Ciudad de Dios (33 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Un lunes lluvioso Pouca Sombra esperó a que Ana Flamengo saliese de la casa y entonces él entró a recoger sus cosas, se llevó todo el dinero escondido bajo el colchón y escribió en un trozo de papel de envolver pan: «Nuestra historia ha terminado, disculpa el mal rollo. Firmado, Pouca Sombra». Ana Flamengo, al leerlo, sintió frío, frío por tener que dormir sola en las noches del invierno en ciernes; frío por no tener ya marido que matara a las cucarachas, que le daban tanto miedo y asco; frío por tener que cocinar para ella sola y comer también sola; frío por no tener ya a nadie a quien ofrecer regalos. Era el frío por la soledad. Anduvo cabizbaja por todas las habitaciones de la casa, fue a ver el lugar del armario donde Pouca Sombra guardaba su ropa: vacío. Las lágrimas mojaban el polvo de arroz de aquel rostro de payaso triste; se arrojó en la cama sollozando en silencio, ese silencio que acompañaba de modo inevitable su vida, llena de desprecio y discriminación: se pasaba el día ocultándose, llegaba cuando ya se había acabado todo, recibía miradas de asco, la maltrataba la policía. Los pensamientos se agolpaban en su mente.

Se levantó, se quitó la peluca lentamente frente al espejo y se pasó la mano por la cara, mezclando mucosidades, polvo de arroz, carmín y lágrimas. Comenzó a desvestirse y a acariciar sus partes más íntimas. Un acto erótico; tal vez sintiese placer en representar aquella escena, pues todas las actrices lo hacían en el cine y en la televisión. Era una actriz: ¡Gloria Menezes sintiendo la ausencia de Tarcísio Meira! Más aún, era Marilyn Monroe mirando el cuerpo perfecto del que Pouca Sombra había prescindido. Ora se detenía, ora tensaba los músculos, era hombre, era mujer, pero triste, muy triste se había sentido la mayor parte de su vida. ¿Por qué su deseo tenía que ser tratado como una cosa sucia, ocultada y vergonzosa? Su rostro serio, mirándose a sí mismo, se preguntaba: «¿Quién eres tú? ¿Qué más querías aparte de la soledad? Vamos, échate en la cama y sufre allí en silencio, que mañana te volverás a habituar a todo. ¡Nada nuevo ocurrirá, maricón descoca do!».

Tomó la decisión de conciliar el sueño deprisa, nada de pasarse la noche revolviéndose en la cama y pensando en Pouca Sombra; para dormirse, tenía que fumar marihuana, tomarse cuatro cervezas y dos coñacs, y así caería rendida de sueño. Miró debajo del colchón y des cubrió que Pouca Sombra le había robado. Dudaba entre ir a buscar lo para darle una lección o esperar a que regresara, pues estaba con vencida de que el infeliz volvería para pedirle dinero, puesto que no trabajaba ni estaba dispuesto a robar. Durante un rato, sentada en la cama mirando al vacío, dudó. Y se decantó por la primera opción, l uc a la sala, hurgó en su bolso, cogió dos billetes de diez cruzeiros, se lavó la cara, se puso lo primero que encontró en el armario y caminó sin prisa hasta Allá Arriba. Compró dos bolsitas de marihuana y so la fumó toda mientras recorría las callejuelas de la favela. Cedió a la de presión, que esta vez atacaba con fuerza, y por su mente cruzó la idea de regresar a casa y acabar con todo de una vez pegándose un tiro en la cabeza. Sin embargo, entró en la primera taberna que encontró, pi dió una cerveza y se la bebió despacio sin fijarse en las miradas de des precio que le lanzaban los hombres que jugaban al billar. Encendió un Continental sin filtro. La ceniza caliente caía en su pierna y le quemaba levemente. Pero no cambió la posición del cigarrillo; aquel do lorcito no era nada comparado con el calvario que hería su alma y es tremecía su cuerpo. Pensaba en los regalos, en el dinero que le había dado a Pouca Sombra durante el tiempo que vivieron bajo el mismo techo, en las comiditas, las gachas, los pasteles que con tanto cariño le había preparado. Y el cabrón todavía tuvo la desfachatez de robarle. Comenzó a hervirle la sangre en las venas y una especie de odio invadió su espíritu; se levantó y salió precipitadamente. El dueño de la taberna tuvo que reclamarle a gritos el dinero de la cerveza consumida. Siguió caminando por la favela en dirección a la casa de la madre de Pouca Sombra.

Quien corría con sed de venganza no era Ana Flamengo, era Ari, hombre de un metro noventa, acostumbrado a enfrentarse a policías cuerpo a cuerpo en las madrugadas de Lapa y del Bajo Meretricio. No, no era la Marilyn Monroe de Estácio, era el maleante del morro de São Carlos, que luchaba como nadie navaja en mano, que pegaba unas patadas certeras, capaces de tumbar a cualquiera que se interpusiese en su camino, que golpeaba a diestro y siniestro cuando lo molestaban; quería recuperar su dinero, y no porque lo necesitara, sino para ven gar la traición, la cabronada.

Frente a la casa de su ex amante, Ana Flamengo, la primera vez, golpeó enérgicamente el portón con las manos; la segunda vez, además de golpearlo con más fuerza, gritó el nombre del traidor con las manos en la boca a modo de bocina. Nadie atendió, pero la luz de la sala estaba encendida y percibió movimiento cuando volvió a la carga por tercera vez. Su odio aumentó cuando distinguió a Pouca Sombra mirando por detrás de la cortina. Le advirtió a voz en cuello que entraría si él no aparecía con su dinero en el acto. Pouca Sombra se arrepintió de habérselo gastado todo en drogas; guardó el plato donde machacaba la cocaína, intentó responder con la mentira más convincente que su mente pudiese improvisar en unos segundos y paseó nervioso por la sala mientras oía el chirrido del portón y la voz de Ana Flamengo diciendo que ya estaba entrando. Fue hacia la habitación y, tras abrir la ventana, se precipitó al exterior. Cayó encima de un haz de leña, y con tal estrépito que no sólo llamó la atención de Ana Flamengo, sino que también despertó a sus padres. Ana Flamengo rodeó la casa hasta llegar al patio y, sin atender a explicaciones, le golpeó con extrema violencia. Pouca Sombra intentaba librarse de Ana Flamengo, que no paraba de llamarlo ladrón y traidor a gritos y despertó a los vecinos, que salieron de sus casas para ver la discusión. Ana Flamengo, consciente de que a Pouca Sombra le daba vergüenza que la vieran con ella, lo arrastró hacia la calle. Mientras lo golpeaba, gritaba:

—¡Me diste por culo diciendo que me querías y después me robaste el dinero descaradamente! ¡Hijo de puta! ¡Me dejaste porque no te follé cuando me lo pedías, maricón! ¡Eres tan maricón como yo!…

La madre de Pouca Sombra intentó intervenir varias veces. Ana Flamengo la atajaba diciendo que aquél era un conflicto entre marido y mujer, donde nadie debía meter la cuchara. Sólo paró de golpear al infeliz cuando se percató de que se había desmayado.

Después de aquel día, Ana Flamengo pasó bastante tiempo sin pasearse por la favela. Se encerró en casa, arrepentida de haber perdido los estribos con Pouca Sombra, lo cual la atormentaba. No debería haberlo hecho, lo más probable es que hubiera malogrado la oportunidad de una reconciliación; volver a vivir sola era lo que menos deseaba en la vida, y no por el sexo: eso ya lo obtenía cuando hacía la calle, y siempre habría chicos que desvirgar. Lo único que quería era un compañero, pero tenía que acostumbrarse a la idea de que siempre estaría sola; ya era la segunda relación que acababa violentamente; los dos la habían explotado y humillado, y ella no había podido rechistar, pues la amenazaban con abandonarla.

Resignación, soledad, odio, miedo. Unió todos esos sentimientos con los que se había encerrado en su habitación y los tiró por la ventana; se vistió de modo provocativo, se pintó y se fue al mercadillo a comprar una gallina.

Después de librarse de los mocosos, pasó por la casa de algunas de sus amigas ladronas para invitarlas a almorzar.

—Os digo una cosa, chicas: ya no estoy dispuesta a trabajar en casa de señoras ricas para hacer el caldo gordo a esos cabrones. Ellos se entienden bien con nosotras, que si palmaditas en el trasero, pellizquitos y esas cosas, y después las señoras hacen nuestro retrato robot a los polis… El negocio ahora es el mercado, ¿sabéis? Hay que afanar en un puesto importante y conseguir cosas caras que se vendan rapidito —dijo Nostálgica a sus amigas mientras picaba cebolla en casa de Ana Flamengo.

—Ese rollo de vender luego en el mercadillo tampoco sirve, las blancas van con el dinero contado. Te mueves como una loca para vender algo y sólo te queda una mierda, y para colmo te arriesgas a que te pillen —se lamentó Juana.

—¡Estoy diciendo que el negocio es el mercado! Hay una tía que cose unas braguitas con el fondo bien ceñido a las piernas, ¿entiendes?

—¿Cómo?

—Son como calzoncillos, pero sólo se pueden ceñir al muslo y el fondo es ancho. Basta con conseguir una falda bien amplia, arreglarse bien, comprar algo para disimular, llevarse a un niño de pantalla y listo. Puedes meter hasta botellas de güisqui y pasarlas sin problemas…

—Vosotras tenéis que hacer como yo: cuando no consigo un todo-terreno para darle por culo, me llevo la mano a la navaja y me transformo en un visto y no visto…

—¡Pero tú eres diferente, Ana Flamengo! Cuando se te antoja te conviertes en hombre —repuso Nostálgica, provocando las risas de las demás.

—¿Sabes a quién vi toda empingorotada haciéndose la señora en la cola del ambulatorio? A Lúcia Maracaná —dijo Juana.

—¡Quién la ha visto y quién la ve! Vaya cambiazo que ha dado la tía. Pasa por delante de ti y apenas te dice hola… Ya no se para a charlar un rato. Vive sólo para su casa y para su marido.

—Un día yo también dejaré esta clase de vida, ¿sabéis? —dijo Nostálgica, y sus palabras provocaron un tenso silencio.

Retomaron la discusión sobre las nuevas modalidades de robo y acabaron concluyendo que Nostálgica tenía razón: el mercadillo era el lugar más propicio para robar, puesto que la mayoría de la gente acudía a él para comprar las cosas que necesitaba. Y en lo que respecta a la mercancía robada, ya encontrarían la manera de darle salida.

Ese mismo día fueron a la casa de la costurera a tomarse las medidas y en menos de una semana ya estaban trabajando en los mercadillos de Barra da Tijuca, Jacarepaguá y Zona Sur. Acordaron no hablar de la nueva actividad con nadie más, para que no se pusiese de moda y, por consiguiente, la policía se enterara. Incluso tuvieron la precaución de turnarse en los mercados y robar sólo los días de mucho movimiento. Cosa fácil, dinero dulce. Ya no eran ladronas de tiendas; ahora tenían pasta suficiente para llevar una vida menos miserable, y no se veían en la obligación de trabajar en empleos que no hacen sino dañar el cuerpo y el espíritu.

Odiaban la vida de una asistenta porque, en el fondo, no era más que una vida de desprecio, trabajo duro y escaso dinero. Nostálgica siempre decía que ella no iba a convertirse en el azote del mundo por no haber tenido todas las cosas que un ser humano necesita para afirmarse en la vida: ella no había inventado el racismo, la marginación ni ningún otro tipo de injusticia social; no tenía la culpa de haber dejado los estudios para que el suelo de la casa de cualquier señora distinguida quedase reluciente. Quería dinero para darles una vida digna a sus hijos, cosa que trabajando no conseguiría, y por eso, cada final de mes, como las demás, realizaba de treinta a cuarenta hurtos en los mercados y las cosas le iban bien. Tuvo dinero para el médico, el dentista, la comida y el material escolar de sus hijos. Esas mujeres sólo aspiraban a una vida digna y, en cuanto el dinero se lo permitió, ampliaron las minúsculas casas en las que vivían y repusieron los muebles que la inundación se había llevado. Comenzaron a vestirse decentemente y a alimentarse bien y a usar los tan soñados cosméticos… Cambiaron su apariencia, lo que facilitó aún más su actividad, y ésta, por lo tanto, perduró largo tiempo.

«Nada mejor que una fiesta para ahuyentar la depresión», concluyó Ana Flamengo, sentada en el sofá, una vez que se quedó sola. El almuerzo con las amigas le había infundido nuevas fuerzas para vivir y resolvió volver al trabajo, que había dejado desde que Pouca Sombra la abandonó. Durante mucho tiempo no tuvo ánimo para nada ni ganas de hablar sobre el asunto con nadie, y sabía que las compañeras del trabajo le preguntarían, como siempre, sobre el desgraciado de Pouca Sombra.

Todo indicaba que la mala racha se estaba alejando. Se levantó del sofá para ir a la cama con el objetivo de despertarse recuperada y lo grar que todos vieran de lejos —con carmín chillón, pantaloneros ajustados, un perfume discreto, un maquillaje exagerado y una peluca larga— su vieja sonrisa arrogante y enérgica como frontispicio de la noche.

—¡Vaya! ¡Estás estupenda! Desapareciste para volver en todo tu esplendor, ¿eh?

—¡Si Sandra Breá me ve, querida, no va a llegar siquiera a la altura de mis talones! Y además he subido la tarifa: ya no hago mamadas, no entro en moteles baratos y sólo bebo güisqui importado. ¡He vuelto para arrasar, para arrasar! —dijo Ana Flamengo a sus compañeras de trabajo.

—Bonita, tenemos muchas cosas nuevas que contarte. ¿Te acuerdas de Magalháes?

—Claro.

—Él ya ha estado con todas, ¿no? Y, si no me falla la memoria, ya tuvo algunos rollos contigo… Pues bien, durante todo ese tiempo en que tú desapareciste del mapa, anduvo follando como un loco con la Gorete, y la cuestión es que no le pedía ni un céntimo. Una noche muy fría, Magalháes le preguntó a ella en voz muy baja si le gustaría metérsela y…

—Basta hablar del Diablo para que muestre el rabo.

—Seguro que estáis hablando de mí —dijo Magalháes, que acababa de llegar.

—Y voy a seguir hablando… ¿Por dónde iba?

—¡Cuando Magalháes le preguntó a la Gorete si le gustaría metérsela! —respondió Ana Flamengo haciendo gestos obscenos.

—Entonces te lo cuento yo mismo: ella cogió y empezó a meterme su rabo muy despacito; creí que me reventaba el culo; sentía un dolor en los bordes… y después esa cosa agradable que entraba y salía… ¡Joder, tía! ¡Ya no quiero saber nada de coños, quiero que me folien, que me folien! —finalizó Magalháes, riendo a carcajadas y provocando las risas de los demás.

Permanecieron un rato más contándose las últimas novedades entre largas risotadas, hasta que decidieron concentrarse en el trabajo y se separaron después de desearse suerte. A Ana Flamengo, por haber estado ausente tanto tiempo, le concedieron el privilegio de quedarse en el mejor lugar de la zona. Se bajó los pantaloncitos y hacía muecas eróticas a los conductores que pasaban lentamente pero sin detenerse. Algunos la insultaban; otros le soltaban chistes envenenados. Cuando Ana Flamengo empezaba a desesperarse y a pensar que tendría que salir a robar al día siguiente si no conseguía pronto un cliente, un hombre paró el coche muy cerca de ella y, sin hablar, abrió la portezuela y le hizo señas para que subiese.

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