Ciudad de Dios (3 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Inferninho no dijo nada. Algo le llevó a acordarse de su familia: su padre, aquel cabrón, vivía borracho en las laderas del morro de São Carlos; su madre era una puta de la zona, y su hermano, maricón. La madre, un pendón desorejado conocido por su fuerte personalidad, no traía líos a casa, tenía palabra, y en Estácio la respetaban. El padre tampoco era su mayor problema porque, cuando estaba sobrio, los chicos no le marcaban la cara con tiza ni le robaban los zapatos; además, sabía pelear y era batería de la escuela de samba. Pero el hermano… Cuánto vicio… Tener un hermano maricón fue una gran desgracia en su vida. Imaginaba a Ari chupándoles la polla a los albañiles en la Zona do Baixo Meretrício, dejando que los muchachos de São Carlos le diesen por culo, retozando con los marineros y los guiris en la Praga Mauá, lamiéndole el culo a algún ricachón en los cines cutres de Lapa. No soportaba que su hermano usase pintalabios, se pusiese ropa de mujer, pelucas y zapatos de tacón alto. Recordó también aquella putada del incendio, cuando aquellos hombres llegaron con bolsas de estopa empapada en queroseno y prendieron fuego a las chabolas, disparando tiros sin ton ni son. Aquel día, su abuela curandera, la vieja Benedita, murió abrasada. Ya no podía salir de la cama por culpa de aquella enfermedad que la obligaba a vivir tumbada. «Si entonces yo no hubiese sido un crío», pensaba Inferninho, «la habría sacado de ahí a tiempo y, ¿quién sabe?, tal vez ella estaría ahora conmigo; puede que en el fondo no sea más que un inútil y una mierda, pero ella ya no está, ¿vale? Estoy aquí para matar y morir». Al día siguiente del incendio, a Inferninho lo llevaron a la casa en la que su tía servía. La tía Carmem trabajaba en la misma casa desde hacía años. Inferninho vivió con la hermana de su madre hasta que su padre construyó otra chabola en el morro. Se pasaba el día en aquella casa, sin dar golpe, y un día, por una puerta entreabierta, vio al hombre que salía en la televisión decir que el incendio había sido accidental. Le entraron ganas de matar a todos esos blancos que tenían teléfono, coche, nevera, que comían cosas buenas, que no vivían en chabolas sin agua corriente ni meadero. Además, a diferencia de su hermano Ari, ninguno de los hombres de aquella casa tenía cara de maricón. Pensó en arramblar con todo lo que tenían los blancos, hasta con el televisor mentiroso y la batidora de colores.

Cuando pasaron frente al mercado Leão, Inferninho vio a unos chicos que jugaban a la pelota en un terreno cubierto de escombros y les dijo a sus compañeros:

—Esos pueden ser unos tíos cojonudos. Y hasta pueden ser iguales que yo, pero no más que yo, ¿os enteráis? A mí que no me vengan con consejos. Si un tío se pone chulo conmigo, le vuelo la cabeza. Me apuesto lo que sea a que ninguno de esos gilipollas se atreve a plantarme cara.

—¡Vamos a ver! —contestaron Tutuca y Martelo.

Se acercaron al ambulatorio. A la izquierda, los chicos jugaban a la pelota.

—Eh, para esa pelota y pásamela que ahora es mía. ¡Si no me la pasas, te doy! —amenazó Inferninho mientras le apuntaba con el arma.

Un chico asustado le llevó la pelota. Inferninho hizo varios toques sin que la pelota tocase el suelo, la controló con los dos pies, jugó con ella en el pecho, se la pasó del pecho al muslo izquierdo y después a la cabeza.

Por fin Inferninho, después de jugar con la pelota durante varios minutos, la chutó hacia arriba. La pelota habría vuelto a su pecho en un rebote perfecto, pero entonces Inferninho apretó el gatillo y la pelota cayó ya sin vida. Martelo y Tutuca se rieron a carcajadas, pero Inferninho, que se había quedado muy serio, dejó escapar una mirada airada que daba continuidad al sonido del tiro. Impuso silencio fijando sus ojos sin brillo en el rostro de cada uno en una rápida mirada de soslayo, como si los culpara a todos de la desgracia que era su vida. Segundos después, les dio la espalda. Los amigos lo acompañaron.

Allá abajo, a orillas del río, Passistinha, Pará y Pelé fumaban un porro.

—Los tíos dejaron que los del camión vendieran casi todo y después los atracaron en Allá Enfrente. Pillaron un montón de pasta, hubo bombonas de gas para todo el mundo y encima les dieron una lección a esos tíos que juegan a la pelota en el Sangre y Arena. ¡Anímate, colega! —dijo Pelé, entusiasmado con la posibilidad de asaltar también el camión del gas.

—¿Qué Sangre y Arena, tío? —preguntó Passistinha.

—Ese campito con escombros que está cerca del mercado.

—¿Quiénes son esos que van de rateros por la zona? —inquirió Pará, y le pasó el porro a Pelé.

—Son Tutuca, Inferninho y Martelo. A Inferninho lo conozco de São Carlos, Tutuca es de Cachoeirinha, y Martelo, si es el que creo, es de Escondidinho —respondió Passistinha.

—Yo sólo sé que el próximo camión es mío, ¿vale? ¡Hay para todo el mundo, así que nadie tiene nada que envidiar! —advirtió Pelé.

—Cuidado con Inferninho, que es jodido. Si te encuentras con él, hay que ponerse duro, si no el menda se va a las manos, ¿sabes? Pero si le dices que vas de mi parte, seguro que acepta llegar a un acuerdo…

—¡Eso no va conmigo, tío! —interrumpió Pelé—. Yo no le tengo miedo a nadie. No quiero discutir, pero si el otro viene con ganas, no habrá acuerdo que valga. ¡Me lanzo yo también a darle de hostias!

—Hay que respetarse mutuamente. Ha de quedar claro que el verdadero enemigo es la policía, ¿me entiendes? No quiero que mis amigos se peleen —advirtió Passistinha.

—¡La bofia! —anunció una voz venida de un callejón entre los basureros de la
quadra
Trece
[4]
. Passistinha salió a todo correr por el puente de la Cedae
[5]
y dio la vuelta por la orilla izquierda del lago; Pelé y Pará fueron tras él y llegaron a la parte del pantano que sobrevivió a los terraplenes. Una serpiente se asustó con la carrera, pero ninguno de los tres reparó en ella, tomaron la dirección de la higuera embrujada para fumarse otro porro en sus ramas y observar a los policías que hacían un registro en los basureros de la
quadra
Trece.

Los lecheros ya habían pasado. Los chicos veían
National Kid
. Los que no tenían televisor se iban hasta la ventana del vecino a admirar las aventuras del superhéroe japonés. El sol ya se había alejado de la sierra de Grajaú y un viento furioso sostenía las cometas que se cruzaban en el cielo. Pequeñas nieblas de polvo rojo ora nacían, ora morían, a lo largo de las calles de tierra batida, y los niños uniformados que salían del colegio llenaban las miradas de todos. Ya era mediodía.

En Allá Arriba, en la casa de Martelo, los asaltantes se repartieron el dinero mientras Cleide preparaba una sopa de verduras y decía:

—El conductor de blanco pasó a rojo. No sé cómo no se cagó… Me dio pena, ¿sabes?, aunque me pareció gracioso. Pero las viejas…, ésas sí que me dieron mucha lástima; las pobres temblaban como una hoja. No sé cómo no les dio un patatús.

—¡Pero si yo no les apunté! —dijo Tutuca.

—¿Y eso qué importa? Con sólo ver las armas, hubieran podido tener un infarto allí mismo.

—Pero a la hora de coger bombonas bien que les gustó —concluyó Tutuca.

—De eso nada: cuando comenzó a juntarse gente, ellas se las piraron —aclaró Cleide.

Tutuca se apartó de sus amigos; pensó en ir al cuarto de baño, pero prefirió salir de la casa. Una tristeza acompañaba sus pasos. Ya no escuchaba lo que decían sus amigos; sentía escalofríos. Se fue al fondo del patio, se sentó con la cabeza apoyada en la pared de la casa y dejó que las lágrimas le brotasen de los ojos. No habían sido las viejas las que lo habían puesto triste; ellas sólo le recordaron aquella vez en que fue a asaltar el camión del gas solo y no tardó en aparecer la policía; no había manera de salir corriendo sin disparar, y eso fue lo que hizo. Una de las balas de su revólver fue a parar a la cabeza de un niño. Vio al chiquillo balancearse en los brazos de su madre y cómo los dos cayeron al suelo debido al impacto. En un intento por aliviar su sentimiento de culpa, se repetía que aquel crimen había sido sin querer, pero, cada vez que se acordaba de eso, lo invadía la desesperación de haber matado a un crío. Sabía que podía arrepentirse de sus pecados y alcanzar el Reino de los Cielos, pero aquel pecado era muy grande; muchas veces había oído hablar a sus padres de los pecados mortales. No tenía remedio, se iría derecho al quinto infierno. Miró al cielo, después al suelo y concluyó que Dios estaba muy lejos. Los aviones volaban altísimo, y ni siquiera así se acercaban al paraíso. El
Apolo XI
sólo había ido hasta la Luna. Para llegar al cielo hay que pasar por todas las estrellas, y las estrellas están donde Cristo perdió los clavos. Si el infierno está bajo tierra, queda mucho más cerca. Temía la ira de Dios, pero tenía ganas de conocer al Diablo; haría un pacto con él para tenerlo todo en la Tierra. Cuando viese que se acercaba la muerte, se arrepentiría de todos sus pecados y así ganaría por los dos lados. Lo jodido sería que muriese de repente. Decidió dejar de pensar en tonterías. Regresó junto a sus amigos.

Tutuca se crió en el morro de Cachoeirinha. Quiso ser delincuente para que todos lo temiesen tanto como todos temían a los maleantes del lugar donde creció. Los tipos imponían tanto respeto que el miedica de su padre no se atrevía siquiera a mirarlos a los ojos. Le gustaba cómo hablaban, cómo vestían. Cuando salía a comprar algo, se desviaba hasta la taberna donde se reunían los tipos y se quedaba allí, oyéndolos cantar sambas de partido alto
[6]
. Hasta los quince años, lo obligaron a frecuentar la iglesia de la Asamblea de Dios. No se cansaba de repetir a sus padres que no le gustaba aquella vida de oraciones y más oraciones y tener que acompañarlos a los cultos. Odiaba que su casa se convirtiese en escenario de veladas y reuniones de la gente de la iglesia. Quería tener una vida igual a la de la mayoría de los chicos del morro. Tenía ganas de participar en las fiestas de junio, comer dulces de san Cosme y san Damián, recibir regalos en Navidad. Deseaba desfilar en el ala de la percusión de cualquier escuela de samba, pero la religión no permitía nada de eso. Decían que el Carnaval era la fiesta del Demonio. El Demonio, ése sí que sabía. Un día decidió abandonar la iglesia. Rasgó la Biblia, hizo lo mismo con las octavillas y desafió a sus padres, que insistían en que no lo dejase. Con el paso del tiempo, Tutuca comenzó a fumar marihuana en las quebradas del morro. Primero robó en su propia casa, después en el mercado, hasta que se dedicó a los asaltos. Los vecinos comentaban que Tutuca no era feo, que lo habían criado bien, pues tenía un padre que no bebía, su vida consistía en ir de casa al trabajo y del trabajo a casa, y, en cambio, el hijo se quedaba allí con aquella cara de perro rabioso. Por cualquier pequeñez quería pegarle un tiro a otro crío, atracaba a los vecinos y abusaba de las chicas del lugar. Era un auténtico hijo de puta.

—Mañana voy a atracar otra vez el camión del gas. No quiero estar pelado, porque da una jodida mala suerte y nos quedamos sin una moneda siquiera para untar a los policías, ¿entiendes? ¿Te mola ir otra vez? —le preguntó Inferninho.

—Me mola —respondió Tutuca.

Martelo dijo que no. Le parecía arriesgado cometer un atraco dos días seguidos.

—Toda la policía va a estar al acecho —explicó Martelo—, esperando el momento de meternos el zurre, ¿te das cuenta? Yo me voy a quedar encerrado.

—Si hoy fue el día de la compañía Gasbrás, mañana será el de Minasgás —recordó Tutuca, sin prestar oídos al consejo de su compañero.

Llenaban la noche los cantos de los grillos y el viento, que traía el suficiente frío como para dejar las calles desiertas. Algunos borrachines bebían en las tabernas. Entre una tacada de billar y otra, oían por la radio el programa humorístico
A turma da maré mansa
. Los chicos se durmieron pensando en el asalto de la mañana siguiente. Y la mañana no tardó en llegar. Quienes asaltaron el camión del gas, y sin mucho esfuerzo, fueron Pelé y Pará. Cuando llegaron Tutuca e Inferninho, también llegó la policía, que abrió fuego contra ellos. Tutuca corrió por detrás del ambulatorio, pasó por el cine y subió por la Rua do Meio. Los policías lo persiguieron. Inferninho bajó por la orilla del brazo derecho del río. Por el camino, incluso se detuvo para quitarse la camiseta roja y quedarse sólo con la negra, que llevaba debajo, para despistar a la policía. Llegó a la calle de la escuela municipal Augusto Magne, dobló a la derecha, intentando demostrar que corría por otro motivo, y llegó a Allá Abajo, donde Pelé y Pará contaban el dinero agachados en una esquina.

—Oye, ¿dónde habéis conseguido toda esa pasta?

—¿Y a ti qué…?

—Dámela ya, que te vi escapando cuando llegó la pasma, y además, quienes íbamos a atracar éramos…

—¡Vete a tomar por culo, chaval! ¿Te crees que esto está chupado? —dijo Pelé sin vacilar.

—Ni chupado ni hostias. ¡O me la das toda o te sacudo!

—¿Qué pasa, Inferninho? ¿Qué pasa, Pelé? ¿Por qué discutís?

Inferninho bajó el arma; Pelé hizo lo mismo al oír a Passistinha.

—Menos mal que no os encontrasteis antes. Sabía que iba a haber bronca. Vamos allí a tomar un trago —invitó Passistinha.

En Allá Arriba, Tutuca seguía enzarzado a tiros con Cabeça de Nós Todo. El policía militar no desistía; quería agarrar o matar a Tutuca. Ya había cargado sus dos revólveres varias veces y blasfemaba cuando Tutuca le devolvía los tiros. Nadie acabó herido. Tutuca le quitó el coche a un hombre, bajó por la Rua Principal y tomó el camino de la Freguesia, donde abandonó el coche. Volvió atravesando el bosque y se reunió con Inferninho y los demás.

—¡Passistinha! ¡La puta que te parió! Hace la tira de tiempo que no nos veíamos.

—Así es, tronco… Es una etapa. Y ya está terminando, ¿eh, colega?

—¿Vas a decir que fuiste tú el que atracó el camión?

—No, fueron esos tíos, ¿vale?

—¡Coño! Casi me detienen por culpa vuestra, ¿te enteras, tronco?

—¿Por culpa nuestra? ¿Por qué?

—Si no hubieseis atracado a los tipos del gas, la pasma no habría aparecido. Tendríais que haber avisado…

—¿Vosotros avisasteis ayer?

—¡Claro que no! No sabíamos que erais vo…

—Entonces, tío…, estás hablando por hablar, ¿entiendes?

—¿Hablar por hablar? ¡Un carajo! Si llegas a decir algo más…

—Tranquilo —interrumpió Passistinha—, nadie es culpable de nada y basta de tanto reproche, ¿vale? Si seguís por ese camino, quien va a estar contenta va a ser la pasma. Aquí hay lugar para todos… No quiero que mis amigos se peleen. Lo importante es que seamos amigos. Si empezamos a pelearnos tanto, dentro de poco la poli tomará el barrio. Lo dicho: ¡no quiero que nadie se pelee! —finalizó Passistinha, como quien da una orden seguro de que será aceptada.

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