Ciudad de Dios (6 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Era un atracador, y necesitaba dinero rápido; en esas circunstancias, asaltaría a cualquiera, a cualquier hora y en cualquier lugar, porque estaba dispuesto a enfrentarse a quien se pasase de listo, a enzarzarse a tiros con la policía y hasta con un batallón si fuera preciso. Todo lo que deseaba en la vida lo conseguiría un día con sus propias manos y siendo muy hombre, todo un macho. Contaba también con la fuerza de la
pombagira
, que le daba protección, pues ella habría de pasar por una gira
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fuerte para que la buena racha le llegase en el momento oportuno. Con dinero a punta pala se puede hacer de todo, cualquier hora es buena para hacer lo que a uno se le antoje; para un hombre que tiene dinero, todas las mujeres son iguales y el día por venir siempre amanecerá mejor. La cuestión era llegar al barrio de Salgueiro o de São Carlos con ropa adecuada, zapatos bonitos, ordenar a los muchachos que le sirvieran cerveza, comprar después un montón de papelinas e invitar a los amigos, exigir que le trajeran un montón de hierba y repartirla entre los muchachos, mirar a la negra más guapa y llamarla para beber un güisqui, pedir una ración de patatas fritas, dejar un cigarrillo de filtro blanco en la mesa, quedarse jugando con la llave del coche para que la mulata comprenda que no se va a quedar al sereno esperando quién la lleve, comprar un piso en Copacabana, follar con la hija de algún pez gordo, tener teléfono, televisor y hacer un viajecito a Estados Unidos de vez en cuando, como el patrón de su tía. Un día llegaría la buena racha.

Encendió solamente la luz del cuarto de baño, donde contó el dinero, examinó los relojes, las cadenas y las pulseras, envolvió una parte en una bolsa de plástico y la dejó allí mismo para que el desgraciado de Ari se la llevase, y el resto lo guardó debajo de la cama. Tenía hambre, pero se cuidó mucho de facilitar las cosas a la policía; se imaginaba a la pasma deteniéndolo en el preciso momento en que estuviese manducando. Encendió un cigarrillo, se acordó de que tenía mana guardada en el fondo del patio, se lió un canuto y se puso a fumar con la felicidad de quien ha cumplido con su deber.

Desde su infancia, allí en São Carlos, Inferninho había convivido con los grupos de delincuentes, le gustaba escuchar sus historias de asaltos, robos y asesinatos. Aunque pasase lejos de ellos, no dejaba de saludarlos. Nunca les negaba favores y solía faltar a clase para ayudar a los muchachos ya iniciados: limpiaba las armas, envasaba la marihuana e, incluso, a veces, a fin de ganar puntos, compraba el queroseno para la limpieza de los revólveres con su propio dinero. Cuando creciese, conseguiría un arma para hacerse rico en la ciudad, pero mientras fuese un niño seguiría robando la calderilla de su padre; éste nunca se daba cuenta, siempre estaba borracho perdido. Su madre no se descuidaba con el dinero, ella sí que era lista. La felicidad y la seguridad que sintió cuando Charrão le pidió que guardase un revólver en su casa aumentaron después de que asesinaran a éste. Aquella bonita arma le vino de perlas. Se ocupaba del cacharro como quien se ocupa de la solución de todos los problemas. Extraña panacea cuidada con queroseno y con el afán de dar un buen golpe.

Después de morir su abuela, Inferninho decidió que nunca más andaría pelado. Trabajar como esclavo, jamás; basta ya de comer de tartera, recibir órdenes de los jodidos blancos, quedarse siempre con el curro pesado sin una oportunidad de ascender en la vida, despertarse temprano para ir al cúrrele y ganar una mierda. En realidad, la muerte de la abuela le sirvió como justificación para seguir el camino por el que sus pies ya habían dado los primeros pasos, porque, aun cuando la abuela no hubiese muerto asesinada, Inferninho habría seguido el camino que, según él, no significaba esclavitud. No, no sería peón de albañil: dejaba esa actividad, y de buen grado, para los paraíbas que llegaban allí escapando de la sequía. En su tercer atraco tuvo que liarse a tiros con la policía, pero por suerte salió ileso; dudó en volver a trabajar en la construcción con los muertos de hambre, pero no, nada de eso, un buen atracador tiene suerte. Un día, sí, llegaría la buena racha.

Ninguna de las víctimas de los asaltos que perpetró aquel día se quejó de Inferninho; solamente el muchacho herido por un balazo tuvo que informar de lo sucedido por culpa del policía de guardia que estaba en el hospital donde lo atendieron. Otro de los asaltados, Aluísio, jugaba en el Unidos y conocía a Martelo, pues era de la panda de muchachos del barrio. Aluísio procedía del barrio de Irajá, tocaba el tamboril en la escuela de allí y estudiaba en el mismo colegio que algunos porreros de la panda de Laranjinha. Sintiéndose humillado, fue a ver a algunas personas del barrio, expuso su caso buscando adhesión o, por lo menos, que establecieran una red de solidaridad. De todos modos, y al margen de todo eso, Aluísio se dijo que debía tomar alguna medida. No podía dejar que cualquier raterillo de mala muerte lo vacilase; si no, ¿cómo sería su vida en el barrio? Podrían pensar que él no valía nada y esas bravatas se repetirían constantemente. En definitiva, eso no podía quedar así.

Ya eran más de las dos de la mañana cuando Inferninho, por una rendija de la ventana, vio a Ari en el patio. Abrió la puerta sin hacer ruido y, por gestos, le indicó a su hermano que entrase en silencio.

—Ahí tienes dinero, relojes y cadenas para trapichear en Estácio, ¿vale? Dile a mamá que si quiere venir aquí, puede hacerlo mañana mismo, que yo ya me las estoy pirando, ¿has entendido? Y dile también que no se preocupe por mí, que estoy bien.

Ari se mantuvo callado y con la mirada gacha mientras su hermano hablaba. Creía que todo aquello era por su culpa. Si él no fuese marica, su hermano Inferninho viviría con ellos. En cuanto comenzó su andadura de travestido, Inferninho empezó a andar de aquí para allá. Ari quería a Inferninho, y suponía que en el fondo, muy en el fondo, su hermano le tenía afecto, aunque no lo demostrase. En aquellos momentos, Ari odiaba el sexo, único causante de toda su desgracia. Un silencio a modo de abrazo o apretón de manos se impuso entre los dos, hasta que Inferninho lo despidió:

—¡Anda, vete, y cuidado con la policía!

Ari entró en la noche de Ciudad de Dios, en la que otros silencios se amontonaban en cada callejón. La madrugada se derramaba en los ojos agitados de Ari. No debía dar pie a que lo parase la policía. Cualquier acto que no fuese símbolo absoluto de la madrugada era sospechoso. Miraba hacia todos los lados. Ya había decidido quitarse los zapatos de tacón para echar a correr, cuando se percató de que había un hombre apostado en la esquina siguiente. Guardó bien el dinero y los objetos, subió por la acera opuesta a la de su posible enemigo, caminó más lentamente y pensó en su
pombagira
. El hombre se mantuvo inmóvil, lo que dejó a Ari más receloso. Continuaría con paso tranquilo hasta la esquina y después se lanzaría a la carrera. Fingiendo que buscaba algo en el bolso, que llevaba en bandolera, cruzado sobre el pecho, extrajo la navaja oculta en la braga, la abrió, la extendió en su mano derecha y se contoneó todo lo que pudo con la esperanza de parecer realmente una mujer a los ojos del hombre de la esquina. Pensó en volver y pedir ayuda a su hermano, pero tuvo miedo de que Inferninho dijese que andaba puteando. Faltaban menos de diez metros para pasar por delante de su posible agresor. Pensó en echar a correr. Su corazón era lo más ruidoso que podía oírse en aquel momento.

—No importa si el felpudo es pelado o si peludo es el culo: ¡lo importante es meter el piringulo! —dijo el hombre de la esquina, que estaba borracho perdido.

Ari dobló el último recodo, caminó hasta el final de la calle y entró en el Porta do Céu, donde Neide y Leite lo esperaban bebiendo cerveza. El hermano de Inferninho pagó la cuenta y apremió a los amigos de la Zona do Baixo Meretrício. Subieron al Volkswagen de Leite y se pusieron en marcha hacia Estácio.

Inferninho se despertó con el soniquete del lechero. Tardó un poco en recordar todo lo del día anterior, se mojó la cara poniéndola directamente bajo el grifo de la cocina y salió al patio, revólver en mano, sin comprobar si el arma estaba cargada. No la utilizaría, sólo quería amedrentar al lechero.

—¡Eh, tú! Acércate, que quiero hablar contigo.

—Tú dirás —respondió el lechero.

—¿Me puedes hacer un favor?

—¡Claro que sí! —dijo el muchacho, nervioso, evitando mirar tanto al revólver como a los ojos de Inferninho.

—Mira: tienes que llevar en tu trasto un colchón, una cocina, un sofá, un armario y una radio a la Trece. Yo voy a asaltar una casa y tú esperas, ¿vale?

—Vale.

—¿Cuántos viajes tendrás que hacer?

—Por las cosas que has dicho, calculo que dos.

—Entonces escucha: tú vas acomodando todo ahí, que yo me adelanto, ¿de acuerdo? Empiezo a limpiar la casa y te espero, ¿vale, colega?

—De acuerdo.

Inferninho trincó dos casas. Una sería para él y la otra para Martelo. El lechero hizo el traslado rápidamente. Inferninho decidió dejar el armario en la casa reservada para Martelo, y el resto de las cosas, en su nueva casa. Le dio un reloj al lechero y se puso a pasear por la sala con las manos cruzadas en la espalda, pensando en la enfermedad de su padre y en las piernas de su madre subiendo las laderas del morro… Sintió una punzada de tristeza, y abrió la ventana; un rayo de sol invadió la casucha y lo impulsó a salir a comer algo.

Antes de salir, vio a Carlinho Pretinho cruzar la Rua do Meio con dos botellas de cerveza en la mano. Llamó a su amigo y empezó a contarle mentiras. Le dijo que la policía había rodeado su casa de madrugada y que si estaba vivo era porque se había ido a tiempo. Jamás volvería a su casa, así no alertaría a la policía en un lugar que ya estaba fichado.

—¡Métete en una de esas casas que están vacías, tío!

—¿Crees que no lo he hecho ya? ¡Ja, ya me he mudado, colega!

Se fueron a la casa de Carlinho Pretinho. En el camino, Inferninho pidió a un niño que le hiciese un recado:

—Compra allí dos panes y medio kilo de mortadela y llévalo a aquella casa —dijo, señalando la casa de su amigo.

El niño no tardó en volver con lo que le habían pedido. Comieron, bebieron, fumaron marihuana y cigarrillos, y conversaron sobre vaguedades hasta que Pretinho, después de ver bostezar varias veces a su amigo, le aconsejó que se tumbase un rato.

—Puedes echarte un sueñecito ahí mismo, tronco. Yo me voy a dar una vuelta, ¿vale? Duerme hasta la hora que tú quieras. Tranquilo…, esta casa es segura.

Antes de salir, Carlinho Pretinho le dijo a su amigo que Lúcia Maracaná prepararía un almuerzo estupendo para los dos. Inferninho pensó en ducharse, incluso avanzó hacia el cuarto de baño, pero cambió de idea cuando sintió que la cabeza le daba vueltas: estaba cargado de cerveza y
maría de la buena
. Se acostó con camiseta, calzoncillos y bermudas.

A eso de las dos de la tarde lo despertó la charla de Lúcia Maracaná y Berenice. Se duchó. En cuanto salió del baño echó un vistazo a las piernas de aquella desconocida. Berenice, en un primer momento, se mosqueó al notar cómo la asediaban los ojos del malandrín. Al cabo de un rato, empezó a cruzar y descruzar las piernas sin cesar. Maracaná hablaba de sus fantasías mientras cocinaba:

—Voy a desfilar en el ala como primera bailarina, ¿sabes? No me apetece salir en el ala bailando con todo el conjunto, ¿entiendes? Hay que ir a ensayar todos los miércoles. Bueno, como primera bailarina, no: cada uno en su casa y Dios en la de todos. Además, basta con pintarse un poco, unas zapatillas, las medias y el sujetador. Eso de andar con mucha ropa lo único que hace es trabar los movimientos, ¿entiendes? Me gusta ir jugando con los pies, no me atrae eso de andar dando vueltas por la avenida como un pavo, no… Este año voy a ir a la escuela de São Carlos, a la de Salgueiro y a la de aquí. Voy a salir toda de blanco para poder entrar en las tres con el mismo disfraz —concluyó Maracaná.

Inferninho, callado, pensaba en la posibilidad de que se hubiesen presentado denuncias por los asaltos del día anterior. Sentía remordimientos por haber atracado en el barrio. Passistinha siempre decía que el jaleo había que armarlo en barrio ajeno. Pero la verdad es que aquello tenía sentido: ningún sitio sería bueno para atracar si el pendón de su hermano estaba en el barrio. Tenía poco tiempo. «Deben de haber hecho el retrato robot», pensaba. Aunque estaba preocupado, no por eso dejaba de observar, admirado, el cuerpo de Berenice: esos labios carnosos y pintados, esas bermudas ajustadas y cortas que perfilaban aquel culo pronunciado, esos senos puntiagudos…, se le hacía la boca agua al mirarlos, esas piernas rollizas, esos ojos grandes y aquella manera suave de hablar… Se empalmó.

Lúcia anunció que estaba listo el almuerzo, cogió los platos, los cubiertos, y puso en la mesa arroz, frijoles y un guiso de costillas de vaca con patatas. Berenice se ofreció para servir. Inferninho cerró cuatro dedos de la mano derecha y levantó el pulgar, pero sin apartar la mirada de la casa de enfrente. Por la ventana vecina se filtraba también el tintineo de platos y cubiertos. Inferninho observó a una vieja que cocinaba a leña, en la sala de su casa, para cuatro nietos; comían frijoles con cuscús y el humo les irritaba los ojos. La tristeza lo puso serio, pero el roce de la mano de Berenice en su hombro le hizo sonreír. La mulata le entregó el plato. Inferninho comió despacio, con la boca cerrada para no pasar vergüenza frente a la chica.

Berenice había nacido en la favela Praia do Pinto, donde se había criado; eran nueve hermanos. Había comenzado robando alimentos de los estantes de los mercados de Leblon e Ipanema siendo todavía una niña. Ahora sólo robaba a las mujeres ricas en las ferias de la Zona Sur. Y llamaba a Maracaná para que la ayudase en sus andanzas. En su opinión, eso de robar alimentos en las ferias era cosa de niños. Lo importante era hacerse con dinero, pulseras y cadenas de oro.

—¡Es fácil! —repetía siempre que hablaba de eso con Lúcia.

Al morir la madre, los hijos tomaron rumbos diferentes. Berenice se fue a vivir con Jerry Adriane a la favela del Esqueleto, y estuvo casada hasta que encontraron a su marido en São Joao de Meriri con cincuenta tiros en el cuerpo y un cartel, colgado al cuello, que rezaba: «Uno menos que asalta. Firmado: Mano Branca». Berenice se mudó con su padre a Ciudad de Dios, donde él murió con el hígado destrozado por la cachaza. Ahora estaba sola y quería rehacer su vida. Ya no aguantaba cocinar sólo para ella ni dormir sola. Quería tener hijos cuanto antes, porque ya se sentía vieja. Cuando vio a Inferninho, le pareció encantador y se dejó seducir por las palabras del malandrín.

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