—¡Ayuda a Pardalzinho, que es como mi hermano! Ayúdale, ayúdale. —Compositor titubeó; no sabía a quién ayudar. Al final optó por Miúdo, que sangraba mucho. La madre de Miúdo vivía a pocos metros.
—Llévate mi arma… —dijo Miúdo a Compositor en cuanto comenzaron a caminar.
Finalmente vería a su madre; ella le ayudaría.
—Estás en esa situación porque quieres, en mi casa no entran asesinos —dijo su madre con tanto rencor que el maleante agachó la cabeza y no la levantó ni siquiera después de que la madre cerrase el portón del muro con violencia.
—¡Vamos a la casa de mi madre verdadera!
—¡Vamos al ambulatorio! —propuso Compositor.
—¡Médicos no, médicos no! Llévame a casa de mi otra madre, que ahora es enfermera.
Frente a la capilla, tan sólo unos cuantos jóvenes se encontraban sentados en la acera, fumando porros y cantando:
¡Viva, viva,
viva la sociedad alternativa!
Antes de salir de la favela, los maleantes habían acordado que no se quedarían mucho tiempo en el velatorio; pero la noche se fue poniendo interesante: llegaban sin cesar mujeres y amigos con botellas de güisqui, vino y cachaza con limón. Camundongo Russo se animó; envió a un muchacho a comprar cinco cajas de cerveza; mientras tanto, los familiares recibían apretones de manos, palmaditas en la espalda y hombros donde apoyar la cabeza, oraciones, bendiciones y palabras en verso y prosa, recitadas y cantadas. Surgieron panderos, tamboriles, agogós y machetes. Circulaba la cocaína y los porros iban de boca en boca.
Solamente el cuerpo de Pardalzinho en el centro de la capilla imponía un obstáculo al culto. Decidieron empujar el ataúd hacia el rincón y, de vez en cuando, homenajeaban al difunto cantando su samba preferida:
Vivo donde no vive nadie,
donde no habita nadie,
donde no pasa nadie.
Allí donde yo vivo,
allí me siento bien…
Como en todo buen bailongo, no faltaron los ligues, pues había un montón de mujeres guapas que hechizaban a los hombres. Y quien consiguió compañera hizo el amor en el cuarto de baño, en la capilla vacía contigua, en las calles cercanas, y hubo quien afirmó que a Pardalzinho le habría gustado todo eso, pues siempre vivió en medio de la golfería.
Y una luna redonda, clarísima, embrujó aún más el eterno misterio que siempre trae la noche, y el entierro fue el más concurrido de cuantos hubo jamás. El termómetro marcaba cuarenta y tres grados.
La historia de Zé Miúdo
.
—Busca-Pé va a su bola.
—Sí, eso parece.
—Ha desaparecido del mapa, ¿no?
—¡Pues sí!
—Sólo lo veo de paso.
—Se reúne mucho con la gente del Consejo de Vecinos.
—¡Está hecho todo un fotógrafo!
—¡Pues sí!
—Toda la gente que sale con él es de la facultad. Y se ha metido en política.
—Yo los conozco, chaval. Son los que cierran la calle todos los primeros de mayo para hacer una manifestación de currantes; se pasan la vida en reuniones.
—Consejo de Vecinos, ¿no?
—Eso es.
Permanecieron un rato en silencio.
—Busca-Pé siempre estaba colocado.
—¡Y de qué forma! —Risas—. Le encantaba ese rollo, ¿no?
—¡Y cómo! —Risas.
—¿Seguirá fumando todavía?
—¡Seguro! Un día me lo encontré en la escalera de su bloque, con un colocón tremendo.
—Pero sólo le daba a la hierba, ¿no?
—Creo que sí.
—¡Todo el mundo se ha largado!
—¿Qué dices? ¡Si todo el mundo está ahí, tío!
—¡De eso nada, colega! ¿Quieres que haga un recuento? Mira: Paulo Carneiro se fue de la favela, creo que está viviendo en Tacuara. Vicente se ha esfumado, y Katanazaka y Thiago; Tonho se piró a Estados Unidos…
—¿Sí? ¿Quién te lo ha dicho?
—Marisol, Bruno y Breno no se han ido, pero van un poco a la suya. Paype se casó…
—¿Y Adriana?
—También se casó con un pijo de su colegio.
—El último de la favela que se enrolló con ella fue Aluísio.
—Estaba muy buena, ¿verdad?
—¡Desde luego! ¿Quieres que continúe con la lista? ¡Sí, sí, se han ido casi todos! Sólo quedamos nosotros, los únicos que todavía salimos juntos.
—Todo el mundo se las ha pirado.
—¿Y Miúdo?
—Joder, colega, ese tío está jodido. Fue él quien mató ayer a aquellos tíos de Allá Arriba, él y Biscoitinho… Están matando sin parar. Ayer mismo estuve con él.
—¡Deberíamos cargárnoslo, tío!
—¡No, él no se mete con nosotros! Vamos a cargarnos a Boi, ¿está claro? No debió pegar dos puñetazos a Marisol en el Cascadura Tenis Club…
—¿Podemos meternos otro tirito?
—¿Cuántas papelinas quedan?
—¡Diez más, colega! Alcanzan para seguir la juerga toda la noche.
—Entonces, anda, prepara unas rayitas.
—¡Hay una casa cerca del canal, tío! Una casa de ricos. ¡De ricos, hermano! La descubrimos Xinu y yo cuando paseábamos por ahí, a nuestra bola, ¿sabes? Toda la familia se las piró a la playa. Me dieron ganas de entrar solo. Si tuviese un compañero…
—¡Cacau atracó un día tres casas en Barra y en Recreio, y le fue bien, colega! Trajo oro, dos cámaras fotográficas estupendas, relojes, cámaras de vídeo y mogollón de cosas.
—También atracó la casa de aquel jugador del Flamengo, en el barrio Araújo.
—Sí, él y Negó Velho.
—¿Cómo se llamaba el tipo?
—No lo sé, sólo sé que había jugado en el Flamengo. Consiguieron dos revólveres, una recortada y un montón de trofeos. Los trofeos se los dieron a los chicos del Ocio para sus torneos de fútbol.
—Estuvieron a punto de cagarla con Miúdo porque robaron cerca de la favela, ¿lo sabías?
—¿De verdad?
—Miúdo les llamó y les dio la vara. Camundongo Russo quería machacarlos.
—Ese tío está un poco pirado, ¿no?
—Sí, pero sólo por dárselas ante Miúdo.
—¡Hay que cargárselo a él también!
—¡Oye, colega, pica bien esa coca!
—Estoy en ello… Ya está casi a punto.
—La muerte de Cacau fue horrible. El día que murió, había ido a la playa con Leonardo; después, regresaron juntos y almorzó en casa de Leonardo; dijo que iría más tarde al baile y desapareció.
—¿Crees que realmente fue Rogério el que ordenó que lo liquidaran?
—Dicen que atracó la casa de Rogério en busca de oro pero sólo se llevó un televisor. ¡Rogério se enteró de que había sido él y decidió vengarse!
—Quién hubiera dicho que Cacau se volvería maleante, ¿no? Un tipo guapo, que nunca vivió en la favela…
—¿Quién lo trajo aquí?
—Patricinha Katanazaka. A él y a Ricardinho.
—Viven en la Freguesia, ¿no?
—Ajá.
—¿Era rico?
—No lo creo. Pero se vestía bien.
—¡Se convirtió en el mayor atracador de casas!
—Pues sí.
—¡El plato está frío, hermano!
—Caliéntalo.
—Alcánzame una cerilla.
—El mechero está ahí, sobre la mesita.
—El golpe aquel sigue en pie, ¿verdad?
—¡Depende de Tutuca, colega! Dijo que iba a inspeccionar la casa.
—¿Hoy?
—Eso dijo, que se acercaría y volvería directo para acá.
—Confío en que lo haga bien.
—¿Vamos a ir los cinco?
—¡Claro! Entran tres y dos se quedan fuera vigilando.
—¡Esa pistola está estupenda, tronco!
—Sí, ¿le pasaste queroseno?
—No, le pasé aceite de máquina: ¡el queroseno es una mierda! Daniel aspiró su raya de cocaína y pasó el plato a Rodriguinho, que se metió la suya con avidez. Llenaron dos pequeños vasos de güisqui, encendieron dos cigarrillos y continuaron con la charla.
—Después de morir Pardalzinho, Miúdo se puso más duro que nunca. ¿Te enteraste de lo que hizo en la Vía Once el mes pasado?
—Algo me dijo Marisol; yo no estaba en la favela. ¿Qué pasó realmente?
—Vieron a Butucatu en Gávea, subiendo a una camioneta de esas que llevan gente para la favela.
—¿Y?
—Pues que Miúdo se plantó en la Vía Once con unos cuantos esbirros y, cuando aparecía alguna camioneta, la obligaba a parar y la registraba.
—¡Es terrible!
—¿Pero no habían detenido a Butucatu por aquel asunto de la tipa que se cargó?
—¡Se escapó, colega! Él y Panga se fugaron juntos de la trena.
—¿Sabes lo que he oído?
—¿Qué?
—Que vuelve a estar en chirona. Los polis lo cogieron en la Serrinha.
—¿Y Panga?
—Panga… Estuve un día con su hermana. Ella me dijo que ahora no fuma ni esnifa. Está en el interior de Minas, trabajando con unos tíos suyos. Lleva una vida tranquila, ¿sabes?
—¡Increíble!
—¿Y Cabelinho?
—Cabelinho está en la calle. El y Madrugadão llevan la Trece.
—¡Los muchachos de la Trece son terribles, roban mogollón! Allí hay un tal Terremoto que es un verdadero Judas. También deberíamos cargárnoslo.
—Vamos a cargarnos a quienes nos molesten de verdad, ¿vale?
—De acuerdo.
—Está bueno el güisqui, ¿eh?
—Me lo dio Marisol.
—¿Y tú sigues con aquella tía?
—¡Ayer follé de lo lindo! Me hizo una mamada y después le di por culo.
—¿De verdad, chaval? Cuando se le da por culo a una mujer que no lo ha hecho nunca, sólo te olvidará cuando otro se la folle por detrás. Y, si nadie más se lo hace, siempre te recordará.
—¿Has oído el silbido?
—Sí. Debe de ser Tutuca. Espera a que silbe de nuevo.
Tutuca volvió a silbar; era la contraseña.
—¿Qué hay, colega? ¿Todo tranquilo?
—No demasiado, ¿sabes? Boi volvió a atacar a Marisol en la playa —les dijo.
—Se lió a puñetazos con él porque no quiso prestarle la bicicleta. ¡Jodido cabrón!
—No lo sabía. Cuando cruzaba la plaza escuché lo que decía.
—¿Y qué dijo?
—«Los pijos menean el culo en el baile pero después se cagan encima». Y añadió: «Ataqué a Marisol en la playa, le di un buen puñetazo. Le pedí la bicicleta y no me la quiso prestar».
—¡El será el próximo en caer!
—¡Otro tío jodido es ese tal Israel! Mató a un blanco ayer, en los chiringuitos, sin mediar palabra.
—Sí, me enteré de eso. Prepárame una raya que acabo de llegar, ¿vale, tío? —pidió Tutuca.
—Pícala tú.
—Dame una hojilla. Debería liarme un porro para tranquilizarme un poco. ¿De dónde habéis sacado la coca?
—Es de Bica Aberta.
—¡Su puesto está vendiendo mogollón! Lía un porro, colega.
—Espera un poco, que ya nos hemos fumado uno.
—Pero ¿cómo fue realmente esa historia de Israel?
—Un chico, chaval, un pijito. Creo que era de Pau Ferro. Llegó a Los Apês preguntando dónde estaba el puesto de droga, ¿sabes? Biscoitinho le dijo que estaba envasando. Entonces el chico fue a un chiringuito, pidió una Coca-Cola y un paquete de cigarrillos. Israel lo miraba. ¡Estaba pedo, tronco, llevaba encima un pedo tremendo!
—Cuando bebe, le da por armar bulla.
—Un chico con muy buena pinta, ¿sabes? Rubio, con un tatuaje muy grande en el brazo… Encendió el cigarrillo, dejó el encendedor encima de la barra y se quedó allí, a su bola, bebiendo Coca-Cola. ¡Tío! Cuando fue a coger el mechero, Israel le propinó un sopapo tremendo.
—Le cabrean los tipos que tienen buena pinta, ¿no?
—Mientras cogía el encendedor, pegó un salto y, dándole un guantazo en la cara, le dijo: «¿Quieres robarme el mechero? Es mío». El chico contestó que no, que era suyo. Entonces Israel le disparó con una 9 milímetros en la frente. ¡Lo dejó desfigurado!
—De los tres hermanos, el único legal es Vida Boa: no se mete con nadie, ¿sabes? Trata bien a todo el mundo.
—¡Vaya!
—¡Así es!
—Otro que debería morir es Biscoitinho.
—¿Qué, hacemos una lista negra? Mira a ver si encuentras un boli ahí dentro.
—Primero los de Los Apês: Boi, Biscoitinho, Camundongo Russo, Buizininha y Marcelinho Baião.
—Pero no hay que dejar pruebas ni testigos.
Ana Flamengo iba caminando por la Rua do Meio, más maravillosa que nunca, aunque discreta, pues el doctor Guimarães le había prohibido que usase ropas extravagantes o psicodélicas, como él decía. Obedeció las exigencias de su marido con la mayor felicidad del mundo. ¿Marido? Sí, marido, que compró una casa en un lugar tranquilo y la decoró con muy buen gusto. Había prohibido a Ana Flamengo que se prostituyese; ahora era mujer de un solo hombre y, para dar más encanto a su vida, dejó que adoptase el bebé de una amiga que estaba en la cárcel.
Se dirigía al mercadillo; sólo iba a Ciudad de Dios los días de mercadillo, empujando un cochecito de bebé de diseño ultramoderno. Finísima. Mirando con cara seria a los pocos que insistían en hacerle chistes, protestaba por el precio y la calidad de los productos y se detenía a conversar sólo con aquellos a quienes estimaba de verdad, pues ahora le había dado por detestar a los pobres porque eran ruidosos, desdentados y no comprendían para nada lo que significa la homosexualidad. Porque ya no era maricón, no, ahora era homosexual y se enorgullecía de serlo.
Ana Flamengo las había pasado moradas. Las cosas en la zona del puterío se pusieron muy feas; el acoso de la policía era constante y no la dejaban trabajar; recibió varias palizas y dos policías militares la violaron brutalmente; después de maltratarla, le dispararon tres tiros.
«¡No me quedé muerta allí mismo de milagro!», decía.
Como no podía trabajar en paz, Ana Flamengo atracaba, robaba y llevaba droga escondida en el culo a las cárceles en los días de visita. La pillaron in fraganti robando en un supermercado de Barra da Tijuca y la encerraron por un año; en la cárcel no le faltó sexo, incluso uno del pabellón B murió por disputar sus favores. Sin embargo, la zurraban cuando se negaba a vender drogas, así que no le quedó más remedio que arriesgarse a que aumentaran su condena por un delito que cometía contra su voluntad. ¡Cuántos habían corrido esa suerte por dedicarse a esa actividad!
Desde aquella cena con su mujer, en la que escuchó todo lo que ya esperaba oír, el doctor Guimarães se esforzaba por llevar una vida normal con su esposa. Durante aquella cena, le entraron ganas de revelar su deseo, de hablar de su amor por Ana Flamengo, pero se limitó a decir que tenía algunos problemas personales que prefería no compartir con ella. Fabiana intentó sonsacarle, pero él la atajó afirmando que no toleraba que se invadiese su privacidad y prometió que intentaría por todos los medios salvar su matrimonio.