Ciudad de Dios (43 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

—¿Vamos a fumar un porro? Miúdo me dijo que me quedase con cinco saquitos.

—Saca diez y lleva cinco a Katanazaka. No puedo fumar, tengo que entregar este dinero a Miúdo.

—Los polis andan de ronda.

—¿Dónde los viste?

—Cerca de la Administración.

—¿Cuántos había?

—Solamente Lincoln y Monstruinho.

—Si se ponen pesados, les pego un par de tiros. Voy a salir. Luego pasaré por casa de Katanazaka.

Pardalzinho alcanzó la calle del río en su Caloi 10. Llevaba el dinero envuelto en una bolsa de plástico dentro del calzoncillo. Iba a toda velocidad, guiando la bicicleta con la mano izquierda y empuñando su 38 con la otra. A la altura de la Cedae, oyó la voz de Lincoln que le ordenaba detenerse. Aceleró. Al oír los tiros de los policías, decidió ponerse el arma en la cintura para controlar mejor la dirección, pero acabó de bruces en el suelo, golpeándose la cabeza contra el pavimento. Al intentar levantarse, comprobó que le dolía mucho la pierna; su única alternativa fue dejar el dinero a la orilla del río y, mediante gestos y amenazas, ordenar a un chico que pasaba por allí que lo llevase al puesto de venta en cuanto los policías se marchasen. Se libró también del arma y, cojeando, entró en el primer portón que encontró; sangraba por la cabeza, las piernas y los brazos. Todo comenzó a girar, se desvaneció y se despertó en una celda de la comisaría.

—¿Tú eres Miúdo o Pardalzinho?

—¡Ninguno de los dos!

—¡Vamos, chaval, tú eres Miúdo! ¿Quién es el que nos manda dinero?

—No lo sé.

—¿Trabajas?

—Sí.

—¿Dónde?

—Hago chapuzas.

—Hermano, si eres Miúdo, puedes incluso tener una escapatoria. Sabes que tienes dos órdenes de búsqueda y captura… Si sueltas algo de pasta, sales a la calle —negociaba Lincoln.

—Coge el retrato robot —dijo Monstruinho a otro policía.

—Está dentro del cajón y Linivaldo se ha llevado la llave.

—¿O sea que no eres ni Miúdo ni Pardalzinho?

—No.

—Entonces, ¿quién eres?

—Marcos Alves da Silva.

—¡Bonito nombre! —ironizó Lincoln.

—¿Por qué ibas armado con un revólver?

—No llevaba revólver.

—¿Crees que soy tonto, chaval? —dijo Monstruinho, propinándole un puntapié en la espalda.

—Mételo en la celda. Por lo que recuerdo del retrato, éste es Pardalzinho.

Pardalzinho entró en la celda vacía, se sentó en el suelo y dio un puñetazo en la pared.

—Es Pardalzinho, tío. ¿Has visto el tatuaje que lleva en el brazo? Pues en el retrato robot aparece el tatuaje.

—¿Hay alguna orden de captura contra él?

—Sí. ¿Recuerdas que Belzebu trajo a su hermano la semana pasada?

—¿Sabías que a Belzebu lo han relevado?

—No tenía ni idea.

—Lo han dicho hoy por radio.

—¿Y por qué?

—Se cargó a un currante, lo ahorcó dentro de la celda.

—Ese tío está loco de atar, ¿no?

—Creo que la ha cagado…

El sargento Linivaldo entró de servicio al día siguiente. Reconoció a Pardalzinho de inmediato, pese a que lo encontró muy cambiado desde la última vez que lo vio, siendo niño todavía, cuando lo detuvieron acusado de haber robado dinero de la caja de la panadería, donde trabajaba antes de dedicarse al oficio de limpiabotas. En aquella ocasión, Pardalzinho había jurado por todos los santos que él no era el ladrón. No le creyeron y tuvo que soportar las palizas que le propinaron durante los tres días que permaneció detenido.

Fue entonces cuando se prometió a sí mismo que de mayor sería maleante; así, la policía tendría verdaderos motivos para golpearle.

Por la tarde, lo trasladaron a la Comisaría Trigésimo Segunda, acusado de varios asesinatos.

El primer día lo pasó solo en una celda. El dolor físico se había atenuado, pero la conciencia le dolía intensamente. Si fuese pintor, como su hermano Benite, no estaría encerrado; si admitiese los crímenes que había cometido con Miúdo, se pasaría en la trena el resto de su vida. Sentado con los brazos alrededor de las piernas, dejó que las lágrimas aflorasen.

La celda estaba oscura y no se oía el menor ruido. Desde muy pequeño temía el silencio y la oscuridad; estaba convencido de que, cuando se daban esas dos circunstancias, aparecía de inmediato algún espectro. Lo más probable es que no tardara en llegar alguna alma en pena para llevárselo al infierno. Se acurrucó aún más, bajó la cabeza, pensó en Dios e intentó rezar un padrenuestro. Sin embargo, al equivocarse dos veces seguidas, desistió. Pensó en los amigos del colegio que había dejado atrás, en Vila Kennedy, su lugar de nacimiento, y en su primera maestra, y en su padre, que murió cuando él aún era un niño. Los recuerdos le llegaban desordenadamente, sin atenerse a la cronología exacta de su vida.

Su pensamiento se desvió entonces hacia los chavales, que se irían de acampada en carnaval. Tenía que salir cuanto antes si quería pasar una semana con Patricinha Katanazaka. Un día se armaría de valor para hablarle de sus sentimientos. Si ella quisiese, compraría una casa en Saquarema, Cabo Frió o incluso en la Barra para que viese todo el día el mar que tanto le gustaba. Compraría lo que hiciera falta para ver su hermosa sonrisa.

Había descubierto que estaba enamorado de Patricinha cuando se enteró de su noviazgo con un pijo de la Freguesia. Se lo contó Álvaro Katanazaka, y la noticia le afectó más de lo que imaginaba. Tuvo que alejarse de sus amigos para que éstos no vieran lo trastornado que se sentía. Hasta aquel momento, creía que lo suyo sólo era deseo. Cuando saliese de allí, le hablaría de lo que sentía por ella y, si Patricinha aceptara ser su novia, mandaría a Mosca a la puta mierda. Evocó la imagen de su madre en la época de sus inicios como delincuente; la pobre se desesperaba, salía de madrugada para llevarlo a casa, hacía promesas a la Virgen, tenía los nervios de punta, lloraba por los rincones. Estaba convencida de que, si su marido no hubiese muerto, todo habría sido diferente. Se arrepintió amargamente de ser un malhechor. Estaba decidido a cambiar.

—Hermanos, dentro de diez años nadie podrá con nosotros. Aunque saquen al ejército a la calle y a todos los policías juntos, nosotros nos mantendremos firmes, ¿entiendes, colega? Primero tomaremos todas las cárceles. Si alguien intenta impedirlo, tendrá que vérselas con nosotros y, si no le gusta, pues ya sabe a qué se expone —dijo Manguinha a Jaquinha, Laranjinha y Acerola en la esquina del
Batman
, a eso de las siete de la mañana de un lunes.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó Jaquinha.

—Estoy de encargado en Santa Cruz. Allí estamos vendiendo de puta madre, pero las cosas funcionan de distinta forma que aquí, ¿sabéis? Toda la cuadrilla consigue dinero, cada uno recibe una carga de hierba y nieve y el encargado se queda con la mitad, ¿entendéis? Los soldados también reciben algo. Tendríais que haberme visto la semana pasada: yo estaba en la plaza medio dormido dentro del coche, el Passat, porque había pasado la noche en el motel con la mujer de un poli —dijo en voz baja y continuó—. De repente, aparecieron dos coches patrulla por el otro lado de la plaza. Tío, yo tenía una pistola, una 38, y un montón de coca, y seguramente ellos venían a darme la tabarra. Hermano, salí volando; los polis dispararon y rompieron el cristal trasero… El buga se sacudía con la mierda de los tiros. Reventaron las cuatro ruedas, pero conseguí escabullirme; la tía que me acompañaba en el coche lloraba a mares; pero reaccioné a tiempo, me metí en una callejuela y les di esquinazo; abandoné el buga, arrastré a la tía del brazo, entré en una casa, salí por detrás de un salto y me marché. Pero se me cayó la 38 al suelo, y tuve que volver para recogerla. ¡Joder, fue tremendo!

—¿Cómo se te ocurrió regresar, colega?

—¿Iba a dejar mi pipa allí? Nunca he visto una 38 como la mía, tío. Esas balas frías que en otras pistolas ni siquiera suenan, en la mía estallan. Mi 38 nunca ha fallado. ¿Se la voy a servir en bandeja? Mira, voy a dejaros farlopa de la buena y me marcho, ¿vale? Me gustaría llevaros allá, pero a vosotros no os va esa movida, ¿no? A mí no me importa, ¿sabéis? Allí sólo hay maleantes, y sé que vosotros estáis en otra onda, pero, si os hace falta, os pasáis por allí, que allí no hay miseria, ¿vale?

Manguinha sacó del bolsillo una pequeña bolsa llena de cocaína, se la entregó a Laranjinha, estrechó las manos de los muchachos y subió al coche. Antes de llegar a la Praga Principal, tocó la bocina para saludar a un amigo y llamar la atención de algunas mujeres. Conducía tranquilo, sabía que a aquella hora era difícil que la policía parase a alguien. Con traje, gafas de sol, pelo corto, barba afeitada, reloj de pulsera, maletín estilo 007 y licencia de autónomo, no lo molestarían. Enfiló derecho hacia Santa Cruz.

En la plaza central de Santa Cruz, la gente se entregaba al trajín de los lunes y pululaban niños con uniforme de colegiales. Manguinha había quedado en la plaza para recibir tres kilos de cocaína. Detuvo el coche frente a un cafetín, entregó las armas al dueño para que se las guardase y se encaminó con las manos en los bolsillos hasta una esquina. Un niño con uniforme de colegio se acercó a él y, tras preguntarle la hora, se alejó tres pasos; luego sacó un 38 de la mochila y disparó tres veces sobre la espalda de Manguinha.

En una casa un poco alejada de allí, el dueño del puesto de venta de droga de Santa Cruz, al oír los tres disparos, dijo irónicamente a su esposa:

—¡Tu amante ha muerto!

El niño se alejó del lugar tranquilamente, entró en la casa del dueño del puesto y recibió cincuenta mil cruzeiros por el trabajo.

Espada Incerta llegó a Ciudad de Dios una madrugada, descalzo, sin camisa, arañado, sucio y hambriento. Fue derecho a la casa de sus primos, donde al fin pudo relajarse. Junto con otros cinco presos, había conseguido escaparse de la comisaría, donde lo mantenían encerrado a la espera del juicio. Su tía no quiso que se quedase allí; sólo le permitió darse una ducha, comer algo y cambiarse de ropa. Cuando ya se iba, su primo le dijo que la situación de Sandro Cenoura había mejorado. El fugitivo, convencido de que su amigo le ayudaría, salió en su busca.

—Si voy a Realengo, puedo conseguir droga barata para que tú la vendas —dijo Espada Incerta después de recibir treinta cruzeiros de manos de Sandro Cenoura, y añadió—: Gracias por el refuerzo que me enviaste a la cárcel.

—Colega, yo no mandé nada. El dinero era tuyo, ¿entiendes?

—Pero hay cabrones que no mandan nada, ¿sabes? Y tú has sido legal conmigo.

Permanecieron un rato apostados en una de las esquinas de la plaza de la
quadra
Quince, conversando sobre la cuadrilla de Miúdo.

Cuando Espada Incerta se enteró de que habían detenido a Pardalzinho, le entró la risa y juró que un día acabaría con él.

—Si lo matas, te cargarás al maleante más cojonudo de toda la favela —le dijo Sandro muy serio, mirándole a los ojos.

Espada Incerta no contestó. Sacó papel de un paquete de cigarrillos y lo cortó; Sandro echó un puñado de marihuana, Espada Incerta lió el porro y se lo fumaron mientras charlaban de trivialidades.

Se anunciaba un nuevo día y soplaba un viento del noroeste que traía fresco. Espada Incerta, que se había mantenido la mayor parte del tiempo callado, contó el dinero, cogió su parte, entregó el resto a Cenourinha junto con lo que quedaba de droga y se dispuso a marcharse.

—¿Te apetece un tirito? —preguntó Cenourinha.

—Bueno, no me importaría colocarme un poco antes de ir a Realengo.

—Tu madre vive allí, ¿no?

—Sí. Pero no voy a su casa, quiero encontrar a un compañero que estuvo encerrado conmigo una temporada. Ya hace tiempo que lo soltaron y siempre me mandó dinero al talego. También me enviaba hierba y nieve. Me dijo que fuese a verle cuando saliese, que me echaría una mano.

Esnifaron la cocaína en un instante.

—Bueno, volveré más tarde con droga de la buena para que la vendas en el puesto —dijo Espada Incerta.

Espada Incerta tardó menos de dos horas en llegar a Realengo. Sabía que andar por allí era más arriesgado que hacerlo en Ciudad de Dios por su condición de delincuente, pero confiaba en el rufián con el que había trabado amistad en la cárcel y, como éste conocía a un buen traficante, seguramente le pasaría un kilo de marihuana en depósito, como le había prometido en el talego. Cogería la droga y se pondría en marcha cuanto antes.

La transacción con el amigo fue más rápida de lo que Espada Incerta se imaginaba, pero sólo tendría un día para pagar el kilo de marihuana que le había dado en depósito. Todavía le quedaba dinero para tomar un taxi hasta Cascadura. Después le pareció mejor tomar un autobús. Ir en taxi es cosa de blancos. Estaba convencido de que un negro que sube a un taxi o es un malhechor o está al borde de la muerte.

Entregó la hierba al amigo, recibió el dinero y se tomó unas birras y unas copas de coñac para celebrarlo, acompañadas de chorizo frito.

Hablaba alto, pavoneándose ante sus primos: se vanaglorió de haberse follado a más de un pringado en chirona, recordó viejas historias y cantó sambas de partido alto. Cuando estaba ya como una cuba, Espada Incerta vio pasar a la hermana de Pardalzinho y, fingiendo no estar enterado de su encierro, le dijo:

—Dile a Pardalzinho que esta misma noche voy a entrar en su casa y que caerá cualquiera que esté allí: mujeres, niños, la hostia…

La hermana de Pardalzinho llegó a casa llorando y tuvo que beber agua con azúcar para poder contarles lo ocurrido a sus hermanos. Edgar, el hermano mayor de Pardalzinho, también maleante, decidió mandar al resto de la familia a casa de su tía y él se preparó para recibir a Espada Incerta. Este, que siguió bebiendo hasta muy entrada la noche, salió del bar ayudado por sus primos y durmió en casa de su tía. Cuando despertó, apenas recordaba lo que había ocurrido.

Edgar, irritado, salió a buscarlo en cuanto amaneció el nuevo día. Por el camino, se encontró con algunos de la cuadrilla de Miúdo, que le preguntaron qué pasaba cuando lo vieron con el arma en la mano. Pese a que no tenía amistad con ellos, les contó lo que ocurría. Poco después, toda la cuadrilla de Miúdo andaba en busca de Espada Incerta, que, por suerte, logró salir de la favela sin que lo molestasen.

Una vez en el autobús, Espada Incerta se sintió desesperado al comprobar que le faltaba dinero: o lo había perdido o se lo había gastado. Incluso llegó a pensar en la posibilidad de que sus propios primos le hubiesen robado. Y lo peor era que no tenía revólver; debía conseguir uno de inmediato para cometer un atraco y saldar su deuda.

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