Ciudad de Dios (51 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

La cocaína que había esnifado le había puesto nervioso, miraba a todos lados y se mordía los labios. Pensando en la mujer, decidió guardarse un saquito de hierba para fumárselo en el motel y contrarrestar así los efectos de la farlopa, del todo inadecuados para las noches de amor. Con un porro, en cambio, todo cambia: cualquier ilusión cobra cuerpo y, además, la negra era más sabrosa que una feijoada completa. Si por él fuera, se correría rapidito, pero su condición de maleante lo obligaba a mantener el tipo. De sus conversaciones con los colegas aprendió que el mejor truco para retrasar la eyaculación era pensar en otra cosa justo cuando estuviese a punto de correrse. Ya no aguantaba más. Pese a haber esnifado, su pene reaccionó en el calzoncillo ante la idea de penetrar de nuevo en el culito de la negra. Abrió otra papelina de coca. ¿Qué importaba? Estaba seguro de que no fallaría en el momento del quiqui: era un hombre hasta la médula.

Sandro Cenoura apuntó la pistola e hizo una seña a su compañero para advertirle de que él se encargaba de aquel rufián. Contuvo la respiración y oprimió el gatillo. Buzunga se sobresaltó y salió corriendo. Dobló por la Rua dos Milagres y se metió en la tercera callejuela, pero al instante se arrepintió de su decisión al ver que un muro imponente bloqueaba el paso. No podía dar media vuelta. Si tuviese la certeza de que sólo eran tres los que le atacaban, se liaría a tiros sin miedo. Soltó todo lo que tenía en sus manos y se arriesgó a saltar el muro; lo intentó, pero fue en vano. No importaba, lo intentaría de nuevo y esta vez lo conseguiría; sólo tenía que encontrar un apoyo para los pies, pues ya había logrado afirmarse con las dos manos. Bonito apuntó con la recortada y esperó a que el tipo tomase impulso para destrozarle la espalda. Buzunga se quedó con la cabeza colgando a un lado del muro y los pies al otro.

—¡Buen tiro! —se felicitó Bonito muy serio.

—Vámonos, vámonos… —le apuró Cenoura.

—Calma —repuso Bonito.

Y recogió la cocaína, la marihuana y la pistola.

La foto del cuerpo de Buzunga salió publicada en todos los periódicos del Gran Río. Ciudad de Dios, según la prensa, se había convertido en el lugar más violento de Río de Janeiro. Calificaban el conflicto entre Miúdo y Bonito de guerra entre bandas de traficantes. La rutina atroz de los combates comenzó a poblar las páginas de sucesos y a amedrentar a los foráneos, que se enteraban por los noticiarios. Las ediciones se agotaban desde muy temprano. En la favela, cada vez más personas seguían los telediarios y los programas monográficos sobre el tema. Aparte de alimentar la vanidad de los maleantes, cuyo prestigio aumentaba al mismo ritmo que su fama y el terror que suscitaban, toda esa propaganda también resultó ser una rica fuente de información. Gracias a los medios de comunicación, los maleantes estaban al tanto de los avances de las investigaciones policiales, lo que les permitía idear nuevas formas de enfrentamiento. Constituían el mejor termómetro para calibrar el alcance de las pesquisas policiales y periodísticas.

Miúdo había levantado la prohibición de atracar, violar, robar y exigir peaje en zona enemiga. En contrapartida, pese a que Bonito no estaba muy de acuerdo, sus aliados hicieron lo mismo. La favela quedó dividida en dos zonas perfectamente delimitadas. Aunque uno no se hubiera visto implicado en asuntos criminales, en cualquier momento podía convertirse en víctima sin saberlo, y sólo por vivir en una zona u otra. Cualquiera podía tener lazos de parentesco o de amistad con el enemigo, por lo que la libre circulación de los habitantes entre una zona y otra levantaba sospechas. Ahora más que nunca, la vigilancia armada a la luz del día y a cielo abierto se reveló tan necesaria como la nocturna. El armamento pesado empezó a formar parte del paisaje cotidiano de los lugareños. Los amigos ya no se reunían, nadie podía visitar a sus parientes. La frase más repetida era: «Cada uno en su casa y Dios en la de todos».

—Vamos a ver —dijo Miúdo a Camundongo Russo—. Hace ya un tiempo que me acompañas y siempre has sido un tío legal, ¿entiendes lo que te quiero decir? Nunca me has fallado; al revés, siempre me has apoyado. Y he estado pensando… Cabelo Calmo tiene un puesto de droga y yo tengo dos en Los Apês. Lo que intento decirte es que tú también puedes montar un puesto, ¿vale, tío? La maría que llega es buena; dentro de poco mataremos a Bonito y entonces podré hacerme de nuevo con el puesto de Allá Arriba.

—Sí, bueno, montarlo…, pero ¿dónde? —preguntó Camundongo Russo.

—Pues por ahí, donde te apetezca.

Al día siguiente, se abría el puesto de Camundongo Russo en los Bloques Viejos y el de Biscoitinho en Barro Rojo.

—¿Por qué has hecho eso, tío? ¿No te das cuenta de que si vendes en Barro Rojo se va a venir abajo la venta en mi puesto? ¿No te das cuenta de que…?

—Miúdo dijo que podía montarlo donde quisiese, ¿lo entiendes? A mí me pareció que tenía que ser allí, y allí se va a quedar —contestó Biscoitinho a Cabelo Calmo por la noche.

—Te lo digo por las buenas, porque no me interesa que tengamos un mal rollo, ¿entiendes?

—Vale, pero si hay mal rollo será entre nosotros. De todas formas, no pienso mover el puesto de sitio.

Cabelo Calmo enmudeció, como de costumbre; miró a su compañero de reojo y se marchó sin estrecharle la mano. Se internó por una callejuela y acto seguido empuñó su arma. Caminaba hacia atrás, como los cangrejos, temeroso de que Biscoitinho le disparase por la espalda. En la mitad de la callejuela se volvió: ese desgraciado podía dar la vuelta y sorprenderlo por delante.

Biscoitinho lo observaba desde una azotea.

—¡Acaba con él, tío! ¡Si lo que pretende es estropearnos el negocio, acaba ya con él! Si quieres, yo mismo me lo cargo —dijo Borboletão convencido de sus palabras, aunque nunca había matado a nadie.

—A él le va la guerra. Si lo perdemos ahora, es uno menos para matar a Bonito.

—¡De eso, nada, chaval! Bonito va a reventar dentro de poco. Biscoitinho no es tan importante como dices.

—Déjalo… Cuando crea que está ganando, lo liquidamos. Voy a acercarme a casa. Tú recoge el dinero, deja el puesto a cargo de Monark y ve a ver a Miúdo para que te entregue la coca; ya se la pagaré yo después.

—Monark se ha ido a controlar a los que están vigilando en el Ocio.

—Pues ordena que vayan a buscarlo y ponlo al frente del puesto —concluyó Cabelo Calmo con su seriedad acostumbrada.

Borboletão, mientras contemplaba a Cabelo Calmo alejarse por la Rua do Meio en dirección a su casa, pensó en la posibilidad de que Monark lo sustituyera a él como encargado del puesto. En los últimos meses había comprobado que la amistad entre Cabelo y Monark se había reforzado, y había tomado buena nota de su disposición para robar y su sagacidad en los combates. No era la primera vez que Cabelo Calmo ponía a Monark a cargo del puesto y a él lo relegaba a meras funciones de camello, lo que implicaba un verdadero riesgo. ¿No estaría Cabelo Calmo conspirando para que lo encerrasen en el trullo? Consciente de que, si Cabelo Calmo y Miúdo muriesen, él se convertiría en el dueño del puesto de la Trece, Borboletão no estaba dispuesto a permitir que Monark ocupase su lugar. Acató las órdenes de Cabelo de mala gana y sin apresurarse, y se irritó al advertir el entusiasmo de Monark cuando lo relevó en el puesto. El mayor ladrón de bicicletas de la favela se colocó la ametralladora en bandolera y comenzó a repartir órdenes: indicó a Terremoto y a Onga que se apostasen en la esquina del bar de Chupeta, le dijo al camello que se fuese a trapichear cerca de una plaza situada detrás de la Trece, llamó a otros tres vigías para que informasen a los clientes de dónde estaba el camello y ordenó que toda la cuadrilla permaneciese reunida en el puesto de venta.

—¿Por qué hay que quedarse aquí?

—¿Te has fijado en que los alemanes sólo vienen por este lado y por aquél? —dijo, y continuó—: Lo lógico es que cambien de estrategia la próxima vez que vengan.

Cuando Borboletão regresó de Los Apês, guardó la cocaína en su casa y, tras cenar, fue a hablar con Monark para decirle que en su plan había un error. El compañero intentó justificar los motivos que le habían impulsado a dar aquellas órdenes, pero Borboletão no le escuchó y se dedicó a modificar lo ya dispuesto. Lanzó dos tiros al aire para llamar la atención de los vigías apostados en la esquina del Chupeta y, cuando le miraron, les hizo señas para que se acercasen. Monark, irritado y sin entender bien la actitud de Borboletão, se lió un porro y, por el mero placer de provocarlo, sólo le entregó la mitad del dinero obtenido ese día, mirándolo con una sonrisa mordaz.

La madrugada transcurría lenta, y la lluvia fina caía a rachas, azotada por un fuerte viento. Bonito ya había visto al vigía del Ocio. Estaba solo. Se apostó en una esquina, y acechó una oportunidad para pasar sin que le descubrieran. Retrocedió, se colgó de un camión y ordenó al conductor que acelerase; pensó en saltar cuando se alejara del peligro, pero decidió avanzar un poco más, resguardado por el camión. Saltó cerca de la plaza donde Monark había apostado a los vigías y caminó con paso apresurado hasta las inmediaciones de la Trece. Disparó dos veces con la recortada y dio de lleno en la cabeza de un soldado de Cabelo Calmo. Sacó la pistola y se quedó a la espera de que apareciese alguien. Borboletão comenzó a disparar; Bonito se agachó, devolvió los tiros y acertó de refilón en la pierna de su enemigo, que retrocedió sin que nadie lo persiguiese.

Cuando Monark vio a su amigo casi sin cabeza, ordenó a Terremoto que cogiese la ametralladora y salió a toda velocidad por la orilla del río. Sin detenerse en las esquinas, corrió como alma que lleva el diablo hasta la
quadra
Quince: nadie; se dirigió entonces hacia Laminha: desierta. Decidió ir al Dúplex y, al doblar la primera esquina del local, se topó con la cuadrilla de Bonito y comenzó a descargar la ametralladora. Regresó a la Trece, dejando a sus enemigos sin capacidad para reaccionar tras su incursión, que había ocasionado dos muertos —un rufián y un viandante inocente— y dos heridos.

Llegó sudando a la Trece y reorganizó la cuadrilla para que todos los accesos estuviesen vigilados. Borboletão, sin poder decir nada, lo odió en secreto.

—¿Por qué no has asignado un puesto de venta a Madrugadão? —preguntó Cabelo Calmo la primera vez que se quedó a solas con Miúdo.

—Madrugadão empina demasiado el codo, ya sabes. Sería un desastre, pero de vez en cuando le daré una pequeña propina… Has discutido con Biscoitinho, ¿no?

—¡Pues claro, tío! Con la cantidad de sitios que hay para instalar un puesto, y tuvo que elegir precisamente ése, para joderme a mí… ¡Podía haberse alejado un poco!

—Quédate tranquilo, que dentro de poco nos cargamos a esos tipos de Allá Arriba y montamos ahí tres puestos… Anda, vamos a ver si hay noticias de la trena; los muchachos ya están de vuelta —dijo Miúdo, cambiando de tema.

Se dirigieron a los chiringuitos, donde algunos parroquianos bebían cerveza. Sólo había un recado para Cabelo Calmo: Peninha, un amigo que había hecho en su primera condena, estaba a punto de salir y pedía que le consiguiese un lugar para quedarse. No podía volver a casa porque lo habían amenazado de muerte los enemigos de su antiguo vecindario, donde se había cargado a dos miembros de la misma familia.

—Dile a ese tío que venga, que ya le conseguiremos algo —dijo Miúdo antes de que Cabelo Calmo dijese una palabra.

—¡Vaya, gracias! Además, el tipo es muy legal —le dijo Cabelo Calmo.

Después de cumplir cinco años de condena, Peninha llegó a la favela para engrosar las filas de la cuadrilla de Miúdo, quien estrechó la mano del recién llegado mientras lo miraba fijamente a los ojos. Por su cara, Miúdo dedujo que se trataba de un tipo con iniciativa y, para atenuar las desavenencias entre Cabelo Calmo y Biscoitinho, se le ocurrió proponer a Cabelo Calmo y a Peninha que montaran un nuevo puesto en Los Apês. Peninha insistió en esnifar la raya de cocaína que había preparado Miúdo para celebrar su libertad. Permanecieron charlando un rato más hasta que se vieron obligados a llevar a Peninha, totalmente ebrio de cerveza y coñac, a casa de Miúdo, donde durmió pese al tremendo dolor de cabeza que tenía.

El transeúnte asesinado era tío de Gabriel, un chaval amigo de Pardalzinho. Gabriel, a quien la visión del hermano de su madre tirado en el suelo le causó un profundo estupor, juró venganza, pero aquello no fue más que un arrebato, porque, al finalizar el entierro, ya había olvidado la promesa. Sin embargo, su hermano Fabiano, soldado raso, fue a buscar a Sandro Cenoura para pedirle un revólver.

—No tengo revólver, tío, pero considérate uno de los nuestros, ¿vale? Esos tíos están haciendo mucho daño, colega, pero los vamos a reventar, ¿de acuerdo? ¿Conoces a Bonito?

—Lo conozco de vista…

—Pues te lo voy a presentar.

—Estupendo.

La noticia de que Fabiano se había unido al grupo de Bonito se difundió rápidamente entre la gente que no tenía relación con ninguna de las cuadrillas. Algunos amigos intentaron convencer al soldado de que olvidase todo el asunto, pero no hubo caso. Dé, que se había peleado con Fabiano por una novia, se asustó al saber que su antiguo rival se había convertido en maleante y pensó que tal vez ahora querría matarlo. En aquella ocasión, Fabiano se había llevado la peor parte: un diente roto, el ojo izquierdo hinchado y el brazo derecho dislocado. Y todo por culpa de Bete Coragem, que salía con los dos. Como mucho, había participado en alguna que otra pelea callejera. ¿Qué haría ahora?

—¡Tío, tienes que irte de la favela! El tipo dijo que te liquidaría —le mintió uno de sus amigos, con el único propósito de echar leña al fuego.

Se sentía en un atolladero y decidió cambiar sus hábitos: abandonó los estudios, pasó de su novia y no salía de casa por nada del mundo: no se atrevía. Pidió a su padre que fuese al Ministerio de Marina para informarse sobre los exámenes para recibir instrucción como marinero. Si los aprobase, viviría encerrado en el cuartel Espirito Santo durante dos años, tiempo suficiente para que Fabiano muriese o lo pillasen y entrase en chirona. Hacía planes.

—Ya se ha cerrado el plazo de inscripción, hijo.

Un viernes, alrededor de mediodía se inició un tiroteo en la Trece: Bonito y veinte hombres más invadieron las caravanas. Dé subió a la azotea de su casa y divisó a Fabiano, armado con un 38, avanzando con brío. Llegó a la conclusión de que si su amigo de adolescencia lo veía, no le perdonaría; no le quedaba más remedio que conseguir un revólver cuanto antes.

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