Ciudad de Dios (56 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Miúdo dijo a los de la cuadrilla que el chiquillo no era un maleante.

—No era un enemigo. Andaba buscando a un tío por un lío de faldas.

Y regresaron a Los Apês.

Lincoln pidió calma a sus hombres cuando la cuadrilla de Miúdo se concentró en la plaza. Debían aguardar hasta saber qué dirección tomaban los maleantes.

—Aquel que está cerca del poste es Miúdo —dijo el sargento Linivaldo.

—¿Quién es Calmo?

—El que va por aquella calle… El es el jefe de la Trece.

—Gusmáo, ve al coche y manda un mensaje por radio. Di que un tío con abrigo azul va a cruzar la Edgar Werneck a la altura del puente, donde comienza la calle. Es peligroso y va armado. Ordena que lo detengan, pero que no lo maten, puede darnos mucha información.

Calmo no se movió cuando le dieron el alto. En comisaría, respondió a todo lo que los policías le preguntaron.

—¿Lo va a llevar a la Treinta y Dos, sargento?

—Esperaremos hasta el lunes. Primero hay que comprobar que todo lo que nos ha dicho es verdad.

Pese a la guerra, aumentaba la venta de cocaína en Los Apês. Por su fácil acceso, la gente de fuera se aventuraba a acercarse por aquellos andurriales en busca de droga. Miúdo reía cuando Vida Boa le decía cuánto había vendido tal o cual día. Los drogadictos seguían llevando electrodomésticos, armas y joyas para intercambiarlos por droga. La policía carecía de medios para detener a tantos drogatas y sólo se llevaba al que estuviese armado. Nadie sabía dónde se había metido Calmo y sólo se enteraron de su paradero cuando el sargento Linivaldo gritó en la Trece que quería doscientos mil cruzeiros para ponerlo en libertad.

Borboletão fue a hablar con Miúdo, que al principio se negó a soltar la pasta. Justificó su negativa aduciendo que Calmo se había ido de la lengua y que no sería él quien untase a la policía para liberar a un chivato. Pero más tarde, y tras mucho refunfuñar, ordenó a Vida Boa que entregase el dinero a Borboletão.

Media hora después de que lo soltaran, Calmo estaba con Borboletão escuchando todo lo que éste le contaba. Borboletão exageró lo ocurrido afirmando que Biscoitinho había dicho dos veces a Miúdo que no entregase el dinero. Calmo apretó los dientes con fuerza.

—Mira, ese tal Miúdo se pasó conmigo, así que como me lo encuentre, le pego un tiro, ¿entendéis? —dijo un drogata después de charlar sobre trivialidades con el camello de Cenoura y esnifar la primera raya de coca, con un billete de diez cruzeiros, de la tercera papelina que le había comprado. Y continuó—: Un día fui a su zona a pillar marihuana y él me humilló delante de todo el mundo, ¿sabes? Hasta me dio un puñetazo.

—Estás de coña, ¿no?

—Pues no, lo digo muy en serio. El se cree muy listo y piensa que los demás somos gilipollas, ¿sabes? Pero no sabe que también podemos responder.

—¿De dónde eres?

—De São José —respondió el drogata y, tras hacer una pausa para esnifar una raya más, continuó—: Si se forma un grupo para cargárnoslo, yo me apunto, ¿vale? No traigo a nadie de mi zona porque aquí no tenemos respaldo.

El camello dejó que el drogadicto hablase mal de Miúdo durante un buen rato, siempre asintiendo, y concluyó:

—De acuerdo, habla con los muchachos de ahí. Ellos también quieren cargárselo.

El drogata repitió ante Ratoeira todo lo que había dicho al camello. Cuando el drogata terminó de exponer sus cuitas, Ratoeira le colocó el cañón del revólver en la cabeza, ordenó a uno de los chavales que lo registrase y lo llevó ante Sandro Cenoura. Tras hacerle un montón de preguntas, Sandro ordenó que le trajesen otras tres papelinas del puesto y siguió preguntándole al recién llegado por los maleantes con quienes decía haber compartido prisión.

Poco después, Ratoeira llegaba con la información de que el coche estaba listo: el mecánico había asegurado que ya no se volvería a calar.

Esa noche irían a recoger a Bonito en el hospital.

La operación fue un éxito. En el momento del rescate, el agente encargado de la custodia de Bonito estaba follando con una de las enfermeras. Sólo al cabo de dos horas se percató de que el prisionero había desaparecido.

Antunes le dijo a su hermano Bonito que se había pasado los últimos días pensando en su madre y que estaba cansado de aquella vida de tiros, muertes y drogas. Había decidido buscar un empleo y alquilar algún cuartucho para él, su hermana, su madre, su padre y su hermano menor.

—El tío dijo que en Catete se alquilan habitaciones muy baratas… Ya no quiero saber más de esta vida, ¿sabes? Quiero retirarme antes de que me fichen. No podemos vivir tranquilos, ¿entiendes? Vamos, hombre, olvida esa mierda de la venganza. Has estado a punto de morir y tienes ya la tira de crímenes a tus espaldas.

—Lo dejaré, pero sólo después de que caiga Miúdo.

—Tú sabrás. ¡Esta vida es terrible! Nunca pensé que un día llegaría a empuñar un arma… Vida de perros… Sólo con salir a la calle, ya se arma algún follón por cualquier tontería. Ayer mismo tuve una discusión con Coroinha y Parafuso.

—¿Por qué?

—Los tíos se quedaron de camellos y esnifaron más de veinte papelinas. Un desastre. Cuando fui a hablar con ellos, me amenazaron con matarme…

—Estuve a punto de cargarme a esos dos, pero Cenoura intercedió, así que me contuve…

—Lo único que sé es que no quiero seguir así, ¿vale? Toma mi pistola; me voy a casa a darme una ducha y a cambiarme de ropa, y después me acercaré con Tribobó a aquella gasolinera, la de Miguel Salazar, a ver si me dan trabajo. Ayer salió un anuncio en el periódico en el que solicitaban personal. Si consigo que me contraten, pediré el traslado a otra gasolinera. Esos tíos siempre tienen más de una.

—Tienes razón. ¡Suerte!

La mañana tenía reservado para Antunes el aire más puro: era la mañana en que dejaría de lado esa locura de la venganza. Dios todopoderoso se encargaría de castigar a Miúdo. ¿Quién era él para hacer justicia, si la justicia divina es más fuerte? Iba a conseguir un trabajo, lejos de Ciudad de Dios, lejos de la guerra. Seguramente Bonito también se iría, al menos eso era lo que su madre le había dicho: si él se fuese, su hermano también lo haría. El dueño de la gasolinera le daría trabajo, pues Antunes sabía hablar bien, entendía de matemáticas y, aunque era negro, tenía el pelo lacio y los ojos azules, como su hermano. Tenía, en fin, buena facha y eso hace mucho. Se dio una ducha, eligió la mejor ropa, se echó colonia y se peinó con gomina. Había quedado con Tribobó a las ocho en la esquina del Puerta del Cielo. Pidió a su madre que rezase por él para que le dieran el trabajo y se precipitó a la calle.

—Hijo mío, qué guapo eres, qué simpático… Abandona esa historia de la venganza. Miúdo no va a durar mucho. ¡La propia policía lo matará! —le soltó una mujer que cotilleaba en el portón de su casa con otras tres mujeres.

Por la calle, todo el mundo lo saludaba: era el hermano del vengador, casi tan guapo como él. Caminaba por las calles de Allá Arriba sin la crispación de los últimos meses, sin un arma en la mano o en la cintura, dando los buenos días a las amas de casa como en los viejos tiempos, sin acechar en las esquinas a ver si había enemigos.

Tribobó, muy peripuesto, lo esperaba con una amplia sonrisa dibujada en su rostro. ¡Habían salido tantas veces juntos para atacar! Ahora, en cambio, iban a buscar trabajo, y aquella perspectiva reconfortaba su alma como jamás habría imaginado. ¿Y el alma del abuelo? Que Dios la llevase a buen sitio, junto con el alma de aquellos que habían muerto peleando. Siempre rezaría por ellos.

—Tenéis que rellenar una ficha. ¿Habéis traído todos los documentos? —preguntó el tipo que los recibió—. ¿Dónde vivís?

—En Ciudad de Dios.

—Pues lo tenéis crudo, el jefe no acepta a nadie que venga de allí.

—¿Por qué?

—No lo sé; de todas formas, rellenad las fichas. ¿Quién sabe?, a lo mejor tenéis suerte.

Al otro lado de la calle, Coroinha y Parafuso los observaban escondidos detrás de un camión. Hacía mucho calor y el tráfico era intenso. Disparar desde aquella distancia era una tontería; si querían sorprender a los enemigos, tenían que acercarse un poco más; bajarían por la carretera, cruzarían la calle y caminarían pegados a los muros para que no los descubrieran. Y se pusieron manos a la obra.

Coroinha disparó el primer tiro, que sólo sirvió para alertar a los enemigos y a los empleados de la gasolinera. Algunos se escabulleron por los patios de unas casas contiguas; el empleado que atendía a Antunes y a su amigo se escondió dentro de un barril de aceite. Tribobó saltó un pequeño muro y huyó. Antunes recibió dos tiros en la cabeza y se tambaleó antes de desplomarse.

Coroinha y Parafuso ni siquiera se molestaron en darle el tiro de gracia: se colocaron en mitad de la autopista, pararon un coche y se fueron en dirección a Tacuara, donde abandonaron el vehículo y robaron otro; subieron por la sierra de Grajaú y desaparecieron para no regresar jamás.

La noticia de la muerte de Antunes se extendió rápidamente; pronto se formó un corrillo a su alrededor del cadáver. Varios policías se acercaron al lugar e interrogaron a unas cuantas personas.

Bonito bebía el té que le había preparado su mujer. En aquellos momentos echaba de menos el cariño y los remedios caseros de su madre. El brillo en los ojos de su hermano había despertado su amor por la vida. Detestaba el té negro sin azúcar; se tapó la nariz y giró un poco el torso, lo que le produjo dolor; miró por debajo de la cortina: eran ya más de las doce, pero parecía que la mañana continuaba, el aire fresco le daba en la cara. Si se fumase un porro, tal vez el tiempo pasaría más deprisa. Nada de drogas. El zumo de maracuyá da sueño: eso es, se bebería una jarra entera. Llamó a Ratoeira, que montaba guardia en la entrada de la casa. Nada. Le llamó de nuevo. Quería pedirle que le comprara el periódico. Seguramente salía en ellos algo sobre su fuga.

—Espera un momento —respondió Ratoeira.

Ratoeira, Cenoura, Tartaruguinha y Bicho Cabeludo comentaban en voz baja lo ocurrido. Ninguno se atrevía a contarle a Bonito que Antunes había muerto. Bonito estaba tumbado en la cama porque, por haberse movido, se le habían vuelto a abrir los puntos de las heridas. Al final, los compañeros decidieron que entrarían y se lo contarían los cuatro juntos. Abrieron el portón en silencio. Bonito agarró el arma y se arrojó de la cama hasta el suelo.

—¡Tranquilo! —lo calmó Ratoeira.

Con ayuda, Bonito regresa a la cama y pide a Cenoura que enchufe el ventilador. Le extraña aquel silencio. Desde su vuelta del hospital, ha notado un exceso de alegría entre sus compañeros. Ahora, esa seriedad sin motivo, esas cabezas gachas le dan mala espina. Frunce el ceño y clava su mirada en cada uno de los presentes.

—¿Quién ha caído? —pregunta.

Silencio nervioso. Un grito. La desesperación de los amigos al ver que Bonito, muy débil, se levanta bruscamente. Sabe que ha sido Antunes. Agarra a Cenoura por los hombros y grita:

—¡Ha sido Antunes! ¡Ha sido Antunes! ¿Dónde está su cadáver? ¿Dónde está?

—En la gasolinera, pasada la Wella.

—Ha sido Miúdo, ¿verdad?

—No, fueron Coroinha y Parafuso.

Sin decir una palabra, se viste y avanza hacia la puerta sacando del odio fuerzas para caminar; sus amigos intentan ayudarlo, pero Bonito se lo impide; consigue llegar hasta el patio y atraviesa el portón hacia su destino: cumplir el castigo por haber rezado poco. Se le abren las heridas y un reguero de sangre mancha las calles ahora atestadas de gente. Los ojos le arden, pero no llora. ¿Para qué? De nada sirve llorar; es preferible azuzar su deseo de venganza. En cuestión de segundos, las imágenes de la sábana ensangrentada que cubría al abuelo Nel, de Filé com Fritas sin cabeza, de su novia ultrajada, de los muros de su casa llenos de agujeros, de su perro acribillado a balazos se agolpan en su mente; y, ahora, la imagen de Antunes ensangrentado está a punto de enterrarse en su memoria para siempre. Llega a la Miguel Salazar, donde la brisa de la mañana se muestra más intensa; pero ¡que se jodan esa condenada brisa y ese condenado sol que le abrasa la cara! Desea con toda su alma que todo sea sólo una ilusión, que su hermano esté vivo. Divisa entonces a la multitud. La sangre se le escurre por los pantalones y se acumula en sus pies, resbaladizos en las zapatillas.

Se acerca al cadáver. Su llegada enmudece incluso a los policías. Todo parece haberse quedado inmóvil, tan inmóvil como su hermano. Abraza el cadáver, sangres de la misma sangre se mezclan; besa el rostro del muerto, le dice algo al oído y abandona el cuerpo con delicadeza; se aleja de espaldas, mira a su alrededor y descubre un leño; lo coge, camina hasta la gasolinera, lo empapa de combustible y lo prende con la llama de las velas que iluminan el cadáver de su hermano. El fuego crece y Bonito corre como alma que lleva al diablo, con los latidos del corazón acelerados, hacia la casa de Coroinha, olvidando sus dos heridas de bala. El dolor físico es una estupidez, el odio es el sentimiento que sustituye a cualquier debilidad. Dobla por una callejuela y se topa con parte de su cuadrilla, que decide acompañarlo. Al llegar frente a la casa de Coroinha, coge la ametralladora de Cenoura, le entrega la madera en llamas para que se la sostenga y comienza a ametrallar puertas, ventanas y muros. Se vuelve a Cenoura, le entrega el arma, coge la antorcha, entra en la casa y prende fuego a las cortinas; pide a alguien que traiga alcohol para derramarlo en puertas y tejado y, en poco tiempo, la casita es presa de las llamas. Permanece inmóvil algunos minutos y se dirige a la casa de Parafuso para repetir la operación.

Pese a la oposición de la mayoría de sus compañeros, Bonito insistió en ir al entierro de Antunes, y Cenoura decidió que todos los integrantes de su cuadrilla se quedasen apostados fuera del cementerio con las armas en la mano.

—Si aparece la policía o algún maleante, apuntad hasta que Bonito salga. El no puede correr.

Pero nadie apareció.

Dos días después del entierro de Antunes, los combates entre las cuadrillas se reanudaron porque Miúdo, al saber que Bonito estaba en la favela, decidió no dar tregua. A veces, las escaramuzas duraban hasta tres y cuatro días. Miúdo se pasaba el día soltando tacos. Cuando comenzaban las batallas, la policía prefería mantenerse al margen: que se matasen entre ellos.

Se suspendieron las clases en los colegios y nadie salía de su casa para ir a trabajar. Se sucedían las muertes, sobre todo entre los novatos de la cuadrilla de Bonito, quienes, precisamente por no haberse criado en un ambiente de maleantes y no haber aprendido las artimañas para escabullirse de la policía, eran presa fácil en las emboscadas. Poco a poco, los padres, los últimos en saber que sus hijos estaban en guerra, comenzaron a tomar medidas: se mudaban, enviaban a sus hijos a casa de parientes que vivían lejos de la favela o, cuando no les quedaba alternativa, incluso se los llevaban al trabajo.

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