—Y lo ha hecho legalmente, no es de contrabando… ¡Es un coche fantástico!
—¿Te acuerdas de aquella vez en que sólo le dio nieve a Camundongo Russo y a ti no te dio nada?
—Por supuesto.
—Creo que está cabreado contigo: el día que disparé a Bonito lo vi haciéndote la cruz.
—¿Estás de coña?
—En absoluto. Pero ya he ido a consultar al
padre de santo y me ha dicho que todo saldrá bien, que a ti no te pasará nada. Pero está claro que él está de mala hostia contigo.
Bajaron el Morrinho y se quedaron unos minutos en la plaza, desde donde divisaron a Peninha lavando su Volkswagen. Con la radio encendida y una botella de güisqui por la mitad, Peninha de vez en cuando dejaba de limpiar y daba unos pasos de baile. Había dejado su revólver cerca del cubo de agua con queroseno.
—¡Cárgatelo! —dijo Miúdo a Biscoitinho, que tenía los ojos clavados en Peninha.
—¿A Calmo también?
—No, a ése vamos a darle un poco más de tiempo, tiene mucha influencia sobre los chicos de la Trece y no sabemos si Cenoura va a continuar la guerra. Pero quédate tranquilo, que yo me ocupo de amansarlo.
Biscoitinho recargó la pistola y rodeó el edificio, dejando a Miúdo con una sonrisa maliciosa en el rostro. En esos momentos, Peninha estaba tumbado en el suelo, enjuagando el guardabarros. Biscoitinho se acercó sin que lo viese y descerrajó doce tiros de pistola a quemarropa en la cabeza de su compañero.
Al cabo de un mes, los periódicos decían que, en el mismo lapso de tiempo, el número de víctimas en Ciudad de Dios superaba al de la guerra de las Malvinas. La barriada se convirtió en uno de los lugares más violentos del mundo. Las cámaras de una cadena de televisión filmaron a Bonito mientras estaba ingresado en el hospital Miguel Couto. El vengador respondió sin pestañear a todas las preguntas de la reportera. Al final de la entrevista, afirmó que la guerra sólo acabaría cuando él o Miúdo muriesen.
—¡Entonces la guerra se acabará hoy! —gritó Miúdo cuando le hablaron de eso—. Ahora mismo salgo para el Miguel Couto y me lo cargo. Voy a ir allá, ¿me entiendes? Tú, Leonardo, me llevarás en coche…
—¿Por qué no te pones un poco de mercromina en el brazo y dices que estás herido?
Cuando llegó la noche, Miúdo se embadurnó el brazo con mercromina y escondió la pistola en el tobillo. Reía con su risa taimada, estridente y entrecortada. Subió al coche y se instaló agachado en el asiento de atrás. En el momento en que Leonardo arrancaba, comenzó un tiroteo.
Diez policías civiles habían penetrado en la barriada disfrazados de basureros y, colgados del camión de la basura, disparaban a cualquiera que estuviese en la calle. Leonardo aceleró y, al llegar a la plaza, él y Miúdo abandonaron el coche y se refugiaron en los edificios.
Antes de que el tiroteo comenzara, Tuba, que se encontraba en su piso, había propinado a su madre un puñetazo en la cabeza, dos puntapiés en el vientre, un cabezazo en la boca y un culatazo en la nuca hasta dejarla inconsciente en el suelo. La vieja hija de puta se pasaba la vida exigiéndole que se ordenase la ropa y que no dejase sus cosas desparramadas por toda la casa. Cada vez que Tuba entraba en el baño para mear, la vieja iba a comprobar si había mojado el borde de la taza. Un auténtico coñazo. Ya le había advertido que si insistía, acabaría dándole una paliza. La mujer no se lo tomó en serio.
Al oír los disparos, pensó que eran los enemigos y bajó a combatir: si matase a Cenoura, aumentaría su prestigio y podría incluso conseguir uno de los puestos de droga de Miúdo. Mientras tanto, los policías militares habían entrado en el edificio y estaban escudriñando cada rincón del inmueble. En ese preciso momento se toparon con Tuba que, aturdido y con la pistola en la mano, intentó disparar. Una ráfaga le atravesó la barriga. Su hermana bajó tras él y gritó:
—¡Cárgate a ese desgraciado que ha pegado a mi madre y casi la ha matado!
El sargento Linivaldo, al escuchar los gritos de la hermana de Tuba, se dirigió hacia el coche patrulla, aparcado en mitad de la calle, hizo una seña al policía que conducía para que se apease del coche y, poniéndose al volante, pasó repetidas veces la rueda izquierda delantera sobre la cabeza de Tuba.
Los policías se reagruparon. El sargento Linivaldo hizo el recuento y comprobó que faltaba uno; pero no, por ahí venía con un delincuente esposado. Lo metieron en el vehículo y pusieron rumbo a la zona de Bonito. Escondieron el coche en una calleja, llevaron al detenido al centro de la plaza de la
quadra
Quince y le quitaron las esposas.
—¡Ahora corre hacia allí, corre, corre!
Lanzaron tiros al aire y se marcharon. Los integrantes de la cuadrilla de Bonito lo encontraron y se lo cargaron.
Sandro Cenoura ordenó a todo el mundo que se escondiese. No volvería a combatir hasta que Bonito regresase. Tenía miedo y no se sentía con fuerzas para dirigir la cuadrilla. La policía no les daba tregua, no había día en que los periódicos no publicaran alguna noticia sobre Ciudad de Dios y su nombre siempre aparecía impreso en primera plana.
Se escondió en la casa de un amigo, cuya mujer había desaparecido hacía más de una semana. Ahora podía alojar a Cenoura sin tener que escuchar los reproches de esa zorra por haber metido a un maleante en casa. A Cenoura le temblaban las manos y el corazón le latía acelerado. Su amigo, después de embriagarse, dormía: le rechinaban los dientes, tenía muchos gases y no paraba de revolverse en la cama. ¡Qué vida tan desgraciada la suya! En realidad, él no quería entrar en esa guerra de mierda, pero adoraba el dinero, sí, sólo quería dinero. Y pensar que el imbécil de Miúdo quería apoderarse de su puesto de venta de droga… ¡Codicioso cabrón! Nunca le había gustado. Recordó la época en que trabajaba limpiando en la universidad católica, la única vez que se había disfrazado de currante; era consciente de que no se haría rico limpiando la mugre de los blancos, sólo los pringados trabajan con la certeza de que nunca disfrutarán de las cosas buenas de la vida. Por eso lo mandó todo a la mierda y se juró que jamás volvería a llevar aquella vida miserable. Marihuana, cocaína, eso sí que daba dinero y, si no fuese por Miúdo, ya sería rico.
Pensó en sus hijos. Quería que estudiasen en la universidad católica, pues siempre había oído decir que la enseñanza de los curas era buena. Dos hijos. ¿Qué podría dejarles? La herencia más visible era la guerra. Ojalá Bonito volviese enseguida para ir con él en busca de Miúdo, en ese momento sentía tanto odio… Matarlo, apoderarse del puesto de la Trece y trabajar duro un año entero… Compraría una finca en el interior donde criaría gallinas, construiría una piscina y también un cuarto de baño con sauna. Intentó recordar cómo se preparaban los cócteles Molotov… En vano. Sólo la angustia dominaba su espíritu. La úlcera volvió a castigarlo. Necesitaba leche. En la nevera sólo había patatas pasadas y un filete mugriento sobre un líquido blanco vomitivo. En el estante había una botella de coñac. No vaciló. Se la bebió enterita, así dormiría bien y, si se presentaba algún enemigo, moriría durmiendo. Hay momentos en que la propia muerte se nos antoja sumamente necesaria.
Borboletão, no se sabe cómo, apareció de madrugada en la esquina. Respondía que era maleante cuando le preguntaban acerca de cómo se había liberado. Estaba al tanto de todo lo que había ocurrido. Lo único que ignoraba era por qué estaban todos en la esquina si el sargento Linivaldo andaba en busca de delincuentes.
—¡Si viene, le disparamos al pecho! —dijo Tigrinho muy serio.
Borboletão lo miró. Conocía a algunos de aquellos muchachos sólo de vista, pero nunca se imaginó que acabarían formando parte de la cuadrilla. Sin embargo, Tigrinho, el único novato que se había manifestado, había sido tan incisivo que no se atrevió a decir una palabra.
—Tenemos que ir a Allá Arriba ahora mismo, ¿vale? —continuó Tigrinho—. Allí hay un montón de rufianes que sólo responden cuando está Bonito entre ellos.
—Entonces llama a los muchachos de Los Apês —dijo Borboletão.
—¿Llamar a los muchachos de Los Apês? ¡De eso nada, tío! Aquí nos las arreglamos solos, ¿oyes? Y Miúdo no se está portando bien. Mató al compañero que trajo Calmo y sólo sabe dar órdenes, ¿entiendes?
—Dejó que Biscoitinho se cargase a Peninha porque el tipo le hizo la cruz. Yo lo vi. Puede que estés con nosotros, pero lo que has de tener muy claro es que aquí mandamos Calmo, Miúdo y yo —dijo Borboletão.
Tigrinho se puso serio, miró al resto de sus compañeros y se rascó la nariz.
—Si tú eres el que manda, no hay más que hablar.
La cuadrilla de Miúdo apareció en el otro extremo de la calle. En silencio, la gente de la Trece esperó a que se acercasen.
—Oye, Calmo, estoy sin dinero. Lo necesito para comprar armas, ¿entiendes? Así que, ¿por qué no me das la parte que le entregabas a Peninha? —dijo Miúdo.
—Está bien —contestó Calmo a regañadientes.
Tigrinho miró a Borboletão, después a Meu Cumpádi, torció la nariz y se alejó.
Las dos cuadrillas en bloque enfilaron la Rua do Meio. La orden era disparar incluso a la policía. Borboletão miraba a Meu Cumpádi con ojos cómplices. Hacía lo posible para que su compañero entendiese que no estaba de acuerdo con lo que Miúdo había exigido. Meu Cumpádi captó el mensaje, pero mientras avanzaba en medio de las dos cuadrillas, debidamente uniformadas, disimulaba.
En comisaría, Lincoln y Monstruinho se aprestaban a armarse. Irían en dos coches a Los Apês, acompañados de otros seis policías, para sorprender a los maleantes.
En Allá Arriba, los miembros de la cuadrilla de Bonito estaban reunidos en la casa de uno de ellos. Se llenaban el estómago con bocadillos de mortadela para esnifar los diez gramos de cocaína que ya habían preparado en el plato. Antes de comer, se habían fumado unos porros y ahora tenían sed.
—Comer esta mierda a palo seco es un asco —dijo Ratoeira.
—Anda, chico. Ve a la taberna de Palhares a comprar una Coca de tamaño grande.
El crío se levantó y cogió el dinero.
—¿No hay casco? —preguntó.
—¡Qué casco ni qué hostias, chaval! ¿No eres un maleante? Bastante favor le haces pagándosela.
—Toma mi arma —le ofreció Ratoeira.
El crío, blanco y de pelo rizado, salió a la calle con pasos vacilantes y el rostro desencajado. Tenía miedo a morir. Nunca había sentido eso, pero ahora, caminando por aquellas calles que, desde que Cenoura diera la orden de esconderse, estaban desiertas, se arrepentía profundamente de haber abandonado el segundo curso de secundaria y de haber dejado su trabajo de media jornada para caer en las garras de la guerra por pura fascinación.
Miúdo, en la calle adyacente, ordenaba a su cuadrilla que se callase. Algo le decía que se encontraría al enemigo y que habría problemas. El niño aceleró: era mejor apresurarse; al día siguiente abandonaría la vida del crimen. Miúdo, que sólo llevaba una ametralladora, apuntó con el arma sin hacer ningún ruido. Los maleantes, los gatos y los policías son muy parecidos: surgen en los lugares más improbables y dan más vida al silencio.
El niño, con escalofríos por todo el cuerpo, redujo la velocidad de sus pasos; en sus oídos resonaron las palabras de su madre preguntándole cómo le iba en el colegio. Miúdo hizo una seña a la cuadrilla para que se detuviese y dirigió la ametralladora hacia la esquina con el dedo en el gatillo. El niño, sigiloso, también se detuvo, sacó la pistola y luego apresuró la marcha. Tan sólo unos metros lo separaban de la mira de Miúdo.
Cuando apenas había dado siete pasos, alguien de la cuadrilla de Miúdo escupió. El niño se quedó algo más tranquilo, convencido de que la persona que venía por el otro lado era amiga: si hubiera sido un malhechor, no habría hecho ruido. Aceleró el paso y entró en la mira de Miúdo.
—¡Las manos a la cabeza, hijo de puta! —gritó Miúdo y preguntó a la cuadrilla—: ¿Este chico es enemigo?
—Sí —respondió Conduite.
—¡A reventarlo, a reventarlo! —exclamó Camundongo Russo.
—¡Tira el arma al suelo y túmbate! ¿Quieres rezar? —le preguntó Miúdo con crueldad.
El niño no respondió.
—¿Dónde están tus compañeros? —le volvió a preguntar Miúdo.
El niño, consciente de que hablar no lo salvaría de la muerte, optó por no abrir el pico. Se meó encima, se encogió cuanto pudo y todos los consejos de sus padres le vinieron a la mente en aquel instante. Miúdo lo miró durante un rato, guardó el arma y ordenó a la cuadrilla que se diese una vuelta por aquel lugar. Cuando se quedó a solas con el niño, le ordenó que se levantase.
—¿Sabes cantar? —le preguntó.
—Sí.
—¡Entonces canta
Maluco beleza
[17]
!
El niño comenzó por el estribillo, balbuciendo al principio, hasta que encontró el tono. Miúdo miró la luna y sintió la leve fuerza del viento en su semblante; la voz del muchacho le recordó a la de Pardalzinho cuando cantaba la misma canción, aunque Pardalzinho lo hacía sonriendo y rodeándole el cuello con su brazo, al tiempo que pegaba saltitos como un crío. En cuestión de segundos, la imagen de su amigo se multiplicó: ya no había un Pardalzinho, sino varios, en diversos lugares y en las situaciones más diversas, siempre riendo o cantando. Si Pardalzinho estuviera vivo, tal vez él no habría violado a la mujer de Bonito y no hubiera pasado nada de lo que ahora estaba ocurriendo; seguramente tendría mucho más dinero y menos enemigos.
El muchacho dejó de cantar. Miúdo le ordenó que comenzase de nuevo. Mirando al cielo, buscaba la imagen de Pardalzinho recostado en alguna estrella, pues había escuchado su voz justo cuando iba a apretar el gatillo sobre la cabeza del chaval. Nada. Pardalzinho no es taba en ninguna estrella, tan sólo su alma, allí, a su lado, que le decía que aquel niño no era un enemigo de verdad. Miró al vacío y guiñó el ojo, convencido de que Pardalzinho lo vería.
—Deja esta clase de vida, chaval… ¡Vete! ¿Alguien te ha hecho algo para que entrases en esta guerra? ¡Ve a buscar un colegio!
La brigada de Lincoln, casi inadvertida, se internó en el Morrinho después de ocultar los coches patrulla en el bosque. Un guardia de la obra de los pisos de Morrinho se asustó al verlos, pero el propio Lincoln se encargó de tranquilizarlo mediante una seña. Desde aquel lugar se podía ver todo el movimiento de Los Apês con los prismáticos. El sargento Linivaldo dedujo que probablemente se habían ido a la zona de Bonito. Lo conveniente era esperar.