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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (45 page)

Dejó de golpearla; comprobó su respiración: seguía viva, lo que le alegró infinitamente, y no porque quisiese evitar su muerte, sino porque así podía continuar con su venganza. La visión de la vagina de la mujer acentuaba aún más el dolor que sentía por la traición, y resolvió que ella debía sufrir un tormento mayor. Se colgó de la mejor rama que podía arrancar y tiró de la rama varias veces de arriba abajo, con los ojos devastados por su deseo de venganza. En circunstancias normales, su fuerza no habría sido suficiente para romper esa rama, pero, redoblada por la furia, le resultó fácil hacerlo. Acto seguido la introdujo en la vagina de la mujer embarazada. Aquel crimen corrió de boca en boca hasta llegar a oídos de Miúdo, quien consideró que el episodio trastornaría el movimiento de los puestos de venta, porque la policía no daría tregua.

Miúdo estaba triste, hablaba poco y hostigaba a los rufianes de Allá Arriba cada vez con más frecuencia. Casi siempre se apropiaba de las cadenas de oro que los ladrones iban a venderle. Su humor sólo mejoró cuando se adueñó del perro de un habitante de Ciudad de Dios, porque, decía, le encontraba cierto parecido a Pardalzinho. Un lunes por la mañana, Pardalzinho apareció frente a Miúdo con los brazos abiertos, y muy sonriente.

Pardalzinho, después de salir del calabozo, fue a parar a una celda donde había unos cuantos presos que, aunque no lo conocían personalmente, habían oído hablar de él.

En la primera visita, Benite llevó bastante dinero a su hermano: una parte se la quedó el comisario y la otra Pardalzinho se la gastó en bebida, marihuana y cocaína que consiguió uno de los detectives de la comisaría. Y lo mismo ocurrió en las visitas posteriores. Mientras estuvo encerrado cantó rock duro y sambas sincopadas y de enredo al compás de la batucada. Cuando salió de allí, prometió que todos los meses mandaría una cantidad fija al comisario.

Ese domingo lucía un sol esplendoroso en el cielo de la Ciudad Maravillosa. Coroado iría a exhibirse a Ipanema. Habría desfile de carnaval en la playa, con música estupenda, bailarines ya entrenados y sambas en abundancia. Butucatu, algo desconfiado, decidió atravesar la favela y subir a uno de los autobuses que se dirigían a Ipanema. Mientras caminaba, a veces pensaba que Miúdo lo enviaría al otro barrio y, otras, que el traficante no le haría nada, ya que su crimen había sido pasional, crimen de hombre.

Miúdo y Pardalzinho estaban con los músicos aguardando la hora de la salida, y mataban la espera con batucada para acompañar las sambas que cantaban los presentes. Miúdo se sorprendió al ver allí a Butucatu, pero disimuló para no espantar a la presa y continuó acompañando la música con sus manos.

—¡Voy a cargarme a Butucatu! —dijo al oído de Pardalzinho.

—Sí, ya me enteré de lo que pasó, pero no te lo cargues, dale sólo una paliza, ¿vale? Lo que hizo tenía que ver con su vida privada, ¿entiendes?

—Sí, pero debería haberlo hecho fuera de aquí… ¡Cogió a la tipa en Tanque y la trajo a la favela, colega!

—Estaba desesperado. ¡Dale solamente una paliza, una paliza!

—¡Joder! Desde que sales con esa panda de pijitos, estás cada vez más blando. —Se alejó de Pardalzinho, sacó el revólver de la cintura y gritó—: ¡Butucatu, ven aquí, que tenemos que hablar!

Butucatu, cuando lo vio empuñando el revólver, sintió un escalofrío en la espalda y caminó en su dirección con las manos a la vista para que Miúdo no pensase que iba a sacar un arma. Sabía que podía morir, aunque su crimen estuviese justificado; pero, por otro lado, no creía que le pasara nada, porque nunca había robado en la favela, nunca había traficado y mantenía una relación amistosa con Pardalzinho.

El diálogo comenzó moderado. Butucatu insistía en afirmar que el suyo había sido el crimen de un hombre:

—¡Para limpiar mi honor, tío! Y ahora lo tengo difícil, porque su familia me ha denunciado. Este asunto no te va a afectar… —mentía.

Miúdo no lo escuchaba y solamente repetía una frase:

—¡Tendrías que habértela cargado fuera de la favela, hijo de puta!

Hablaba en voz alta con toda idea, para llamar la atención de los demás integrantes de la cuadrilla. Lo ayudarían a castigar a Butucatu. Cuando Biscoitinho, Camundongo Russo y Marcelinho Baião se acercaron, Miúdo le propinó un puñetazo en el rostro y Butucatu se tambaleó asegurando que respondería y que, si tenía que morir, lo haría peleando, moriría como un hombre. Los compañeros de Miúdo intervinieron. Biscoitinho sacó el arma, pero no disparó porque Pardalzinho se lo impidió:

—¡No dispares, no dispares!

Dentro del autobús, camino de Ipanema, Miúdo no dejaba de repetir que tenía que haberse cargado a Butucatu, porque adivinaba en sus ojos su alma de traidor.

—¡De eso nada, chaval, es un pobre diablo! —decía Pardalzinho, como de costumbre.

Butucatu se quedó inconsciente en el suelo. Cuando recobró el sentido, los autobuses ya habían salido y la noche estaba muy avanzada. Se levantó despacio, con su cuerpo dolorido y sangrante. Intentó andar, pero las piernas no le respondieron y volvió a caer. Hasta que no se hizo de día, no pudo levantarse y caminar hasta su casa.

—¡Estoy embarazada!

—¿Te estás quedando conmigo?

—Es verdad. Hace dos meses que no me viene la regla.

—¡Carajo, voy a ser padre! ¡Vamos a tomarnos una cerveza!

—Nada de cerveza, Pardalzinho. ¡Soy muy joven para ser madre y no estoy dispuesta a perder mi juventud por culpa de un hijo! Un hijo quita mucho tiempo. Voy a abortar —afirmó Mosca en el momento en que Pardalzinho se acostaba a su lado después del desfile de carnaval en la playa.

—Pero ¿qué dices, mujer? ¡Joder! Ya hace mucho tiempo que vivimos juntos. ¿Acaso te falta algo?

—¡Me faltas tú, Pardalzinho! Lo único que te importa es salir con los pijos de tus amigos, irte a los bailes, a veces desapareces una semana en esas acampadas de chiflados… ¿Crees que no sé que te follas a esas blanquitas que andan por ahí? No quiero tenerlo y se acabó. Ya he hablado con mi comadre, he comenzado a tomar infusión de hojas de café y mañana mismo abortaré.

—¡No te dejaré!

—Demasiado tarde. Ya he tomado muchas infusiones y, si lo tengo, lo más seguro es que nazca deforme.

Pardalzinho no dijo nada; se levantó, se vistió y salió a la noche hacia el piso de Miúdo para contarle lo sucedido.

—No te preocupes, hermano —le consoló Miúdo—. Cuando una mujer tiene un hijo queda muy abatida… Tírate a una blanca, una jovencita, y déjala embarazada.

Sí, era mejor que Mosca abortase. De esa forma podría echarla de casa y ella no podría protestar. Decidió liarse un porro y se lo fumó con su amigo para festejar que había tomado la decisión más acertada.

—¿Quieres un güisqui?

—Vale.

Miúdo bebió a morro y pasó la botella a Pardalzinho. Se sentaron en el sofá, fumaron un canuto, charlaron y rieron mientras bebían el güisqui. Pardalzinho fue el primero en dormirse en el sofá. Miúdo, tambaleándose, consiguió llegar a la habitación y se arrojó en la cama.

Alrededor del mediodía, golpearon la puerta violentamente. Miúdo abrió con el arma en la mano. Benite, con expresión triste, dijo que tenía una mala noticia:

—¡Habla ya, chaval, habla ya! —le espetó Pardalzinho.

—Tu mujer…

—¿Ha muerto? —preguntó Pardalzinho.

El hermano de Pardalzinho bajó la cabeza y se fue a la cocina. Miúdo abrazó a su amigo, que enmudeció durante unos minutos, con los ojos desorbitados y una gran tristeza en su rostro.

—¿Dónde está?

—En casa de Xinu. Dicen que fue por el aborto.

—¿Quién está allí?

—Nadie, todo el mundo ha desaparecido.

—No iré, ¿sabes? No volveré a mi casa… ¿Puedo quedarme aquí, tío?

—¡Claro! —respondió Miúdo.

—Dale dinero a mi hermano para que se ocupe del entierro.

Tras soltar la pasta a Benite para que se la entregara a la familia de Mosca, Miúdo se marchó acompañado del hermano de Pardalzinho y se dedicó a recorrer todos los rincones de Los Apês con la intención de localizar a una chica que bebía los vientos por él. Era guapa y diligente, estudiaba y no vivía vagabundeando por la calle. Nunca había tenido una mujer así. Aquel mismo día se enrolló con ella. Luego se encerró en casa de su amigo durante tres días, sin comer, sin ducharse ni cepillarse los dientes. Cuando llegaba algún amigo, el traficante intercambiaba con él algunas palabras y regresaba a la habitación.

—¡Anímate, chaval! Tienes que romper la mala racha. Te acuchillaron, te encerraron, tu mujer se fue al otro barrio… ¡Has de ponerte fuerte para poder vivir en paz, chaval! —aconsejaba Miúdo a Pardalzinho, un mes y medio después de la paliza a Butucatu.

—¡Vale! ¡Vale!

Miúdo llamó a la tía Vincentina. Ella conocía al traficante desde niño y le había hablado de una macumba buena en Vigário Geral. Después del almuerzo, se encaminaron hacia allá en un taxi. Era el último día del año. El
padre de santo
hizo su trabajo con rapidez porque tenía que ir con los fieles a Copacabana, donde celebrarían un rito.

Regresaron a casa de la tía Vincentina, también en taxi, convencidos de que todo les iría «divinamente» en el nuevo año. No les faltaría ni dinero ni mujeres. Tía Vincentina opinaba que el trabajo estaba mal hecho e insistía para que los muchachos fuesen a la playa a hacer otro.

—No, tía, no puedo ir, ¿sabe? —respondió Pardalzinho—. He montado una fiesta con los amigos en casa de Katanazaka y quiero divertirme para dejar de pensar en Mosca… ¿Vamos, Miúdo?

—Voy a pasar por tu casa y después me acercaré a Los Apês.

Y así lo hicieron. Aunque Miúdo no pertenecía a la familia de Pardalzinho, lo trataban como si lo fuese. Pasada la medianoche, cada uno siguió su destino. Antes de separarse, quedaron en ir a almorzar al día siguiente a casa de Compositor. Añoraban la comida de doña Penha.

Ya había amanecido cuando Pardalzinho salió de la casa de los Katanazaka y se fue caminando hacia Los Apês. Se daría una ducha, se cambiaría de ropa, dormiría y se iría con Miúdo a disfrutar de la comida de doña Penha. Encontró a Miúdo en casa de Tim y, tras tomar un vaso de vino, se pusieron en camino.

A eso de las tres de la tarde, los amos de las calles de Ciudad de Dios cruzaron la favela, discretamente armados. Miúdo caminaba muy serio, saludando sólo con un movimiento de cabeza a los muchachos del vecindario. Pardalzinho reía y deseaba feliz año nuevo incluso a quienes no conocía de nada. El sol ardía y en las calles reinaba ese ajetreo tan característico de los días de fiesta.

La hermana de Butucatu vio a Pardalzinho y a Miúdo cruzar la Edgar Werneck a la altura de la iglesia amarilla y pedaleó a toda velocidad para avisar a su hermano de que el temible Miúdo se dirigía hacia arriba acompañado solamente por Pardalzinho. El maleante sacó el revólver del ropero, cogió las balas escondidas junto al motor de la nevera y se quedó al acecho en el patio de una casa.

Miúdo se irritaba cada vez que Pardalzinho se detenía para saludar a alguien. Decía que se parecía a Papá Noel, le metía prisa y aseguraba que no le gustaba tardar mucho en llegar a ningún sitio.

—¡Me alegro de que hayáis venido! —exclamó doña Penha.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Pardalzinho.

—Esta semana tuve una pesadilla… ¡Soñé que te habían disparado un montón de tiros, hijo!

—Eso quiere decir que me quedan muchos años de vida, con más razón ahora que he recuperado mi fortaleza. ¡No se coma el coco, doña Penha, que todavía tengo para largo!

Almorzaron acompañados con la música del disco de las escuelas de samba a todo volumen. Tras el almuerzo, se quedaron conversando durante más de una hora y después se despidieron. Doña Penha recomendó a Pardalzinho que se cuidase.

—Oye, ¿te acuerdas de esas gallinas que había en casa? —preguntó Pardalzinho a Compositor.

—Sí —contestó Compositor.

—Puedes quedártelas. Después de la muerte de Mosca, no he vuelto por allí a darles maíz; mi hermano tampoco va… Quédatelas. ¡Hay dos que ponen huevos enormes! Bueno, ya me voy. Adiós.

—¡Adiós! —respondió Compositor.

—Vamos a pasar por el Dúplex —sugirió Miúdo.

Butucatu se preparó cuando los vio venir por la calle. Amartilló el arma y se quedó a la espera de que Miúdo se alejase apenas unos veinte metros más para vaciarle el cargador en la espalda.

Pardalzinho iba cantando una de las sambas que había escuchado en casa de Compositor, ajeno a las intenciones de su amigo, cuya propuesta de pasar por el Dúplex obedecía a su afán de propinar una paliza a Panga, que se la merecía tanto como Butucatu.

Butucatu, completamente alterado, aún sentía el dolor de las patadas, puñetazos, culatazos y puntapiés que había recibido de la cuadrilla de aquel cabrón. Sólo se cargaría a Miúdo; no tocaría a Pardalzinho, que ni lo había golpeado ni había dejado que lo matasen y que, incluso días después, le envió recado de que se largase por un tiempo de la favela, porque si algún integrante de la pandilla llegaba a verlo, y él no estaba cerca para evitarlo, cabía la posibilidad de que alguien le diera un balazo simplemente por complacer a Miúdo.

A Butucatu le temblaba todo el cuerpo. Cuando Miúdo entró en la mira de su revólver, contuvo la respiración y entrecerró los ojos. Pero Pardalzinho, que seguía cantando, adelantó en ese momento a Miúdo, con lo que éste quedó fuera del objetivo de Butucatu. Cambió el arma de posición, respiró hondo, la colocó de nuevo apuntando a Miúdo, afirmó el brazo, disparó dos veces seguidas y salió por la parte de atrás de la casa.

Pardalzinho cayó entre convulsiones.

Miúdo corrió ensangrentado; incluso baleado, aún le quedaban fuerzas para responder a los tiros, pero temió que Butucatu estuviese acompañado de otros maleantes y optó por regresar a la casa de Zeca Compositor. Antes de desaparecer, alcanzó a ver a Butucatu por los huecos de los ladrillos de la parte superior del muro, desde donde el asesino, tras afianzar el cañón del revólver, había disparado.

—Ve a ver cómo está Pardalzinho, que ha caído, ha caído, ve, ve, por favor…

—¿Quién ha sido? —preguntó Compositor.

—Butucatu, ha sido Butucatu, tendría que haberlo matado, tendría que haberlo matado… ¡Se lo dije a Pardalzinho, se lo dije, se lo dije! ¡Le han dado a Pardalzinho también! ¡Pardalzinho ha caído! Ve a verlo… ¡Me voy a morir, me voy a morir!

—¡Calma, tío, que no te vas a morir!

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