y se dispuso a pagar la cuenta. Los niños buscaban papel para liar un porro. Pelé y Pará disputaban la última ficha de billar. Carlinho Pretinho llegó diciendo que había un fiambre en Los Apês, fresquito. Había sido por el reparto de un botín. Uno de los ladrones quiso quedarse con la mayor parte por haber descubierto la casa y acabó muriendo a manos de su compañero.

—Tenemos que escondernos, tío. ¡Yo acabo de cargarme al chivato en Allá Arriba! —dijo Inferninho a Carlinho Pretinho.

Cada uno siguió su destino. Inferninho pensó en ir a casa de Berenice. Estaba seguro de que ella lo calmaría, pero sería muy inoportuno presentarse allí a aquella hora. Decidió dormir en la casa nueva.

Todas las tabernas del barrio cerraron sus puertas. En el puesto de policía, los soldados Jurandy y Margal dormían en el segundo piso. En la parte de abajo del puesto, el cabo Coello leía un libro de bolsillo:
ATexas Kid vuelve para matar
. En Los Apês, la madre del ladrón colocó siete velas alrededor del cuerpo de su hijo, le quitó la cadena de oro, de la que colgaba una imagen de san Jorge, rezó el padrenuestro, el avemaria, el credo, y cantó un himno a Ogún:

Padre, padre Ogún,

salve, Ogún de Umaitá.

El venció las grandes guerras.

Salve, saravá, en esta tierra

al caballero de Ochalá.

Salve, Ogún Tonam,

salve, Ogún Meché,

Ogún Delocó Quitamoró,

Ogún eh…

Fuera de allí, un chivato merece una paliza, pero en la favela merece morir. Nadie encendió velas por Francisco, sólo un perro le lamió la sangre endurecida de su rostro.

Cuando amaneció esa lluviosa mañana, las personas que se dirigían al trabajo se acercaban a los cadáveres para ver si los conocían y seguían adelante. A eso de las nueve, Cabeça de Nós Todo, que había entrado de servicio a las siete y media, fue a ver el cadáver del ladrón. Al quitar la sábana que cubría el fiambre, concluyó: «Es un delincuente». El difunto tenía dos tatuajes; el del brazo izquierdo representaba una mujer con las piernas abiertas y los ojos cerrados; el de la derecha, san Jorge guerrero. Además, calzaba unas zapatillas de deporte con una cara de gato pintada, vestía pantalones ajustados y una camisa de hilo de colores, de esas que confeccionan los presidiarios. Sin embargo, cuando se dirigía hacia el extremo derecho de la plaza de la
quadra
Quince, a cada paso que le acercaba a la imagen del cuerpo de Francisco, en su corazón de policía fue creciendo un blando nerviosismo que se convirtió en una desesperación absoluta. Era el cadáver de un trabajador. El fuego del odio salió por todos sus poros bajo la forma de sudor helado. Sospechó que era paisano suyo. Y vio confirmada su sospecha, pues, al examinar el carné de identidad, comprobó que el fiambre era natural de Ceará. Se reavivó su rabia, se encendió la llama de la venganza.

Hizo varias preguntas a la gente de las inmediaciones. Nada. Enfiló la Rua do Meio, dobló por detrás de la iglesia y cruzó el Ocio; se paraba en las esquinas donde había alguien, unas veces para hacer una requisa, otras para propinar una bofetada. Con los que salían a la carrera, la cosa estaba clara: si corrían era porque estaban en deuda. Aparecía en las esquinas como un cable pelado de alta tensión. Era los truenos de aquella lluvia, estremecía las plazas, se extendía por los callejones, era Cabeça de Nós Todo injuriado, dispuesto a vengar la muerte de un paisano. Cualquier maleante que le dirigiese la palabra moriría sin piedad. Antes de llegar a la
quadra
Trece, se encontró con dos policías, que se unieron a él para acompañarlo.

Por la calle de Enfrente, Inho volaba encima de una bicicleta con el objetivo de llegar a la Trece antes que los policías. Al doblar la Rua das Triagens se topó con Passistinha, que iba hacia la parada del autobús.

—¡Eh, tío! Aquel madero maricón está bajando en busca de maleantes. He venido a avisar a los muchachos… ¿Dónde está Inferninho?

—Debe de estar en su casa. Sabes dónde es, ¿no?

—¡Ajá!

—Entonces dale un toque.

Minutos después, Inho e Inferninho estaban escondidos en el Campão, un terreno baldío situado a la salida del barrio que lleva a Barra da Tijuca, mientras que Cabeça de Nós Todo, en la
quadra
Trece, forzaba puertas y disparaba contra las ventanas. La vieja que vivía con sus nietos le tiró un plato de aluminio a la cabeza; el policía respondió con un tiro y acertó en la pierna del nieto más pequeño. Cabeça de Nós Todo despotricaba, volcaba cubos de basura. Había que ser muy hijo de puta para matar a un currante… El pobre tipo debió de llegar a esta mierda de ciudad por el mismo motivo que él, y esos criollos se lo habían cargado por las buenas. Forzó la puerta de Lúcia Maracaná y la vio acostada, completamente desnuda. Los ojos de Lúcia desprendían una tranquilidad falsa. La mujer, al verle, tiró de la sábana para cubrirse los senos. Por un momento, Cabeça de Nós Todo olvidó su odio mirando aquel cuerpo fuerte, pero se repuso con rapidez:

—¿Dónde están tus machos, criolla hija de puta?

—No tengo macho, pero, además, usted no puede invadir las casas ajenas así como así. Por eso no me gustan esos mierdas de la policía militar, a ver si se entera. ¡Para colmo, madero paraíba!

Cabeça de Nós Todo empezó a propinarle puñetazos y puntapiés. Maracaná respondió, le dio mordiscos, pero el hombre acabó por reducirla.

—¡Suélteme, paraíba descarado!

Fuera, mientras tanto, los policías disparaban una y otra vez contra Pelé y Pará, quienes, después de saltar por la ventana de la casa en la que dormían, doblaron por una callejuela, giraron a la derecha y cruzaron la plaza del bloque carnavalesco Los Garimpeiros con las balas rozándoles la espalda. Cortaron por la Rua Principal en un intento de llegar a Barro Rojo. Cabeça de Nós Todo se unió a la persecución, pero a cada paso que daban tanto él como los otros policías, perdían terreno. Cada tiro que sonaba en los oídos de los fugitivos volvía más rápidos sus pies. Les gustaba aquello: después contarían a sus amigos todos los detalles de la fuga. Se acordaban de
Bonanza
, de
Búfalo Bill
, del
Zorro
. De vez en cuando, zigzagueaban como los héroes de la televisión. Era una pena que la persecución no discurriese a caballo, como en las películas, y, si estuviesen armados, prepararían una bonita emboscada detrás de un árbol para liquidar a sus enemigos. Fueron buenos con las canicas y con el tirachinas; con el revólver no tenían nada que envidiar. Subieron por el Barro Rojo y se internaron en el bosque. Los policías se cansaron.

En la Trece, el alboroto se difundía de callejón en callejón. Algunos decían que iban a quejarse, otros que apedrearían al policía cuando éste apareciese por allá. Los niños, asustados, corrían hasta el Otro Lado del Río para tranquilizarse junto a los árboles, en el lago, en el laguito… Las amas de casa clamaban bajo la llovizna de aquella mañana siniestra que se estiraba de boca en boca en crímenes cometidos de madrugada.

Los del barrio fueron a ver los cadáveres. Un borracho se divertía retirando la sábana y mostrando el rostro del chivato a cada curioso que llegaba. Las profesoras del turno de la tarde se enteraron de lo ocurrido por los niños. El coche fúnebre llegó hacia las tres. Primero recogieron el cadáver del trabajador, después el del ladrón. Cabeça de Nós Todo pasaba por la Trece cada dos por tres.

—¡Ahí viene el hijo de puta! —alertaban.

Los vecinos salían a la calle. No decían nada, sólo miraban pasar al policía. Cabeça de Nós Todo registraba callejón por callejón. Al retirarse, recibía rechiflas acompañadas de insultos. El policía disparaba al aire y devolvía las palabrotas.

En el Campão, Inferninho comía un trozo de pan con mortadela que le había llevado Inho. Sabía que tenía que quedarse por allí hasta el día siguiente. Cabeça de Nós Todo no acabaría su servicio antes de las siete y media de la mañana y, además del policía militar, el detective Belzebu podría aparecer en cualquier momento.

—Voy a acercarme a la casa de Lúcia Maracaná para que me dé unas mantas, así duermes aquí mismo, ¿vale? —propuso Inho.

—¡Estupendo! De paso, vete a ver a Tê y pilla un porro para mí… Cómprame también un paquete de Continental sin filtro en el Bonfim y, si no hay peligro, coge mi revólver de encima del depósito de agua, ¿vale?

—Vale.

—¿Tienes dinero?

—Sí.

—¡Ve con Dios!

Inferninho sacudió las ramas del árbol para que el agua acumulada cayese de una sola vez. Con un pedazo de madera, cavó una pequeña zanja para desviar el agua del lugar donde extendería la estera. Pensó en Cleide, Martelo y Tutuca; seguro que se enterarían de lo del chivato por el periódico. Tardarían en aparecer. Una mezcla de felicidad y dolor le rasgaba el pecho. Matar siempre le traía a la mente los asesinatos que había presenciado a lo largo de su vida. Los delatores, los traidores, los que envidiaban las cosas y las mujeres de los demás, ésos eran los que siempre amanecían con la boca llena de hormigas. También estaban los desafortunados que morían a manos de la policía o durante un asalto. Muchas veces oyó, cuando se reunían las bandas, conversaciones sobre las víctimas que se resistían: ésas merecían un disparo en la cara; pero los que eran capaces de entregarlo todo sin mostrar una pizca de valentía… El atracador tenía que armarse de paciencia para no enviar al otro barrio a la víctima del atraco. «Sólo mueren los cretinos que joden a los demás… No, ya he visto a muchos tipos cojonudos morir por traición en el reparto del botín; algunos incluso mueren por intrigas de una mujer despechada o por riñas de taberna. Y otros matan a traición sólo por cobrar fama de valientes». El hecho de haber vivido toda su vida presenciando asesinatos, fueran por el motivo que fuesen, aliviaba aquel dolor que no era dolor, pues imaginaba divulgándose la noticia de que había sido él el asesino del paraibano. Sería más temido por los otros maleantes, por los muchachos del barrio, por los chivatos. Le gustaba ver el temor en los rostros de la gente, se reía para sus adentros cuando alguien cambiaba de acera para evitarlo, o cuando pedía un favor a una persona y las otras se ofrecían a hacerlo para quedar bien. Un día sería el maleante más famoso del lugar. Pensó en ir a enfrentarse con Cabeça de Nós Todo de verdad. Pero no… Le crearía problemas para el resto de su vida. Cargarse a un madero era firmar una sentencia de muerte. El batallón en masa saldría a la calle para matar al culpable. Lo conveniente era quedarse calladito hasta el día siguiente, porque Belzebu no había aparecido por el barrio y probablemente llegaría cuando menos lo esperasen.

La lluvia pasó para siempre. En el cielo, por detrás de la sierra de Grajaú, brotó una luna menguante. El silencio de la noche lo tranquilizó, le ocurría así desde niño. Los grillos cantaban. Si no hubiese llovido, podría haberse quedado a la orilla del río, pero estaba crecido y sus márgenes rebosaban barro. Se acomodó para pasar la noche. Inho llegó con todo lo que le había pedido y se marchó alegando dolor de cabeza. Inferninho comió el cuscús con chorizo que le había preparado Lúcia Maracaná y se fumó un porro. La noche pasaría rápido. Al día siguiente iría a ver a Berenice y, claro está, le preguntaría qué había decidido sobre su propuesta de noviazgo. De todas maneras, amaría a aquella negra apetecible. Parecía una tía leal. Y él necesitaba una mujer para que le hiciese la comida, le lavase la ropa y se echara en sus brazos cuando a él se le antojase. Creía que ella aceptaría, lo había mirado con buenos ojos en la casa de Carlinho Pretinho; insistió en prepararle un plato y hasta le mostró las piernas. Tenía que salir bien, pues sólo así olvidaría a Cleide.

Pensó de nuevo en el chivato. La escena de su último suspiro le cruzó por la mente como un navajazo en los ojos. Quiso ser como Passistinha, que sólo robaba lejos de la zona, sin atraer a policías, delatores ni enemigos, pero la putada de tener que coger el autobús todos los días como los currantes desbarataba toda ilusión de pillar una buena oportunidad para atracar. Lo bueno sería robar un comercio grande, pasarse mucho tiempo sin preocuparse por el dinero… Robar a los gringos era algo muy incierto. Se acordó del plan de Inho. Si todo saliese bien, podría amueblar su casa y aún le sobraría una buena pasta. Quien va a un motel no puede ir pelado, mucho menos un sábado, día de gastar dinero.

La madrugada trajo un frío apacible. Inferninho se cubrió con el propósito de dormir, pero los mosquitos le impidieron conciliar el sueño. Su pensamiento vagaba por los callejones de Ciudad de Dios, que iba transformándose cada día. De las diversas favelas y barrios de Río de Janeiro seguían llegando familias que se instalaban en las casas construidas y en los terrenos baldíos. ¿Quiénes eran? ¿Acaso vendrían más descuideros? En Los Apês ya había un montón de rateros, del Otro Lado del Río también. Nadie sería más respetado que él. Quien viniese a hacerse el chulo la palmaría en el acto. El tal Mano Branca sólo actuaba en la Baixada, por ése no tenía que preocuparse. El peligro venía del mariconazo de Cabeça de Nós Todo y de Belzebu, pero bastaba con no andar distraído el día en que ellos estuviesen de servicio o llevar siempre algún dinero en el bolsillo, porque Pretinho ya había dicho que los dos aceptaban una mordida si no había nadie cerca.

Inho llegó a las nueve con pan, café en una botella de Coca-Cola y noticias de lo sucedido en las últimas horas. Mientras comía, Inferninho fue consciente de que todos sabían ya que él era el asesino del chivato. Cabeça de Nós Todo rondó toda la noche, sorprendió a Manguinha y a Laranjinha con marihuana y le dijo a la hermana de Laranjinha que consiguiese dos mil cruzeiros si no quería verlos en chirona. Pelé y Pará no aparecieron hasta el cambio de guardia. El detective Belzebu no había asomado por la zona; eso no era buena señal; tal vez había cambiado su horario de servicio, y podría aparecer en cualquier momento.

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