Ciudad de Dios (7 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

—¡Dame una calada! —dijo Inferninho y continuó, después de recibir el cigarrillo de manos de Lúcia Maracaná—: ¡Pues sí, Lúcia siempre ha tenido unas amigas estupendas!

—¿Por qué no te has liado con ninguna? —preguntó Berenice.

—¡Aún no he encontrado una que me haga tilín!

Lúcia Maracaná percibió la intención de su amigo, dijo que se iba a comprarle a Madalena un saquito de maría y los dejó solos.

—Sí, tienes pinta de ser muy exigente. A las personas así no les va bien en la vida, ¿sabes?

—Para serte sincero, he de reconocer que tienes razón. Y ahora mismo te voy a decir una cosa: creo que mi corazón ya te ha elegido, ¿me entiendes? Quien elige es siempre el corazón y, en cuanto te vi, mi reloj despertó pensando que era una mañana de sol —poetizó Inferninho.

—Estás diciendo bobadas, chico… ¡El corazón de un bandido sólo late en la suela de sus pies y no se despierta, está siempre al acecho!

—Pues, chica, ¿alguna vez has oído hablar de amor a primera vista?

—Un bandido no ama, un bandido sólo desea —repuso Berenice y rió.

—Así no se puede hablar…

—¡Un bandido no habla, un bandido propone ideas!

—¡Vaya, hablo yo y tú pones pegas!

—¡Un bandido no habla, suelta un discurso!

—No tiene sentido que siga gastando saliva contigo.

—Un bandido no gasta, un bandido se toma su tiempo.

—Es imposible hablar de amor contigo.

—De amor nada, chico. Tú estás tarumba.

—Un bandido se vuelve tarumba cuando ama —insistió Inferninho.

—Vas a acabar convenciéndome…

Se quedaron conversando hasta que Berenice prometió que se lo pensaría. Lúcia Maracaná llegó con dos cervezas, un saquito de maría y tres papelinas de coca, para gran alegría de Inferninho. Charlaron durante un buen rato. Siempre que podía, Inferninho mandaba un mensaje a Berenice. Sabía que, a veces, hay que perseverar para conquistar a una mujer.

El sol abrasador era casi inaguantable, los niños arriaban las cometas, los trabajadores llegaban en autobuses repletos, los que estudiaban por la noche se movilizaban hacia la escuela, los pocos panaderos de la tarde se recogían y los obreros llenaban las tabernas para tomar el sagrado aperitivo. Aluísio se apeó del autobús en la plaza principal de Ciudad de Dios. Se había prometido saldar deudas pendientes. No sabía en qué andaba Inferninho ni por dónde, pero, por muy lejos que estuviese, tenía que pillarlo, porque si uno coge el toro por los cuernos las cosas acaban aclarándose, si hace falta a golpes, y un maleante que se precie tiene que pelear a cara descubierta, de lo contrario queda desprestigiado. Suponía que, si no estaba en el Bonfim, debía de estar en Allá Abajo. Cuando se dirigía al Bonfim se encontró con Laranjinha y Acerola fumándose un canuto:

—¿Cómo andan las cosas por Allá Arriba, colega?

—Más o menos.

—¿Quieres una calada, hermano? —preguntó Acerola con el porro en la mano.

—No, no fumo maría.

—Tío, me había olvidado.

Aluísio aprovechó para quejarse ante sus amigos. Acerola se indignó con lo ocurrido. Decía con tono de preocupación que un delincuente tiene que respetar a los muchachos de la jurisdicción. Afirmaba que, si le pasase a él, saldría enseguida a partirle la cara al que fuera para hacerse respetar. Aluísio le caía bien, a pesar de que lo conocía desde hacía poco. Estaba convencido de que se podía saber por la mirada si una persona era legal o no. Percibía sinceridad en la mirada de Aluísio, y siempre lo veía hablando con todo el mundo e invitando a cerveza a los muchachos del lugar. Era un tipo que no vacilaba a nadie, se lo disputaban siempre las mejores mujeres de la zona y se juntaba con los mejores. Era un buen colega, y decidió echarle una mano. Laranjinha apoyó la decisión de su compañero.

Se dirigieron hacia abajo, ya que Laranjinha había visto a Inferninho entrando en la casa de Carlinho Pretinho por la mañana. Antes de cruzar la plaza del bloque carnavalesco Los Garimpeiros de Ciudad de Dios, encontraron a Passistinha entretenido en una mesa de billar con dos trabajadores que, entre tacada y tacada, bebían cachaza con vermú para abrir el apetito. Acerola se encargó de contar lo que le había ocurrido a Aluísio. Al percibir su exaltación, Passistinha decidió intervenir.

—Dejadme que lo acompañe yo; si aparecemos todos juntos pensará que es una trampa. Esperadme aquí.

—Vale —respondieron.

Passistinha aconsejó a Aluísio que se lo tomase con calma. No por miedo, porque eso tampoco le gustaría a Inferninho, sino porque si llegaba muy arrogante podía ser peor.

—Ya lo sé —dijo Aluísio, que sabía por dónde iban los tiros.

Invocaba al
padre de santo
Joaquín de Aruanda de las Almas para que todo saliese bien. Su protector nunca le había fallado en los momentos en que lo necesitaba.

La cuestión se resolvió sin problemas. Aluísio se portó como Passistinha esperaba. Al decir que era amigo de Martelo, Laranjinha y Acerola, recibió el doble de lo que había perdido, además de las disculpas de Inferninho.

La noche se adueñó del barrio. Al encenderse las farolas de la calle, las mariposas se amontonaban más en unos postes que en otros. En Allá Arriba, un grupo de niños preguntaba al dueño del Bonfim por los delincuentes. Querían celebrar sus recientes hazañas en compañía de los maestros. Aquel día, viejos, embarazadas y borrachos del centro de la ciudad habían sentido su fragilidad frente a esas manos infantiles y ávidas. Los niños habían pedido también limosna y limpiado zapatos en la plaza de São Francisco.

Inho, el que conseguía más dinero, era el líder del grupo. Mentía a sus amigos, en su afán por ganarse el respeto de los demás, y les decía que ya había mandado a más de diez al infierno en los asaltos que había hecho solo. Admiraba a Inferninho, pero sentía adoración por Grande, el que mandaba en la favela Macedo Sobrinho. Si lograse ser como Inferninho, pronto se volvería como Grande: temido por todos y querido por las mujeres. Consideraba a Cabelinho Calmo y a Pardalzinho sus mejores amigos. Cuando Cabelinho estuvo preso en el Padre Severino, fueron raras las veces en que su madre no tuvo dinero gracias a Inho. Cuando Cabelinho salió de la prisión, Inho se deshacía en elogios de su amigo: lo consideraba el más astuto, el más pillo, el más «de puta madre».

Paulo da Bahia sólo había visto a Inferninho por la mañana. Hacía mucho que no sabía nada de Martelo ni de Tutuca.

—Hasta el tipo que los acusó está asomando de nuevo por el barrio —afirmó el dueño del Bonfim, apuntando con el dedo a Francisco, que bebía cachaza con zumo de melocotón en el otro extremo del bar.

Los niños fueron al puesto de doña Tê a comprar cuatro saquitos de marihuana con la esperanza de encontrar a algún traficante para poder exhibirse.

Después bajaron por las callejuelas. Madrugadão iba delante y asentía con la cabeza cuando no había pasma tras las esquinas. Si por casualidad apareciese la policía, seguiría caminando sin hacer ninguna seña. Inho era el único que llevaba un arma, y la tenía amartillada.

Inferninho jugaba al billar con Pelé y Pará en la taberna de Chupeta. Al ver a Madrugadão, gritó su nombre como quien ve a un gran amigo. Su alegría fue completa al ver al resto del grupo. Inferninho decidió estrecharles la mano a todos, uno por uno, y les dijo que era hora de que los niños estuviesen en la cama. Cuando le tocó el turno a Inho, Inferninho no sólo no se conformó con el apretón de manos, sino que también decidió abrazarlo y darle unas palmaditas en los hombros en señal de amistad y admiración. Después, Inho dijo que venía para contarle un plan estupendo. Se lo explicó; a Inferninho le encantó, y transmitió su entusiasmo a Pelé y Pará.

—Se puede hacer incluso hoy. Sólo necesitamos un coche.

—¡Que no, Inho! Es mejor el sábado, porque hay más gente allí. Y así sacaremos más pasta, ¿entiendes?

Quedó acordado que concretarían el plan el sábado, de madrugada. El viernes, Inho llevaría a Inferninho y a los demás a que observasen el lugar que asaltarían: comprobarían las salidas por si aparecía la pasma y elegirían el mejor lugar para aparcar el coche. El dinero se repartiría en cuatro partes iguales. Inho recibiría la suya sólo por haber informado del sitio. Del atraco se encargarían Inferninho, Pelé y Pará. Celebraron el triunfo del golpe por anticipado. Para que todo saliese bien, decía Inferninho, lo importante era pensar en positivo.

Sandro Cenoura, otro chaval del grupo, pidió un guaraná y tres fichas de billar. Por costumbre, llamó al tabernero Paulo da Bahia. Al oírle, Inho se acordó del chivato.

—Acabamos de ver al tipo que os entregó a la poli hace un segundo —dijo.

—¿Estás de guasa? —preguntó Inferninho.

—¡De eso nada, tío! Estaba en el Bonfim bebiendo cachaza.

Inferninho soltó el taco de billar, fue hasta la tronera donde había guardado su revólver, comprobó el arma y salió a la calle, donde lo envolvió la oscuridad de la noche sin luna. Entró en una callejuela, pasó frente a la guardería, cruzó el Rala Coco, enfiló la calle de la escuela Augusto Magne y siguió un buen tramo por la calle del brazo derecho del río; en cada esquina reducía el paso para no ser sorprendido. Ni rastro de policías. Iba a ocuparse de la muerte del chivato para que sirviese de ejemplo. Así evitaría que volviese a ocurrir; ésa era tal vez la lección más importante que había aprendido de niño, en las reuniones de delincuentes que tenían lugar en el morro de São Carlos. El odio guiaba a Inferninho a su paso por la calle del club. Bastó con atravesar el Ocio, cortar por la callejuela de la iglesia, doblar a la derecha, coger la Rua do Meio y llegar al Bonfim.

Francisco no estaba del todo borracho. Bebía su cóctel de cachaza y melocotón y escuchaba
A turma da maré mansa
en la radio de Paulo da Bahia. No advirtió la llegada de Inferninho.

El de Ceará había emigrado a la Ciudad Maravillosa llevando bajo el brazo un empleo. Trabajaba en la construcción del nudo de autovías Paulo de Frontín. Se quedó a vivir en el alojamiento que proporcionaba la obra durante su primer año en Río de Janeiro. Consiguió casa en Ciudad de Dios gracias al enchufe de uno de los ingenieros de la obra. Hacía poco que había enviado una carta a su mujer para informarle de que su hermano iría a buscarla. Su hermano había subido el día anterior a un autobús de línea. En la carta también le hablaba de una buena casa, con agua en abundancia y patio; el colegio para los niños quedaba cerca y, según los vecinos, era fácil conseguir plaza. Tenía reservado algún dinero para comprar los muebles. Lo único malo de Río de Janeiro era que había criollos por todas partes, pero le decía a su mujer que viniese lo más pronto posible porque echaba mucho de menos a sus hijos. A su llegada a Río, a Francisco lo habían asaltado en la estación de ferrocarril y, dos meses después, en la Zona do Baixo Meretrício. Las dos veces fueron negros. Cuando oyó que Tutuca decía que robaría en una casa por la zona de Añil, esperó a que éste se alejase y dijo, en un tono bastante alto, que si viese a algún policía entregaría a aquel ladrón hijo de puta en el acto. Sabía dónde vivían los otros, añadió, y señaló la casa de Martelo. Madalena, que bebía una cerveza en el otro extremo, tomó buena nota de sus palabras y, en la primera oportunidad que tuvo, se lo contó a Maracaná. Esa misma noche en que había prometido venganza contra aquella raza maldita, Francisco no tuvo ningún reparo en hacerles una seña a los policías de paisano que andaban de ronda para chivarse. Solía decir que ya no le gustaban los criollos, y que, desde su llegada a Río, había comenzado a detestarlos. Argumentaba con sus amigos que el rubio era hijo de Dios, al blanco Dios lo creó, el moreno era un bastardo y al negro el Diablo lo cagó. Señalarle a la policía la casa de Martelo fue su gran venganza contra esos negros de mierda.

Inferninho pidió cachaza con vermú a Paulo da Bahia y anunció que iba a cargarse al cearense. Tras echar un vistazo a la calle para ver si había policías, mandó servir un aguardiente con melocotón para el chivato, como hacen los muchachos de las películas del Oeste. Francisco advirtió la presencia del maleante cuando le servían la bebida, desconfió de su actitud, evitó mirarlo a la cara y se preparó por si tenía que salir corriendo. En una fracción de segundo, le asaltaron las dudas sobre si debía huir o no. Tal vez el tipo sólo quería comprobar si era cierto que se había chivado y todo se solucionaría con una conversación. Había oído a muchos cariocas decir que nadie escapa de una buena charla. Pero, pensándolo bien, aquella gente no se andaba con chiquitas, así que lo mejor era poner pies en polvorosa. Pensó el trayecto que seguiría, respiró hondo y salió disparado. Sin embargo, Inferninho fue más rápido. Acorraló a Francisco antes de que doblase la segunda esquina.

—¿Qué pasa, colega? ¿Estás despreciando el aperitivo que te pagué?

—No, es que ya me estaba yendo, yo…, es…, es…

—¿Por qué estás tan nervioso? Tranquilo, sólo quiero decirte una cosa…

—Yo…, yo…, yo…

—¿Yo? ¡Y una mierda, chaval! ¡Tú eres un jodido chivato!

—Pero…, pero…, pero…

—¡Pero los cojones! Vamos allí a charlar tranquilamente, no voy a hacerte nada, no tengas miedo —dijo Inferninho señalando con el arma la plaza de la
quadra
Quince.

Francisco, qué remedio, obedeció. Inferninho pensaba en Branco, en los compañeros que se habían visto obligados a pasar un tiempo fuera de la favela, en los muebles que Martelo y Cleide habían perdido. Francisco no oía el ladrido de los perros ni la música del Bonfim, que, a cada paso que daban, también iba desvaneciéndose de los oídos de Inferninho. En la plaza, un niño con un bebé en brazos esperaba a que su madre regresara del trabajo. A veces, los cobardes se llenan de osadía como consecuencia de un nerviosismo exacerbado. Francisco pensó en su mujer, en sus seis hijos, en la carta que había mandado, en la muerte que estaba a punto de brotar en él. La voz de Inferninho ordenando que rezase un avemaria lo volvió lo bastante macho como para arrojarse sobre Inferninho con el fin de quitarle el revólver. El asesino lo esquivó y disparó una bala en la frente del trabajador.

Descerrajó tres tiros más en aquel cuerpo que se sacudía convulso con el dolor de la muerte; se le reviraron los ojos, los brazos se agitaban. La sangre cayó por la frente. Inferninho sacó veinte cruzeiros del bolsillo del cadáver, cogió el reloj de pulsera, y bajó por un camino diferente de aquel por el que había subido. El niño que sostenía al bebé aprovechó para coger los zapatos de Francisco.

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