Ciudad de Dios (54 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

El hermano de Bate-Bola se despertó sobresaltado por los gritos de su hermana menor y bajó corriendo las escaleras. Al ver a su hermano con la cabeza destrozada, se abrazó al cadáver ensangrentado y permaneció en aquella posición hasta que llegó el coche fúnebre.

Los hermanos de Cabelo Calmo pasaron a formar parte de la cuadrilla de la Trece, al igual que los hermanos menores de Bonito engrosaron las filas de la suya. Hermanos, primos, tíos, parientes lejanos o próximos, y también amigos, entraban en una u otra banda porque se sentían en la obligación de convertirse en soldados para vengar la violación, el asalto, el robo o cualquier otra ofensa recibida.

En algunos casos, los nuevos integrantes no tenían crimen alguno que vengar, pero se apuntaban a la guerra porque el valor, junto con la disposición para matar de que hacían gala los maleantes, les otorgaba cierto encanto a los ojos de algunas muchachas. Creían que así las impresionarían más. Ellas admiraban a fulano o a mengano por su empeño en defender la zona, y ellos se sentían poderosos y, a la postre, comprendidos. No obstante, los maleantes consagrados los tildaban de simples subordinados, la antítesis de unos rufianes auténticos. Jóvenes ajenos a toda sospecha se convertían en delincuentes y, a veces, luchaban únicamente con un palo mientras esperaban que les dieran un revólver.

Antaño —comentaban pasmados los habitantes de la favela— sólo los miserables, impulsados por sus infortunios, se convertían en delincuentes. Ahora todo era diferente: hasta los más ricos de la favela, los jóvenes estudiantes de familias pudientes —cuyos padres tenían un buen trabajo, no bebían, no maltrataban a sus esposas y no tenían contactos con criminales— cayeron en la fascinación de la guerra. Peleaban por los motivos más nimios: cometas, canicas, novias… Las zonas dominadas por las respectivas cuadrillas se convirtieron en fuertes, auténticos cuarteles generales de los soldados, a los que sólo unos pocos tenían acceso; los que hacían caso omiso de tales restricciones se veían expuestos al escarnio público por vivir en una u otra zona o por ser amigos de algún miembro de la cuadrilla enemiga. La guerra, así, adquirió proporciones mayores, sin que el motivo que la había originado significase ya nada.

Para huir del escarnio o de algo peor todavía, de una muerte fortuita, la demarcación territorial implicaba que las cuadrillas debían recurrir a diferentes contraseñas para identificar al aliado y al rival. La ropa de marca, presente en la favela desde los tiempos dorados de los chicos blancos, comenzaba a poblar la imaginación de los miserables. Sinónimo de distinción, estatus y prestigio, los integrantes de las cuadrillas echaron mano de ese recurso y crearon una especie de uniforme con los chándales utilizados por los aficionados a la gimnasia y tan en boga en esa época. Los ladrones se encargaron de satisfacer las necesidades de cada cuadrilla, cada cual con su marca preferida y su color predilecto. Y, así, comenzó un invierno riguroso, con más de doscientos soldados que seguían obedientemente los dictados de la moda.

Un tímido día de sol, Félix, uno de los integrantes de la cuadrilla de Bonito, se apostó en la esquina de la calle en la que vivía la chica que le gustaba a la espera de que ésta apareciese en el portón. En cuanto la vio, se acomodó el palo en la cintura y salió disparado en dirección a la Trece. Simulaba que iba a realizar un ataque en solitario al estilo de los grandes maleantes. Corría para después detenerse en las esquinas, fingiendo que no la había visto. Su plan consistía en doblar la esquina, cruzar el Rala Coco, aproximarse lo más cerca posible a los vigías de la Trece, simular que disparaba y después salir a la carrera. Lo más probable es que los enemigos respondieran con sus armas; entonces, su amada oiría los tiros y lo consideraría el más valeroso de los hombres.

Cruzó el Rala Coco, alcanzó la Rua do Meio, vio a Terremoto y a Meu Cumpádi y los insultó con las manos en la cintura:

—¡Hijos de puta, os voy a meter un tiro en el culo, jodidos maricas! —gritó y salió corriendo por la primera callejuela hasta llegar a la paralela a la Rua do Meio.

Pero se topó con Borboletinha y Valter Negão, hermano de Cabelo, que abrieron fuego contra él. Félix, acorralado, tuvo que acelerar para acercarse a la Trece, pues no podía volver por el mismo camino si quería evitar a Terremoto y a Meu Cumpádi. Siguió corriendo calle abajo en un intento de llegar a la Edgar Werneck. Sin embargo, Meu Cumpádi y Terremoto salieron disparando tras él. El primer proyectil le alcanzó el brazo izquierdo y le hizo girar sobre sí mismo; el segundo, de escopeta recortada, le arrancó el derecho y le hizo girar en sentido contrario; el tercero, por fin, lo tiró al suelo; y el cuarto lo remató.

Inmediatamente comunicaron a Bonito que Félix había muerto. No recordaba quién era el soldado, pero significaba una baja más en su cuadrilla. Muy nervioso, reunió a su gente y bajó por la Rua do Meio al frente de unos setenta hombres.

El tiroteo ya duraba tres horas cuando Bonito se internó por los laberintos de la Trece. Sólo derribaba las puertas de madera más frágiles. En el instante en que vio caer la puerta de su casa, Othon, un niño de nueve años, disparó con un 32 desde debajo de la mesa y acertó de refilón en el brazo izquierdo de Bonito, que saltó hacia un lado y, con sólo una mano, destrozó el cuerpo de Othon a tiros de recortada; después, Bonito regresó con sus amigos y juntos se batieron en retirada.

Los cinco policías de servicio aquel día no se atrevieron a ir más allá de la Praga dos Garimpeiros. Aparecieron media hora después del cese del tiroteo para ocuparse del cadáver de Othon y de un recién nacido que también había muerto en la contienda.

En cuanto se enteró del ataque de Bonito, Miúdo reunió a su cuadrilla y tomó el camino de la Trece. Los policías se alborotaron al ver a la cuadrilla, pero Miúdo les gritó que no se liaría a tiros con ellos. Pasaron cerca de los policías como si éstos fuesen unos habitantes más de la favela, iban reagrupando a los aliados de aquella zona y siguieron avanzando para atacar a los enemigos en el territorio de éstos.

Al principio sólo hubo tiros dispersos: ahora que la cuadrilla de Bonito contaba casi con el mismo número de hombres que la suya, Miúdo ya no podía entrar allí como antes. La banda de la Trece se separó en el Ocio y subió por la orilla del río; la de Miúdo se dividió, y unos tomaron por la Rua do Meio y otros por las callejuelas. Los más jóvenes estaban encantados con aquel ambiente bélico: encarnaban a los héroes de la televisión. Miúdo sólo pensaba en el dinero que había perdido desde que la guerra comenzara. Gritaba, insultaba, amagaba con avanzar pero no se movía. Cuando una bala enemiga le pasaba rozando, reía con su risa astuta, estridente y entrecortada. Bonito, tras reunir a su cuadrilla, ordenó que nadie atravesara la línea de fuego y que se limitasen a seguir sus indicaciones. Llamó a Cenoura y sacó de una bolsa dos granadas de mano que uno de sus seguidores había robado en el cuartel donde cumplía servicio. Bonito ya había explicado a su amigo cómo utilizar aquel artefacto bélico y Cenoura dijo que saldría a provocar a Miúdo para que se acercase.

—¡No, chaval! Es mejor largarse y dejar que ellos entren. Es una orden.

—Vale.

Bonito disparó dos veces con la recortada. Miúdo respondió con una ráfaga de ametralladora y destrozó un pedazo de muro que les servía de trinchera.

—¡Vámonos ya, vámonos ya! —gritó Bonito.

Miúdo, Toco Preto y Cabelo avanzaron, y Cenoura arrojó la granada.

Los de Bonito cruzaron la plaza, entraron en Laminha y se toparon de frente con la cuadrilla de la Trece. No trataban de dar a un blanco definido, la cuestión era disparar, siempre disparar; sólo Bonito, Cenoura, Ratoeira y Antunes apuntaban al enemigo. A los adversarios les ocurría algo parecido: las balas se incrustaban en los sitios más dispares. Pese a que en la contienda participaron más de cien hombres, sólo hubo dos muertos en la cuadrilla de Bonito, y otros dos en la de la Trece, que el propio Bonito se encargó de liquidar.

Cuando la granada estalló, Miúdo y sus compañeros se llevaron un buen susto, pero no hubo bajas, había caído en una alcantarilla sin tapa y sólo agrietó e hizo estremecer el suelo.

—¡Esa mierda es dinamita! —exclamó Miúdo, impresionado, mirando a Calmo.

—¡Carajo!

Bonito sacó de la mochila tres cócteles Molotov, ordenó al resto de la cuadrilla que no se moviese y, tras pedir a Ratoeira que lo cubriese, avanzó hasta donde estaba Miúdo. Esta vez se situó justo enfrente de los enemigos, y mientras disparaba ráfagas de ametralladora, con la otra mano prendió una de las bombas incendiarias, se la lanzó a uno de los soldados de Miúdo y huyó. Los compañeros de cuscúsihno se sintieron aterrados al ver a éste envuelto en llamas y corriendo en todas direcciones: un fuego azul lo cubría y lo obligaba a sacudirse todo él; su grito grave, tan distinto a la risita taimada, estridente y entrecortada de Miúdo, el chándal que se derretía y se le pegaba a la piel… Al final, el cuerpo de cuscúsinho dejó de moverse y acabó consumiéndose en silencio sobre el suelo.

Cuando Miúdo se dio cuenta de que se había quedado sin munición para la ametralladora, se la pasó a Cabelo, sacó la pistola que llevaba a la cintura y se adentró por las callejuelas en solitario. En una de ellas se topó con sus enemigos y disparó sin dejar de correr. Los hombres de Bonito retrocedieron unos metros; sólo Bonito se quedó para responder a los tiros furiosos de Miúdo, pero sus ráfagas, lanzadas con precipitación, no lo alcanzaban. Pelea de niños grandes. Intercambio de tiros sin posibilidad de hallar luego escondite. La mitad de los hombres de Bonito contemplaban la escena desde la esquina de un muro; los de Miúdo, desde otro. A Bonito se le acabó la munición. En el momento en que echaba mano de su otra pistola, una bala le perforó el abdomen. Cayó al suelo y rodó hacia atrás con el propósito de atrincherarse detrás del muro, del que salieron cinco hombres para ahuyentar a Miúdo.

—¡Le he dado, le he dado, he dado a ese cabrón, he dado a Bonito!

Cuando los compañeros se encontraban ayudando a Bonito, Meu Cumpádi surgió de un callejón y se cargó a otros dos de la cuadrilla enemiga.

En Los Apês, Miúdo, feliz por haberle dado a Bonito, invitó a cerveza a todo el que quisiese y ofreció barra libre en todos sus puestos de venta. Su alegría contagiosa contagió a todos.

A esas alturas de la guerra, los amigos de Carlos Roberto le aconsejaron dejar el control de los puestos de venta de droga de Miúdo: quien tuviera algún tipo de relación con Miúdo era, por extensión, enemigo de sus enemigos. Carlos Roberto, que ya no supervisaba los puestos con demasiado ahínco, comenzó a delegar en Vida Boa, quien estaba encantado de manejar tanto dinero. En poco tiempo, Vida Boa asumió el control de todo y, para quedar siempre bien con su hermano Miúdo, comenzó a andar armado, a dar órdenes y a participar en las decisiones. Se ocupó de comprar dos casas, una en Realengo y otra en Bangu, para que Miúdo se escondiese cuando fuese necesario. Y él se compró un coche, un barco y un equipo de buceo nuevo, por considerar que se le había quedado viejo el que tenía. Alquiló una casa en Petrópolis para poder ir a cabalgar cuando se le antojase. Comenzó a vestir con esmero, siempre iba a restaurantes finos y hacía esquí acuático en el canal de Barra da Tijuca. El tipo sabía gastar el dinero.

—¿Qué hay? —le dijo un día a Leonardo—. Veo que siempre merodeas alrededor de los muchachos, pero no acabas de integrarte, ¿eh? Te gusta vestir bien, te gusta bucear y te pasas la vida detrás de las mejores chicas. ¿Estás dispuesto a ganarte un buen dinero para que se te vea mucho más?

—Depende. ¿Qué me ofreces? No acepto cualquier cosa.

—Tengo un plan cojonudo. ¿Tienes carné de conducir?

—Ajá.

—Sólo tienes que conducir para mí, ¿vale?… ¿No te gustó cuando te llevé a cabalgar a Petrópolis? ¿No te gustó cuando fuimos a bucear? ¡Pues entonces! Ahora podemos andar a nuestro aire toda la semana, ¿entiendes? Ya no se trata de liarse a tiros, ¿sabes? Nos quedamos aquí solamente dos días por semana y el resto a nuestra bola. Tú sólo tienes que conducir, ¿vale? Voy a obligar a mi hermano a salir de aquí todas las semanas y, cuando él salga, nosotros salimos también. Pero no se lo cuentes a nadie, ¿eh? He alquilado una casa de puta madre en Petrópolis.

—¿Con él? —preguntó en son de burla.

—No, tío, cada uno tiene su vida.

—¿Cuánto me vas a dar?

—Por eso no te preocupes, chaval, que ahora estoy a cargo del negocio de mi hermano, ¿entiendes? —finalizó Vida Boa.

Miúdo, convencido de que los rumores que decían que Bonito había muerto eran ciertos, se dedicó a pensar en lo que haría en adelante. Ya sólo le faltaba el maricón de Cenoura. Se acercó a su hermano y a Leonardo y les dijo:

—Vamos a ver: en aquel ataque gastamos mucha munición y apenas matamos a nadie, ¿está claro? Tú, que estás ahí sin hacer nada —dijo mirando a Leonardo—, llama a los muchachos que están detrás del Morrinho y diles que vamos a practicar tiro al blanco. Encárgate de que uno de los chicos vaya a buscar botellas que nos sirvan de diana, ¿está claro?

—¡Vale!

—Y tú —continuó, dirigiéndose a Vida Boa—, cómprame ropa, ¿de acuerdo? Pero cuando me la entregues, cerciórate de que no haya nadie cerca.

En el Morrinho, donde se estaban construyendo más bloques de pisos, un viento airado agitaba los matorrales verdes, y el barro del barranco descendía hasta el caserón embrujado, cuya piscina se hallaba repleta de piedras y arcilla; en medio de la bajada, se abría una explanada desde la que se dominaba buena parte de la favela, el fondo del barrio Araújo y parte de la Zona Norte de Río. Podían verse también los morros del Recreio dos Bandeirantes y la zona de Bonito, a la que Miúdo lanzó una mirada suspicaz, con los ojos entrecerrados, y acto seguido rió con su risa astuta, estridente y entrecortada.

Colocaron unas cuantas botellas en el barranco. Cada pistolero tenía derecho a diez tiros y el que fallase en más ocasiones pagaría la cerveza a los muchachos. Leonardo no erró ningún tiro.

—No me gusta ese chaval, no me gusta nada —dijo Miúdo tras observar la hazaña de Leonardo.

Cuando regresaban, Miúdo se acercó a éste.

—¿Has llamado a Peninha?

—Sí.

—¿Qué dijo?

—Nada.

Aceleró el paso y alcanzó a Biscoitinho.

—Peninha anda muy disgustado, ¿no? Va por libre, ya no acata mis órdenes, ¿me entiendes? Además, parece que gana más que todos nosotros juntos. ¿Has visto el coche que se ha comprado?

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