Ciudad de Dios (2 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Antaño la vida era distinta aquí, en este lugar donde el río —dando arena, culebra de agua inocente—, en su camino hacia el mar dividía el campo que pisaron los hijos de portugueses y de la esclavitud.

Cuero que roza piel delicada, mangos que engordan, bambúes que crepitan con el viento, una laguna, un lago, un laguito, almendros, ciruelos de Java y el bosque de Eucaliptos. Todo eso del lado de allá. Del lado de acá, los cerritos, los caserones embrujados, las huertas de Portugal Pequeño y bueyes que iban y venían en la paz de quien no sabe de la muerte.

En diagonal, los brazos del río, separados por la zona de Tacuara, cortaban el campo: el brazo derecho, por en medio; el brazo izquierdo —que hoy separa Los Apês de las casas, y sobre el cual cruza el puente por donde circula el tráfico de la principal calle del barrio—, por la parte de abajo. Y, como el buen brazo al río vuelve, el río, totalmente abrazado, iba zigzagueando agua, ese forastero que viaja parado, acarreando iris sueltos en su lecho, dejando al corazón latir en piedras, donando mililitros a los cuerpos que osaron entrar en él, a las bocas que mordieron su dorso. Reía el río, pero Busca-Pé sabía bien que todo río nace para morir un día.

Un día esas tierras se cubrieron de verde y de carros de bueyes que desafiaban los caminos de tierra, gargantas de negros que cantaban sambas duras, excavaciones de pozos de agua salobre, legumbres y verduras que llenaban camiones, serpientes que alisaban el bosque, redes montadas en las aguas. Los domingos, partidos de fútbol en el campo del Paúra y curdas de vino bajo la luz de las noches plenas.

—¡Buenos días, Zé Lechugas! —había dicho Manoel Coles en un arrebato de ingenio. Pero Lechugas no había respondido; se había limitado a mirar los primeros vuelos de las garzas al son del canto de los gallos y del mugir de los bueyes.

Ambos, hijos de portugueses, cuidaban las huertas de Portugal Pequeño en las tierras heredadas. Sabían que en aquella zona iban a construir un barrio de casas, pero no que las obras comenzarían en tan poco tiempo. Trabajaron como todos los días, desde las cinco de la mañana hasta las tres de la tarde, no hablaron de nada, se rieron de todo, silbaron fados imposibles, amaron las formas del viento, almorzaron juntos y juntos oyeron cómo los hombres de aquel coche con la matrícula en blanco, que avanzaba en primera, decían:

—Edificaremos un nuevo lugar en las tierras de los señores.

«¡Ven, buen viento! ¡Inventa otra risa en mi rostro!», se diría más tarde Zé Lechugas. «Otro viento, sin patria ni compasión, se me llevó la risa que este suelo me dio, este suelo al que llegaron unos hombres con botas y herramientas a medirlo todo, a marcar la tierra… Después vinieron las máquinas, que arrasaron las huertas de Portugal Pequeño, espantaron a los espantajos, guillotinaron a los árboles, terraplenaron el pantano, secaron la fuente, y esto se convirtió en un desierto. Quedaron el bosque, los árboles del Otro Lado del Río, los caserones embrujados, los bueyes que nada saben de la muerte y la tristeza en los rastros de una era nueva».

Ciudad de Dios prestó su voz a los fantasmas de los caserones abandonados, provocó que escasearan la fauna y la flora, dio un nuevo trazado a Portugal Pequeño y nuevos nombres al pantano: Allá Arriba, Allá Enfrente, Allá Abajo, el Otro Lado del Río y Los Apês.

Aún hoy, el cielo llena de azul y de estrellas al mundo, los árboles verdean la tierra, las nubes blanquean las vistas y el hombre aporta su granito de arena enrojeciendo el río. Surgió la favela, la neofavela de cemento, formada de vías-bocas y siniestros-silencios, con gritos-desesperos en el correr de las callejuelas y en la indecisión de las encrucijadas.

Los nuevos habitantes acarrearon consigo basura, botes, perros vagabundos, echús y
pombagiras
[1]
como guías intocables, días para ir a batallar, antiguas cuentas que ajustar, vestigios rabiosos de tiros, noches para velar cadáveres, charcos dejados por las crecidas, tendejones, mercadillos de martes y domingos, lombrices viejas en intestinos infantiles, revólveres, orichas enroscados en cuellos, pollos ofrecidos a los dioses, samba de enredo
[2]
y sincopada, juego del bicho
[3]
, hambre, traición, muertes, Jesucristos en murgas agotadoras, baión febril para bailar, lamparilla de aceite para iluminar al santo, hornillos, pobreza para querer enriquecerse, ojos para nunca ver ni decir, y pecho para encarar la vida, despistar a la muerte, rejuvenecer la rabia, ensangrentar destinos, hacer la guerra y ser tatuado. Llevaron tirachinas, revistas
Séptimo Cielo
, trapos para fregar el suelo, vientres abiertos, dientes cariados, catacumbas incrustadas en los cerebros, cementerios clandestinos, pescaderos, panaderos, misa de difuntos, palo para matar a la serpiente y luego mostrarlo, la percepción del hecho antes del acto, gonorreas mal curadas, piernas para esperar el autobús, manos para el trabajo pesado, lápices para los colegios públicos, valor para doblar la esquina y suerte para los juegos de azar. Llevaron además cometas, lomos para las porras de los policías, monedas para jugar a los chinos y fuerza para intentar vivir. Y también el amor para dignificar la muerte y acallar las horas mudas.

Durante una semana, se produjeron diariamente entre treinta y cincuenta mudanzas de la gente que llevaba en el rostro y en los muebles las marcas de las crecidas. Estuvieron alojados en el estadio de fútbol Mario Filho y venían en camiones del Estado cantando:

Ciudad maravillosa,

llena de encantos mil…

Enseguida, los habitantes de distintas favelas y de la Baixada Fluminense se instalaban en el nuevo barrio, formado por casitas de color blanco, rosa y azul, dispuestas en hileras. Al otro lado del brazo izquierdo del río, construyeron Los Apês, conjunto de edificios de pisos de uno y dos dormitorios, algunos con veinte pisos y otros con cuarenta, pero todos de cinco plantas. Los tonos rojos del barro amasado contemplaban nuevos pies en el trajín de la vida, en la desbandada de un destino en marcha. El río, que era la alegría de los chavales, daba placer, arena, ranas y anguilas criollas, y no estaba del todo contaminado.

—¡Mira la bolsa de ciruelas que he traído!

—¡Ya he cogido mangos y guapurúes! ¡Ahora voy a coger cañas al Otro Lado del Río!

Los niños descubrían y se descubrían jugando a las canicas:

—¡Tú el último, la mano soy yo!

—¡Todo!

—¡Encima de los cuatro!

—¡Alto!

—¡Ésa gana!

—¡No vale arrastrar!

—¡Quedé a un palmo del triángulo!

—¡Un golpe y llega!

—¡El juego es duro!

Y tratando de alzar la cometa:

—No va, no hay forma. —Voy a intentar pegarla.

—¡Nada de eso! Sujétala de la cola y del hilo.

—No se puede, mi pegamento tiene grumos.

—Tienes que tomar impulso.

—Me va a llevar por los aires.

—Sí, te va a levantar.

—¡Ya!

Y también en el juego de la aceitera:

—¡Aceitera!

—¡Vinagrera!

—¡Amagar!

—¡Amagar y no dar!

—¡Dar sin duelo!

—Que se ha muerto mi abuelo.

—¡Dar sin reír!

—Que se ha muerto el alguacil.

—¡Dar sin hablar!

—Pellizquitos en el culo.

—¡Y echar a volar!

—¡Aceitera!

—¡Vinagrera!

Se encontraban en el centro de la cancha, donde jugaban a tirar y matar y se enzarzaban en una guerra arrojándose frutos de ricino por el Otro Lado del Río; se zambullían en el laguito, jugaban a ir en barco, a que viajaban al fondo del mar. Entraban en el campo, disputaban el suelo con las serpientes, los sapos y los apereás.

—¿Te apetece que vayamos al Barro Rojo? —propuso Busca-Pé.

—¿Dónde es? —preguntó Barbantinho, que acarreaba un cubo de agua.

—Pero si vienes de allí, está muy cerca de la fuente. Vamos hasta la cima del morro y bajamos corriendo como en las pelis de vaqueros.

—¡Vale!

Salieron por detrás de Los Apês. Invitaron a algunos de sus amigos. El hermano de Busca-Pé, al ver que los niños se organizaban para una nueva aventura, pensó en dejar la bicicleta y acompañarlos, pero, como sus compañeros insistían, decidió llevarla. Atravesaron un matorral, donde más tarde se construirían bloques de pisos, y se toparon con el brazo izquierdo del río.

—¡Voy a darme un chapuzón! —dijo Barbantinho.

—¡Vamos primero al Barro Rojo, después nadamos! —sugirió Busca-Pé.

—Es mejor bañarse ahora; así se nos seca la ropa y nuestra madre no se enterará de que nos hemos bañado en el río —argumentó Barbantinho.

—¿Le tienes miedo a tu mamita? —preguntó Busca-Pé.

Barbantinho no le hizo caso y se arrojó al agua, seguido de sus amigos. Iban hasta un determinado punto andando y volvían nadando a favor de la corriente. Barbantinho no salía del río, nadaba contra la corriente y a favor de ésta. Jugaban a ahogarse, al submarino americano y al capitán Tormenta. La mañana alcanzaba su última hora, invadía las ramas de los guayabos y traía en su vientre un viento terral que espantaba, una a una, las nubes de lluvia. Cantaban los jilgueros dorados.

Fue como si se hubiesen mudado a una gran hacienda. Además de comprar leche fresca, arrancar hortalizas en la huerta y coger frutas en el campo, aún podían ir a caballo por los cerritos de la autovía Gabinal. Detestaban la noche, porque aún no había iluminación eléctrica y sus madres les prohibían jugar en la calle una vez que oscurecía. Por la mañana la cosa cambiaba: pescaban lisas, cazaban apereás, jugaban a la pelota, mataban gorriones para comer con cuscús e invadían los caserones embrujados.

—¿Nos vamos entonces al Barro Rojo? —insistió el hermano de Busca-Pé, ya montado en la bicicleta.

No fueron por la Rua Moisés porque podían toparse con la madre de alguno de ellos que hubiera ido a por agua a la fuente; en lugar de eso, pasaron por detrás de las casas y subieron el monte con dificultad.

Las palas mecánicas y los tractores habían mutilado el Barro Rojo para construir las casas y los primeros bloques de pisos. Con el barro sacado del monte se terraplenó parte del pantano y se revocaron las primeras viviendas. Antes, el monte terminaba muy cerca del margen del río. Hoy finaliza en uno de los límites de Ciudad de Dios, donde están algunas de las casas de acogida, en la calle que une los bloques de pisos con la plaza principal del barrio. Desde lo alto del monte podía verse la laguna, el lago, el laguito, el río y sus dos brazos, la iglesia, el mercado Leão, el club, el Ocio, los dos colegios y la guardería. Desde allí se distinguía incluso el ambulatorio.

—¡Voy a bajar en bicicleta! —anunció el hermano de Busca-Pé.

—¿Estás loco? ¿No te das cuenta de que te vas a descalabrar? —le previno Barbantinho.

—¡Qué va, chaval, yo soy piloto!

Montó en la bicicleta, inclinó el tronco hacia el manillar y se lanzó cerrito abajo. A cierta distancia apretó el freno de atrás, puso uno de los pies en el suelo y derrapó con la bicicleta. Los amigos aplaudieron y gritaron:

—¡Fenomenal, fenomenal!

Repitió la hazaña varias veces para delirio de los espectadores. Le lagrimeaban los ojos debido a la velocidad, pero no desistió de su empeño de demostrar que era un gran piloto. Tan entusiasmado estaba que bajó de nuevo, aumentando la velocidad en diez pedaladas. No salió bien: se metió en un hoyo, perdió la dirección y acabó con las piernas hacia arriba, la nariz ensangrentada, el cuerpo magullado en el barro, los ojos llenos de polvo… Pero me estoy desviando del tema; yo he venido aquí a hablar del crimen…

Poesía, mi guía, ilumina las certezas de los hombres y los tonos de mis palabras. Y es que me arriesgo a la prosa incluso aunque las balas atraviesen los fonemas. El verbo, aquel que es mayor que su tamaño, es el que dice, hace y sucede. Y aquí el verbo se tambalea bajo las balas. Ese verbo lo pronuncian bocas desdentadas en el entramado de callejones, se dice en las decisiones de muerte. La arena se mueve en el fondo de los mares. La ausencia de sol oscurece incluso los bosques. El líquido color fresa del helado embadurna las manos. La palabra nace en el pensamiento, se desprende de los labios y adquiere alma en los oídos, y a veces esa magia sonora no salta a la boca porque hay que tragársela a palo seco. Triturada en el estómago con alubias y arroz, la casi palabra es defecada en lugar de hablada.

Falla el habla. Habla la bala.

Tutuca, Inferninho y Martelo pasaron corriendo por el Ocio, entraron en la Praga da Loura y salieron enfrente del bar de
Batman
, donde estaba parado el camión del gas.

—¡Todo el mundo quieto! ¡Si no, os pego un tiro! —ordenó Tutuca empuñando dos revólveres.

Inferninho se apostó en el lado izquierdo del camión. Tutuca en el lado opuesto. Martelo fue a la esquina a controlar una eventual llegada de la policía. Los transeúntes caminaban despacio; cuando se alejaban de allí, apretaban el paso. Solamente las dos viejas que en ese momento se disponían a comprar una bombona no se movieron. Parecían plantadas en el suelo, temblaban, rezaban el credo.

Los repartidores levantaron las manos y aclararon que el dinero lo tenía el conductor, cuyos intentos por esconderlo resultaron vanos. Inferninho lo observaba. Le ordenó que se tumbase en el suelo con los brazos extendidos, lo registró, cogió el dinero y le propinó una patada en el rostro para que no volviese a pasarse de listo.

Martelo anunció a todos que el gas corría por su cuenta, que no hacía falta que llevasen bombonas vacías para cambiarlas por las llenas. En pocos minutos dejaron limpio el camión.

—¡Eh!, vamos a subir por aquí —propuso Tutuca.

—No, vayamos por el Ocio, que es más abierto, ¿vale? Así vemos a todo el mundo y pegamos unos gritos para recoger a Cleide —dijo Martelo.

—¡De eso nada, tío! —se opuso Tutuca—. Un bandido de verdad tiene que andar armado, ¿te enteras? No voy a deambular por ahí enseñando el dinero, no sea que aparezca alguien y nos lo afane. ¡No sabemos quién es quién aquí, tío! ¿O te crees que somos los únicos bandidos del barrio? ¡Aquí sólo hay favelados! Hasta los de la Baixada están metidos acá. Además, ¿y si nos paran los maderos?, ¿qué les vas a decir, eh? ¡Seguro que sin armas no nos salva nadie! —concluyó Tutuca sin dejar de andar a buen ritmo.

Cleide, que estaba en el bar de
Batman
a la hora del asalto, decidió acompañarlos a distancia.

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