Bonito ordenó comprar velas. Él mismo las encendió y las colocó alrededor de los cadáveres de sus compañeros. La crisis de nervios que sufrió la madre de Filé com Fritas, en su intento de reunir los pedazos de la cabeza de su hijo esparcidos por el suelo, se asemejaba a un ataque de epilepsia. Bonito se sentía responsable de aquella desgracia: un trozo de cabeza en un lateral del callejón, un ojo suelto, intacto, que parecía mirarle, pequeños restos ensangrentados y dispersos… Sólo la parte inferior de la cara permanecía unida al cuello. Las calles, antes desiertas, se poblaron en un instante y los llantos de las madres junto a los cadáveres de sus hijos cortaban el silencio.
En Los Apês, reinaba un clima de fiesta: sólo había habido una baja. Biscoitinho contaba con orgullo cómo se fue haciendo pedazos la cabeza de Filé com Fritas. Miúdo, con la intención de incentivar a sus secuaces, lo elogiaba, lo invitaba a cerveza, lo abrazaba y decía que era el tío más cojonudo de la cuadrilla.
En los días siguientes, nadie vio a Bonito en las calles. Escondido en la casa de Cenoura, veía su nombre escrito en todos los periódicos; hasta en la televisión lo mencionaban, junto a Miúdo, Madrugadão, Cabelinho Calmo y Sandro Cenoura. Decían que el motivo de la guerra era la disputa por los puestos de venta de droga. Miúdo, al saber que su nombre salía en los periódicos, se entusiasmó tanto que, a partir de entonces, todas las mañanas pedía a Camundongo Russo, el único de la cuadrilla que había recibido cierta educación, que se los leyese. Camundongo Russo decía que bastaba con leer la sección de sucesos, pero Miúdo, con la ilusión de encontrar su nombre, le exigía que leyese todas las secciones y suplementos de todos los periódicos de la ciudad, incluso los anuncios clasificados. Durante toda la semana, la policía patrulló día y noche por Allá Arriba y por los bloques de pisos.
Al contrario de lo que pensaba Bonito, la gente de Allá Arriba se volcó para apoyarle. Tras la muerte de algunos de sus muchachos, aparecieron nuevos aliados, y personas que él no conocía se ofrecían para prestar ayuda o para avisarle de que habían visto a alguno del bando enemigo en determinado lugar. Los rufianes del Dúplex y de las Ultimas Triagens también se incorporaron a la cuadrilla de Bonito. Pero carecían de revólveres y de munición. Ratoeira habló de una armería en Madureira muy fácil de atracar: sólo necesitaba tres compañeros, y conseguiría un montón de armas. Cenourinha se comprometió a ayudar; Bicho Cabeludo y Tartaruguinha se ofrecieron a acompañarle.
El asalto sólo proporcionó armas a la mitad de los veintiséis hombres que componían la cuadrilla de Bonito. Sandro Cenoura se encargó de conseguir la munición. Resolvieron quedarse con el puesto que Miúdo tenía en Allá Arriba con el propósito de obtener dinero para comprar más armas. De paso, Sandro propuso que también se hicieran con el puesto que Cabelinho Calmo tenía en la
quadra
Trece: si conseguían dominar toda la zona de las casas, sería más fácil tomar Los Apês, ya que la Trece se hallaba situada en un lugar estratégico para llegar a los dominios de Miúdo.
Bajo la llovizna de un viernes a las dos de la mañana, Bonito y Cenoura acaudillaban por las calles desiertas a dieciocho hombres dispuestos a atacar la Trece. Esperaban encontrar a Cabelo Calmo al frente de la venta de droga.
Bajaron por la calle del brazo derecho del río, cruzaron el puente, entraron en la calle de la escuela municipal Augusto Magne y llegaron al Rala Coco, donde organizaron el ataque. Se dividieron: una parte entró por la calle de la guardería y la otra cruzó la Rua do Meio. Se adentraron en una plaza paralela a las casuchas y caravanas de la
quadra
Trece. A las dos y cuarto, tal como habían acordado, tomaron al asalto las caravanas de la Trece. Todo desierto. Avanzaron, avanzaron y nada. De repente, comenzó un tiroteo. Desde el tejado, Cabelo Calmo, acompañado de Borboletão y Meu Cumpádi, se cargó a dos de los aliados de Bonito; acto seguido, el resto de su cuadrilla, también dispersa por los tejados, comenzó a disparar a los invasores, que corrieron asustados al oír tiros de ametralladora.
Cabelo Calmo, previendo que Cenoura podría tomar la Trece, armó a su camello y colocó dos vigías que día y noche controlaban las inmediaciones del Ocio. Uno de ellos había divisado a Bonito bajando con sus soldados y salió a la carrera para avisar a Cabelo.
Ahora, Cenoura y Bonito tenían como enemigos a dos cuadrillas.
Borboletão, Meu Cumpádi, Borboletinha —hermano de Borboletão—. Monark, Ensopadinho y Terremoto eran los principales aliados de Cabelo. Maleantes desde niños, tenían arrojo y se dedicaban a desvalijar autobuses, viviendas y simples paseantes. Junto con Cabelo Calmo, dirigían a una veintena de chicos con antecedentes parecidos a los suyos. La verdad es que no les gustaba mucho la cuadrilla de Miúdo, pero preferían unirse a ellos para salvaguardar el puesto de venta de droga pues, pese a no tener participación alguna en los beneficios, éste era, a fin de cuentas, el puesto de su zona. La cuadrilla estaba compuesta por hermanos, cuñados, compadres, primos y amigos de la infancia. Dos de los integrantes eran hijos de Passistinha, y otro, el único hijo de Inferninho. Bonito tendría que combatir contra un clan.
Furioso por haber perdido el puesto de Allá Arriba, Miúdo, respaldado por la cuadrilla de la Trece, se mostró superior en armas y hombres en otros dos ataques posteriores. Liquidaron a dos enemigos y obligaron al resto de la panda de Bonito a salir por piernas. En los chiringuitos, Miúdo hablaba a gritos y echaba pestes de Bonito mientras esnifaba cocaína compulsivamente.
—Llama al tipo de las armas, llámalo, llámalo ya… Dile que venga ahora mismo —ordenó a Cabelo de repente.
En menos de una hora, el traficante de armas se presentó en el chiringuito.
—Quiero diez armas, las más modernas que tengas, ¿vale? —le exigió Miúdo sin saludarlo siquiera—. Y envíame diez de las que están usando en la guerra de las Malvinas para reventarlo todo. Quiero de esas que, cuando disparas la bala, atraviesa de parte a parte a la víctima y lo deja agujereado. ¡Tráelas, tráelas!
—¿De qué armas de las Malvinas me hablas, chaval?
—Un tipo lo dijo en el periódico, Musgaño me lo leyó… ¿No era así, Camundongo Russo?
—Sí. ¡Es una especie de fusil tope potente!
—No son fáciles de conseguir.
—¡Me da igual! Quiero fusiles de ésos, ¿vale? Pagaré el precio que pidas.
—De ésos no tengo.
Después de una semana, lo único que el traficante consiguió fue una ametralladora y cinco recortadas, que le proporcionó un policía civil.
La cuadrilla de Bonito también crecía, pero los nuevos integrantes eran apenas unos niños y nunca habían manipulado armas. Incluso sin ellas, no dudaban en ir delante, como exploradores, o en reunirse para amedrentar a los enemigos de la Trece llevando palos en la cintura y revólveres de juguete. Llegaban a las proximidades de la zona enemiga para insultarlos y tirarles piedras, y se volvían corriendo cuando comenzaban a dispararles.
Olvidó por completo su decisión de marcharse de la favela después del primer ataque contra Miúdo. Había aprendido a matar, y hasta le parecía fácil. Además, cargarse a los maleantes no era pecado; todo lo contrario, estaba haciendo un favor a la población al mandar al quinto infierno a esa patulea. Y no huiría de allí como un perro, él no había provocado la guerra: vengaría a su abuelo, vengaría a su ex novia violada y vengaría a los amigos muertos en combate. Su madre le pidió que dejase todo en manos de Dios, insistió en que abandonase aquellas necias ideas de venganza, porque solamente el Señor puede juzgarnos, decía, y le imploró resignación ante la prueba a la que Dios lo sometía. La mujer, al ver que nada conseguía, se dedicó, junto con su marido y otros hermanos en la fe, a cantar las oraciones de la Asamblea de Dios. Bonito, ante la posibilidad de que Miúdo atacase su casa, entregó una pistola a su hermano Antunes y apostó en las proximidades a dos de sus aliados, que vigilaban día y noche.
Antunes también había dejado el trabajo; dormía poco, no salía de casa y estaba alerta, siempre alerta como un boy-scout. Se había impuesto la tarea de ayudar a Bonito en todo lo que le hiciese falta, pues creía en la justicia que su hermano perseguía y lo apoyaría hasta el final. Sin trabajo, Bonito se vio obligado a cometer su primer atraco, eso sí, advirtiendo previamente a sus compañeros que bajo ningún concepto disparasen a las víctimas; sin embargo, en el tercer atraco, no tuvo más remedio que matar a uno de los guardias de seguridad que lo rodearon para poder escapar.
A Sandro no le gustaban los atracos, los consideraba peligrosos, y volvió a ofrecerle la mitad de los beneficios que obtenía con la venta de la droga. Bonito aceptó, el riesgo de matar a inocentes en el transcurso de un atraco era demasiado grande. De todas las opciones que tenía ante sí, vender drogas era la más segura. Además, sólo compraba drogas quien quería.
Un sábado, toda la cuadrilla de Miúdo salió para atacar Allá Arriba excepto Otávio, que se quedó a cargo de la venta de droga en los chiringuitos de los pisos. Demasiado flaco y bajito, apenas podía cargar con la pistola. Hacía poco que le habían ascendido de recadero a camello, y estaba encantado con su nuevo cometido. Se reía por tonterías y disfrutaba enseñando la pistola y la bolsa de plástico en la que guardaba los saquitos de marihuana y las papelinas de coca. Se sentó en una de las sillas de un bar y pidió una cerveza. Había escondido las drogas debajo de una piedra. Encendió un cigarrillo, se bebió la cerveza a grandes sorbos; luego pidió otra más fría y se la bebió de la misma forma. Exultante, daba los buenos días a todos los que pasaban por allí, se insinuaba a las mujeres y compraba golosinas a los niños que corrían bajo aquel sol despiadado.
El tráfico era intenso en la Gabinal en dirección a la playa de Barra da Tijuca. Centenares de coches circulaban por allí en las mañanas de sol intenso. Como sólo tenían dos revólveres, Lampião y sus compañeros habían apilado gran cantidad de adoquines al borde de la carretera. Sabían que se arriesgaban a que Miúdo montase en cólera si se enteraba de que iban a asaltar allí, pero, considerando la falta de alternativas, los nueve aliados, los llamados «Caixa Baixa», que para variar estaban sin blanca, arrojaron simultáneamente los adoquines a nueve coches y esperaron a que los conductores perdiesen el control de los vehículos para desvalijarlos. Un hombre y dos mujeres acabaron con la cabeza abierta en el primer y único ataque; se llevaron todo lo que pudieron en cuestión de minutos. El plan lo había tramado Lampião; éste, al día siguiente de que su padrastro le propinara aquella paliza por llegar a casa sin dinero, se había levantado temprano y había salido de casa para no volver nunca más. Comenzó a dormir en casa de amigos e incluso en la calle. No se integró en la cuadrilla de Miúdo porque no le gustaba recibir órdenes; de los cinco revólveres conseguidos en una casa que había desvalijado, Miúdo se había quedado con tres. El plan era atracar los coches, entrar por los Bloques, llegar al bosque y salir por la Quintanilla, donde Conduite, otro miembro de la panda, había alquilado una chabola. Otávio alcanzó a verlos cuando emprendían la fuga. Apuntándolos con la pistola, les ordenó que se detuviesen, los llevó detrás del Bloque Siete, reunió los objetos, el dinero conseguido y las dos armas, y les dio unos sopapos, sin reparar en que aquellos chicos tenían la misma edad que él. Orgulloso por la tarea realizada, esbozó una sonrisa de satisfacción y ordenó a los chiquillos que apoyasen la nariz contra la pared y levantaran las manos hasta que llegase Miúdo.
Dos horas de tiroteo en las callejuelas de Allá Arriba. Miúdo mató a otro aliado de Bonito. Ahora cincuenta hombres disparaban contra treinta y cinco, que se habían refugiado en el bosque. La superioridad armamentística de la banda de Miúdo aumentó aún más al unírseles la cuadrilla de la Trece. Cada uno de sus hombres combatía con dos revólveres, Cabelo con una ametralladora, Miúdo con el fusil, y cinco recortadas en manos de sus principales soldados. En el bosque, algunos de los integrantes de la cuadrilla de Bonito se turnaban con un solo revólver. Hasta el propio Bonito se batió en retirada. El único muerto recibió casi cien tiros en uno de esos ataques soviéticos que tanto gustaban a Miúdo: toda la cuadrilla se colocaba alrededor del cuerpo y tiraba dos veces simultáneamente.
La noticia del trágico crimen de la Gabinal se difundió por la favela como un reguero de pólvora. Miúdo decidió quedarse en la Trece porque la policía asediaba Los Apês. Otávio soltó a los chicos y se refugió en su casa.
Vítor, recadero de Bica Aberta, anunció a voz en grito que el traficante vendía una recortada y que se la vendería al que llegase primero. Un vecino de Bonito, que estaba tomándose una cerveza, escuchó la conversación que Vítor sostuvo con uno de los malhechores de la Trece. Este le dijo que tenía que esperar a que Cabelo o Miúdo se despertasen para hablar con ellos, porque ninguno de los dos toleraba que les interrumpiesen el sueño. El vecino, un hombre trabajador y padre de familia, nunca había querido saber nada de delincuentes ni de drogas; sin embargo, consciente del daño que Miúdo había infringido a Bonito, se solidarizaba con éste y deseaba que venciera. Pero aquella información era muy valiosa, y consideró oportuno transmitírsela a Bonito sin tardanza. Apuró la última jarra de cerveza de un trago, pagó la cuenta y comunicó al primer compañero de Bonito que encontró lo que acababa de oír. Bonito no perdió tiempo y se encaminó con Cenoura al Otro Lado del Río. Y compraron el arma.
Aquel mismo día, Bonito bajó por Allá Enfrente, acompañado de Cenoura y Ratoeira. Había madurado la idea de tomar la Trece. Convencido de la importancia de esa zona para conseguir sus propósitos, iba armado con dos pistolas en la cintura y una recortada en la mano.
En la Trece, Buzunga acababa de vender dos papelinas a Negó Velho, que acababa de cometer un atraco y ahora caminaba por la Rua do Meio.
—¿Quién está vendiendo la droga? —le preguntó Cenoura.
—¡Oye, tío, no me hagas esas preguntas! No es asunto mío, ¿vale? ¡No quiero irme de la lengua!
—Tranquilo —dijo Bonito.
Entraron en una plaza paralela a la Trece y se dedicaron a observar durante unos minutos el territorio enemigo. Bonito quería atacar sin pérdida de tiempo, pero como Sandro insistía en esperar, decidieron esperar un poco e invadieron la Trece a las dos de la mañana, hora en que estaba desierta: algunos maleantes de la zona dormían y otros estaban en Los Apês. Sólo Buzunga se afanaba para vender cuanto antes las cinco papelinas y los diez saquitos de maría que le quedaban e irse directo al motel con su negrita, donde gastaría todo el dinero, porque allí gastar dinero daba gusto, mucho gusto: bastaba con coger el teléfono y el tarugo del camarero te subía patatas fritas y cerveza helada. En realidad, más que camareros parecían criadas de un burdel, y había decidido que jamás sería camarero.