Ciudad de Dios (37 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

—¿Creías que iba a ser fácil?

—¡La verdad es que eres tremendo!

—¿Dónde has comprado esas zapatillas?

—Las compré en Madureira, pero las venden en cualquier zapatería…

—¿Y la camisa?

—En la Sul.

—¿Las bermudas?

—También en la Sul. Es todo ropa de marca. Las zapatillas son Adidas, las bermudas Pier y la camiseta Hang Ten.

—Si te doy el dinero, ¿tú me comprarías todo eso?

—Claro.

—Vamos a casa, deprisa.

Pardalzinho sacó un fajo de billetes del interior de una bolsa de plástico repleta de dinero y se lo entregó al joven sin contarlo. A Daniel le pareció que era demasiado. Pardalzinho le dijo que le comprase varias zapatillas del número 40, así como bermudas y camisetas, e incluso le dio más dinero para que fuese y volviese en taxi, recomendándole que lo llevase todo al Bloque Siete.

El joven se despidió sorprendido por la amabilidad del maleante y cayó en la cuenta de que no hubiera hecho falta dejarle ganar la carrera para que lo tratase bien. Pardalzinho contempló al joven mientras se alejaba; éste lo saludó con la mano, dobló la esquina y enfiló hacia la casa de Patricinha Katanazaka a toda velocidad. Pararía sólo un momento para recuperar un disco de Raúl Seixas que había prestado a la chica y luego se iría a comprar lo que Pardalzinho le había encargado.

Ya era bien entrada la madrugada cuando Pardalzinho terminó de probarse todas las bermudas, camisetas y pares de zapatillas que Daniel le había entregado al comienzo de la noche en las inmediaciones del Bloque Siete. Ya sólo le faltaban los pantalones Saint-Tropez. Los tres paquetes abultaban tanto que tuvo que llevarlos hasta la casa de su madre en el mismo taxi que había traído a Daniel. El propio Pardalzinho comentó lo absurdo de aquellas compras, pero la vida de rico es así: la cuestión era gastar, ponerse guapo y disfrutar de la vida. Obsequió a Daniel con hierba y dinero, y Daniel alucinó con la cantidad que le había dado; incluso alcanzaba para comprarse una plancha de
surf
o un
skate
importado.

—¡Soy un play-boy! —decía Pardalzinho a todos los que le hacían algún comentario sobre su nueva indumentaria.

Se tatuó en el brazo un enorme dragón que lanzaba llamas amarillas y rojas por el hocico y Mosca le rizó el pelo, ya de por sí ligeramente crespo. Vestido como los ricos, se sentía como ellos. Además, pidió a Mosca que comprase una bicicleta Caloi 10 para poder ir a la playa todas las mañanas. Los ricos también van en bicicleta. Frecuentaría la playa del Pepino en cuanto aprendiese bien la manera de hablar de los pijos. En rigor, en rigor, en la vida todo es una cuestión de lenguaje. Algunos maleantes comenzaron a tomarse en plan de coña su nuevo look, pero Pardalzinho los atajó diciendo, mientras empuñaba el revólver, que no tenía cara de payaso. Hasta a Miúdo le dio la risa cuando lo vio vestido con aquella ropa de guaperas de la Zona Sur.

Un globo es un artefacto de papel fino, confeccionado de tal modo que puede adquirir variadas formas, y por lo general de fabricación casera, que se lanza al aire durante las fiestas de junio y que sube por causa del aire caliente que desprenden los paños de estopa que, amarrados a una o más bocas de alambre, se introducen en su interior y se prenden.

Existen muchas variedades de globo: el japonés, que es el más pequeño de todos y cuyo ascenso y descenso son instantáneos; el globo-caja, llamado así por su forma; el globo-beso, puro rumor para abreviar el tiempo de las insinuaciones amorosas; el globo-mandarina; el martillo, etc. Estos globos sólo se mantienen en el aire mientras la estopa está encendida.

Por extensión, también se llama globo al currante que se desloma toda la semana en el trabajo y, el día de la paga, con la excusa de ir a saldar la cuenta del mes en la taberna, se pule media paga empinando el codo, convencido de que lleva mucho dinero en el bolsillo. La bebida es la estopa que lo va inflando, inflando, inflando, y le hace subir, subir, subir, para después bajar, bajar, bajar, ya completamente apagado. Y en ese momento llegan los chicos para robarle sus pertenencias y el dinero que le queda.

Esta actividad, tan disputada no sólo por los delincuentes sino también por la gente del Callejón, se denomina «apagar el globo». Miúdo lo prohibió a fin de evitar las repetidas denuncias que se presentaban en comisaría (con lo que disminuyeron las redadas policiales), para dar la impresión de que Ciudad de Dios se había convertido en un lugar tranquilo y también para ganarse el reconocimiento de los alcohólicos de la favela. Sin embargo, por motivos miserables, los chicos de la Trece se despertaron temprano aquel viernes precedido de luna llena. Armados con piedras y palos, atacaron todos los quioscos de periódicos que encontraron en el camino; más tarde, desvalijaron todos los comercios de la plaza de la Freguesia a punta de navaja y con un revólver del 22; y, por la noche, apagaron el globo a todos los borrachos a los que no conocían.

A Zé Maria, que vivía en el Bloque Ocho, le gustaba beber en la Praça Principal de la favela. Allí, masticando molleja de gallina y delante de su bebida, observaba a las mujeres y dictaminaba cuál estaba buena y cuál no. Ese día bebía con mayor avidez que de costumbre: acababa de recibir una indemnización por la rescisión de su contrato de trabajo, que tenía una duración de seis años. Los chicos, apostados en la parte izquierda de la barra del bar de Tom Zé, bebían guaraná mientras observaban cómo Zé Maria le daba a la cachaza, comía molleja y se lavaba el estómago con cerveza. Tom Zé les pidió que no robasen cerca del bar y, para que le hiciesen caso, les regaló un litro de gaseosa.

Zé Maria salió tambaleante a la noche ya cerrada; los chicos lo siguieron, a la espera de que pasase por un lugar desierto para abordarlo. El atraco se produjo antes de llegar a los centros de desintoxicación de Barro Rojo. Zé Maria trató de librarse de los chicos de la
quadra
Trece, pero sus intentos resultaron infructuosos.

A la mañana siguiente le dolía el estómago y le pesaba la cabeza; aun así, decidió levantarse, lavarse la cara y cepillarse los dientes. Salió de casa sin contestar a su mujer, que le había preguntado si no iba a tomar café, y fue a buscar a Miúdo. No lo encontró en el puesto de droga y tuvo que quejarse ante Biscoitinho y Camundongo Russo, que le prometieron recuperar el dinero lo más pronto posible.

—Ayer vi a esos chicos de la Trece saliendo del bar en pandilla. Cuando me vieron, trataron de darme esquinazo, ¿entiendes? Sólo pueden haber sido ellos —dijo Camundongo Russo.

—¡Vamos allá, vamos allá! —propuso Biscoitinho.

—Es mejor hablar primero con Cabelinho, ¿vale, hermano? Él es el que manda en la Trece —objetó Camundongo Russo.

—¡Que no, chaval! ¡Nosotros sabemos lo que hay que hacer! Y ellos ya deberían saber que no pueden apagar globos en la favela, ¿o no? —argumentó Biscoitinho.

—Pues sí, tienes razón.

—Entonces vamos para allá.

Salieron en bicicleta por los callejones del Barro Rojo, cruzaron la Rua Edgar Werneck y entraron en la Rua dos Milagres la mar de tranquilos, como si dieran un paseo matutino. Los chicos estaban en la primera travesía, trajinando para elevar cometas, con la alegría de quien tiene dinero.

—¿De dónde habéis sacado el dinero para comprar ese hilo? —preguntó Biscoitinho.

—¿Y a ti qué te importa, tío? —respondió Monark, mirando con ojos extraviados, sin dejar de unir cintas de papel fino al hilo.

—¡Oye, mocoso! ¿Te crees que un chico crecido es un hombre? ¡Todo el mundo apoyado en la pared! ¡Regístralos! —dijo Biscoitinho a su compañero con una pistola 9 milímetros en la mano.

Camundongo Russo los registró en busca de armas y dinero y tuvo que empujar a Monark y a Palitinho, que se negaron a arrimarse a la pared. Debido a su resistencia, no los registraron con mucha minucia, por lo que Camundongo Russo no encontró parte del dinero en el bolsillo de Palitinho.

Biscoitinho les preguntó varias veces si habían sido ellos los que habían apagado el globo de Zé Maria. Ninguno respondió. Entre tanto, Monark fue acercándose poco a poco al hoyo donde tenía escondido su revólver. Arrastrando los pies, con la nariz moqueando, flaquísimo y sin camisa, miraba serio a los traficantes que los amenazaban con llevarlos a conversar con Miúdo. Permanecieron unos minutos más charlando hasta que Camundongo Russo convenció a Biscoitinho para que se fueran, no sin antes amenazarlos de muerte si llegaban a enterarse de que habían apagado otro globo en la favela.

Cuando Biscoitinho y Camundongo Russo volvieron a Los Apês, se encontraron a Miúdo aún somnoliento y, sin saludarlo siquiera, comenzaron a relatar lo ocurrido a su jefe, que no tenía muchas ganas de conversar. Los escuchó sin interrumpirlos y al final dijo de manera tajante:

—Sólo se le apaga el globo a quien está bolinga. Nadie le obligó a beber. ¡Dejad a los chicos tranquilos! ¿Cuánto le sacaron?

—Seiscientos.

—Dadle el dinero y decidle que si vuelve a emborracharse nos lo quitaremos de en medio.

Marisol se alejó e intentó convencer a Thiago para que charlaran tranquilamente; quería explicarle que se había declarado a Adriana cuando estuvo seguro de que ellos dos ya no salían juntos. Thiago, sin hacerle caso, iba de aquí para allá con los puños cerrados, se balanceaba, hacía ademán de irse y no se iba, insultaba a Marisol, hasta que éste sacó la pistola y, tras amartillarla, apuntó a Thiago y dijo que lo mataría. Tras correr unos cincuenta metros, Thiago se parapetó detrás de un poste y desafió a Marisol a que disparase. Incluso con el arma en la mano, Marisol intentaba convencerlo de que charlaran. Le aseguró que guardaría la pistola si el otro accedía a hablar con calma. Thiago replicó, le aseguró que conseguiría un revólver y lo mataría sin piedad. Ante esa afirmación, Marisol disparó. Un humo ligero le envolvió el rostro. Las balas, que perdieron fuerza antes de alcanzar los veinte metros, cayeron al suelo.

Resultó que, mientras Marisol cargaba la pistola, Thiago tenía tiempo para acercarse a él y agredirlo. Así pues, Marisol corría a la vez que cargaba el arma y, con la lengua asomando por la comisura izquierda de los labios, disparaba dos veces sobre Thiago. Este se detenía a veinte metros, esperaba los dos tiros y se precipitaba sobre Marisol. Pasaron toda la tarde en ese tira y afloja. Se formó un corrillo de gente que se reía y los azuzaba. Cuando Marisol disparaba, todo el mundo corría; después, Thiago atacaba y los curiosos aplaudían. Recorrieron toda la favela entregados a ese jueguecito hasta que a Marisol se le acabaron las balas. Finalmente se enfrentaron cuerpo a cuerpo. Todos los que presenciaron la pelea opinaron que había habido empate.

Las peleas entre Thiago y Marisol se prolongaron durante dos semanas, y se enfrentaban en los sitios más dispares. Los amigos convencieron a Marisol de que no usase el arma contra Thiago porque éste, alegaban, era de la panda. De la misma forma, intentaban persuadir a Thiago de que acabase con ese rollo de macho herido, diciendo que quien tenía que elegir era Adriana y ella ya había elegido.

Thiago no los escuchaba, aseguraba que el mundo era demasiado pequeño para los dos y afirmaba que Adriana sólo salía con el otro para darle celos.

Un viernes por la noche, Pardalzinho se vio obligado a disparar dos veces al aire en el Ocio para separarlos. Con el arma en la mano, les dijo que si volvían a pelearse los mataría, y los obligó a darse un apretón de manos.

En realidad, se trataba de una estratagema que los amigos de Marisol y Thiago habían urdido con Pardalzinho. Este se había introducido en el grupo a través de Daniel y, para granjearse la amistad de los chicos, comenzó a enviarles marihuana mañana, tarde y noche, todos los días de la semana, y también a pagar helados, bollos y refrescos en la Panadería del Rey, donde solía encontrar a la panda reunida.

Para celebrar el fin de la enemistad entre los dos chavales, Pardalzinho se llevó a todo el grupo a una churrasquería y les dijo que podían comer y beber hasta hartarse, que él pagaría todo. Y así lo hizo, siempre con una sonrisa sincera en el rostro.

Además, ahora era guapo: le besaban las muchachas más bonitas de la favela, iba a los bailes armando jaleo en el autobús y había aprendido a hacer
surf
de plancha como nadie. Le gustaba su nueva vida.

Al día siguiente, Amendoim, un camello de su zona, se burló de él afirmando, delante de todos los maleantes, que los pijos se cagaban encima. Todos, incluido Miúdo, se rieron. En un primer momento, a Pardalzinho le pareció gracioso, pero después se sintió ridículo; de repente sacó el revólver y ordenó a todo el mundo que se largase. Al principio nadie se movió, pero cuando oyeron el primer tiro todos salieron despavoridos entre los edificios. Pardalzinho los persiguió sin dejar de disparar. Mientras corrían, la mayoría se partían de risa; Pardalzinho, serio, descargaba y cargaba el arma, soltaba palabrotas y los retaba para que se liasen a tiros con él. Pese a la rabia que sentía y al cabreo que llevaba, no disparaba a dar. Los persiguió un rato más y después optó por irse a los chiringuitos, donde se tomó un refresco y se comió un bollo.

Al cabo de unos minutos ya estaba contando chistes a los parroquianos del bar, haciendo payasadas y cantando rock. Sus compañeros comenzaron a llegar muy sigilosos. Pardalzinho los saludó como si nada hubiese ocurrido. Ordenó a Amendoim que liase un porro; fumó abrazado a Miúdo, que le mostraba la pierna con el rasguño que se había hecho al caer mientras corría. Pardalzinho compró tiritas y puso una en la herida de su amigo. Todo se había reducido a un juego de policías y ladrones, sólo que un poco más elaborado.

Por la noche, Pardalzinho aprovechó un momento en que se hallaban solos para comunicar a Miúdo su intención de casarse. Hacía mucho tiempo que estaba saliendo con Mosca y ya se había convencido de que era la mujer ideal para ser la madre de sus hijos. Era cariñosa, comprensiva, había dejado de robar y de fumar marihuana en las esquinas como un hombre, preparaba comidas sabrosas, limpiaba la casa como nadie, a su familia le caía bien, y un largo etcétera. Rogó encarecidamente a Miúdo que no se lo dijese a nadie, porque su intención era continuar tirándose a las putitas y a las pijas, que ahora también le estaban echando el ojo.

—¿Cuándo te casas?

—¡Hoy mismo!

—Pagarás por lo menos una cerveza a los…

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