Ciudad de Dios

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

 

Ciudad de Dios, una de las
favelas
más conflictivas de Río de Janeiro, se consolidó, bajo los auspicios del Estado, en los años sesenta. En esa época arrancan las tres historias que componen esta novela, las protagonizadas por Inferninho, Pardalzinho y Zé Miúdo, entonces apenas unos niños. A lo largo de veinte años, sus vidas desgarradas, inmersas en la violencia cotidiana, marcaron un hito en el mosaico miserable y abigarrado de la favela.

Paulo Lins

Ciudad de Dios

ePUB v1.0

Cygnus
11.05.12

Título original:
Cidade de Deus

Paulo Lins, 1997.

Traducción: Mario Merlino

Diseño de Portada: Cygnus

Editor original: Cygnus

ePub base v2.0

A Mariana, Frederico, Sônia, Célia, Toninho, Celestina,

Amélia (in memoriam), Antonio (in memoriam) y Paulina (in memoriam)

Mi agradecimiento especial a Maria de Lourdes da Silva (Lurdinha),

pues esta novela no se habría escrito sin su valiosa ayuda.

A ella dedico el poema de este libro.

Agradezco también a Alba Zaluar el incentivo constante

que me ha proporcionado a lo largo de nueve años.

De nuestras conversaciones surgió la idea de escribir este libro

y su apoyo me garantizó el poder llevarlo a cabo.

Vine por el camino difícil,

la línea que nunca termina,

la línea que golpea en la piedra,

la palabra que rompe una esquina,

mínima línea vacía,

la línea, toda una vida,

palabra, palabra mía.

P
AULO
L
EMINSKI
.

Los personajes y las situaciones de esta obra sólo son reales en el universo de la ficción; no se refieren a personas ni a hechos concretos y no pretenden emitir, ni sobre éstos ni aquéllos, opinión alguna.

Resumen

Porque en Ciudad de Dios, donde todo se sucede a un ritmo trepidante, se juega al fútbol y a las canicas con una pistola en el bolsillo, y las diversiones infantiles se alternan con la rutina del atraco, el asesinato y la sangrienta guerra entre bandas de traficantes.

Lo único que impera es la ley de la supervivencia y de la venganza; el único lenguaje ante el que todos responden, el de las balas. Como freno a este crudo universo marginal no hay sino una policía corrupta, y como último resquicio para la esperanza, la historia de Busca-Pé, un chico apasionado por la fotografía que, sin caer en la criminalidad, trata de abrirse camino y escapar al cruel destino que le aguarda en Ciudad de Dios.

Primera parte

La historia de Inferninho
.

Unos segundos después de salir del caserón embrujado, Barbantinho y Busca-Pé fumaban un porro a orillas del río, a la altura del bosque de Eucaliptos. En completo silencio, sólo se miraban cuando se pasaban el canuto. Barbantinho se imaginaba dando brazadas por detrás del rompeolas. Ahora se detendría y se quedaría flotando para sentir cómo el agua jugaba con su cuerpo. En su rostro se disolverían espumas y su mirada seguiría el vuelo de los pájaros, mientras se preparaba para volver. Evitaría los hondones para que no lo arrastrase la corriente; no se quedaría mucho rato en aquella agua helada, no fuera a darle un calambre. Se sentía un socorrista. Ayudaría a cuantos fuese necesario aquel día de playa repleta y, después de cumplir con su deber, volvería a casa corriendo; no sería como esos socorristas que no hacen ejercicio y acaban por dejar que el mar se lleve a las personas. Convenía entrenarse sin descanso, alimentarse bien, nadar todo lo posible.

Las nubes arrojaban gotas sobre las casas, sobre el bosque y sobre el campo, que se prolongaba hasta el horizonte. Busca-Pé oía el silbido del viento en las hojas de los eucaliptos. A la derecha, los edificios de Barra da Tijuca se veían gigantescos incluso desde aquella distancia. Las nubes bajas ocultaban los picos de las montañas. Desde donde se encontraba, los bloques de pisos donde vivía, situados a la izquierda, estaban mudos, pero le parecía oír las radios sintonizadas en programas destinados a las amas de casa, los ladridos de los perros y el corretear de los niños por las escaleras. Reposó la mirada en el lecho del río, que en toda su superficie se abría en circunferencias a las gotas de llovizna, y sus iris, en un
zoom
de color castaño, le trajeron a la mente imágenes evocadoras del pasado: el río limpio; el guayabal que, una vez cortado, había dado paso a los nuevos bloques de pisos; algunas plazas, ahora ocupadas por casas; los ciruelos de Java asesinados, así como la higuera embrujada y los papayos; el caserón abandonado que tenía piscina y los campos de Paúra y Baluarte, donde había jugado a la pelota defendiendo el diente de leche de Oberom; todos ellos habían desaparecido para dar lugar a las fábricas. Se acordó también de aquella vez en que fue a recoger bambú con su pandilla para la fiesta de junio de su edificio y tuvo que salir disparado porque el guardés de la finca les soltó a los perros. Recordó el veo veo, el escondite, las pajitas chinas, las carreras con los cochecitos de juguete que nunca había tenido y las horas muertas en que, encaramado a las ramas de los almendros, se deleitaba contemplando el paso de los bueyes. Se remontó a aquel día en que su hermano se magulló todo el cuerpo, cuando se cayó de la bicicleta en el Barro Rojo, y recordó qué hermosos eran los domingos en que iba a misa y, al acabar, se quedaba un rato más en la iglesia para participar en las actividades del grupo de los jóvenes, y también recordó el cine, el parque de atracciones… Rememoró, alegre, los ensayos del orfeón Santa Cecilia de sus tiempos de colegio, pero su alegría se desvaneció de súbito cuando las aguas del río le revelaron imágenes del tiempo en que vendía pan, polos, imágenes del tiempo en que trabajaba como mozo de cuerda en los mercadillos, en el mercado Leão y en Los Tres Poderes; cuando recogía botellas y pelaba alambres de cobre para vender al chatarrero y darle así algo de dinero a su madre. Le dolió pensar en los mosquitos que le chupaban la sangre y le dejaban ronchas que no paraba de rascarse, y en el suelo lleno de hoyos donde había arrastrado el culo durante la primera y la segunda infancia. Era infeliz y no lo sabía. Se resignaba en silencio al hecho de que los ricos se marchasen a Miami a hacer el paripé, mientras los pobres se quedaban en las zanjas, en el talego, en la mierda. Se percató de que las naranjadas aguadas y azucaradas que bebiera durante toda su infancia no eran tan buenas. Intentó acordarse de las alegrías pueriles que murieron, una a una, en cada cabezazo que se diera contra la realidad, en cada día de hambre que había quedado atrás. Evocó a doña Marília, a doña Sônia y a las otras profesoras de primaria diciendo que, si estudiase derecho, estaría bien considerado en el futuro; pero no albergaba ninguna esperanza de conseguir trabajo para poder llevar sus estudios adelante, comprarse su propia ropa, tener algún dinero para salir con su novia y pagarse un curso de fotografía. Aunque, bien mirado, las cosas podrían ser como decían las profesoras, pues si todo marchara bien, si consiguiese un trabajo, no tardaría en comprarse una cámara y un montón de lentes. Saldría a fotografiar todo lo que le pareciese interesante. Un día ganaría un premio. La voz de su madre lo sacudió como un latigazo:

—¡Eso de la fotografía es para gente que ya tiene dinero! Lo que has de hacer es entrar en las fuerzas aéreas… o en la marina, o si me apuras, en el ejército, para asegurarte el futuro. ¡Los militares sí que tienen dinero! ¡Ay, no sé qué tienes en la cabeza!

Los ojos de Busca-Pé se espabilaron y se posaron en la iglesia de Nossa Senhora da Pena, allá en lo alto del morro; tuvo ganas de ir a pedir al padre Julio que le devolviese, en una bolsa del mercado, los pecados confesados para volver a cometerlos con el alma libre en cada esquina del mundo que lo rodeaba. Un día aceptaría alguna de las tantas invitaciones que tenía para asaltar autobuses, panaderías, taxis, cualquier chollo… Cogió el porro de la mano de su amigo. El ultimátum de su novia advirtiéndole que rompería con él si no dejaba de fumar marihuana resonó en sus oídos. «¡Que la zurzan! Lo peor del mundo debe de ser casarse con una pija. Fumar marihuana no es solamente cosa de maleantes; si fuese así, los cantantes de rock no lo harían. ¡Jimmy Hendrix era la hostia! ¿Y los
hippies
? Los
hippies
estaban todos flipados de tanto fumar marihuana». Pensaba que Tim Maia, Caetano, Gil, Jorge Ben, Big-Boy, etc., eran todos porreros. «Y qué decir del loco de Raúl Seixas: 'Quien no tiene colirio usa gafas oscuras'». Fumar marihuana no significaba que iba a andar por ahí armando jaleo. No le gustaban los pijos, y lo peor es que estaban en todas partes comprobando si tenía los ojos rojos o si se reía por cualquier cosa. Cuando discutía con algún pijo sobre marihuana, para zanjar la discusión decía que la marihuana era la luz de la vida: ¡daba sed, hambre y sueño!

—¿Fumamos uno más?

—¡Venga, sí! —aceptó Barbantinho.

Busca-Pé insistió en liar el porro, le gustaba hacerlo, los amigos siempre lo elogiaban. El porro quedaba durito como un cigarrillo, y no necesitaba mucho papel. El mismo encendió el canuto, le dio dos caladas y se lo pasó a su compañero.

En días de lluvia, el tiempo pasa más rápido cuando se está a gusto. Busca-Pé se fijó mecánicamente en la hora que era, y se dio cuenta de que iba a llegar tarde a la clase de mecanografía, pero que se jodiera, se dijo, ya había perdido un montón de clases, no pasaba nada por perderse una más. No tenía ánimos para darle a la máquina de escribir durante una hora, y decidió que tampoco iría al colegio. «La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa». ¡Al carajo! Estaba muy cabreado con la vida. Se sorbió las penas, se levantó y se estiró para aliviar el dolor de haber estado mucho rato en la misma postura. Iba a preguntarle a su amigo si le apetecía un canuto más cuando vio que el agua del río se había teñido de rojo. La rojez dio paso a un cadáver. El gris de aquel día se acentuó de manera preocupante. Rojez extendida en la corriente, un fiambre más. Las nubes borraron por completo las montañas. Rojez, otro muerto brotó en el recodo del río. La llovizna se convirtió en tormenta. Rojez seguida de nuevo por un muerto. Sangre que se diluye en agua podrida acompañada de otro cadáver, vestido con pantalones Lee, zapatillas Adidas y sanguijuelas que chupan el líquido encarnado y aún caliente.

Busca-Pé y Barbantinho se fueron a casa con paso aturdido.

Era la guerra, que navegaba en su primera premisa. Erigida en soberana de todas las horas, venía para llevarse a cualquiera que estuviese esperando, venía para disparar en cerebros infantiles, para obligar a una bala perdida a entrar en cuerpos inocentes y para hacer que Zé Bonito corriera, con su jodido corazón latiendo acelerado, por la calle de Enfrente, con un leño ardiendo en la mano, para incendiar la casa del asesino de su hermano.

Busca-Pé llegó a su casa con miedo al viento, a la calle, a la lluvia, a su patinete, al más simple objeto; todo le parecía peligroso. Se arrodilló junto a la cama, apoyó la frente en el colchón, las manos sobre la cabeza, y en una súplica inacabable pidió a Echú que avisara a Ochalá de que uno de sus hijos tenía la sensación de estar desesperado para siempre.

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