—¿Desde cuándo te dedicas a ayudar a la gente?
—Quiero que te cargues a un tío.
—¿A quién?
—A Monark.
—¿Qué dices, chaval? ¿Ese tío no es compañero tuyo?
—Eso creía yo. Fuimos compañeros… Pero ¿te acuerdas del día en que aquellos tipos mataron a la chiquilla?
—Sí.
—Pues ese día él te hizo la cruz por la espalda en el momento de la escapada. Y pensó que yo no lo veía.
—¡Si me meto con él, tendré a toda la cuadrilla detrás de mí!
—De eso nada, chaval, que yo te daré una buena pasta para que puedas abandonar la favela.
—Joder, Borboletão. No estarás mintiendo, ¿verdad? A mí ese tío no me ha hecho nada y no suelo aliarme con nadie para evitar problemas. Dime la verdad: seguro que el propio Monark te ha enviado para ponerme a prueba, ¿no?
—¿Crees que soy un pendejo, chaval? Te doy diez mil por cargártelo.
Marcos Papinha meditó la propuesta y dio una calada al porro. Al percatarse de que estaba apagado, lo encendió de nuevo con el mechero, aspiró con fuerza y se apretó la nariz con los dedos. Sus movimientos eran lentos.
—Vale, pero dame cinco mil por adelantado.
—Aquí los tengo.
Borboletão extrajo del calzoncillo una bolsita de plástico llena de dinero, sacó cinco mil cruzeiros y se los entregó a Marcos Papinha, recomendándole que actuase con rapidez.
Papinha nunca había tenido tanto dinero en sus manos, así que su expresión de alegría fue sincera. Si matase a Monark, tendría el doble. Sentía que la suerte estaba con él, pues hacía apenas una semana que le habían soltado después de cumplir una condena de cinco años, la segunda en su haber. Ahora tenía la oportunidad de comenzar una vida nueva. Papinha conocía todas las artimañas de la criminalidad, y no por ser un maleante desde niño, sino por haberlas aprendido en la trena. Lo habían pillado in fraganti en los dos únicos atracos que había intentado cometer.
—¿Qué hay, Monark? ¿Te apetece un canuto? —invitó Papinha dos horas después.
—¡Claro!
—Vamos mejor por allí, que los polis se han ido para la Trece.
—¿A pie o en coche?
—A pie.
—Yo también tengo hierba…
—¿Es de aquí mismo?
—Sí, del puesto.
—La mía está liada… La conseguí en Padre Miguel.
Salieron de Rala Coco. Papinha iba delante. Monark sacó un poco de marihuana, rasgó el papel del paquete de cigarrillos, cortó un rectángulo, puso la hierba dentro y lió el porro. Papinha oteó las cuatro esquinas de la plaza situada detrás del mercado Leão; al no ver a ningún conocido, dejó que Monark tomase la delantera y, tras sacar su 38, le descerrajó tres tiros seguidos.
En una favela nada pasa inadvertido. Ocurra lo que ocurra, siempre hay alguien que lo ve y lo suelta. La ley del silencio sólo funciona para la policía. Cabelo Calmo salió a registrar la favela minutos después de la muerte de Monark. Acompañado por los hermanos del muerto y cuatro soldados más, pensaba reventar a Papinha, que en aquellos momentos se encontraba en el lugar acordado con Borboletão. Ya había recibido el resto del pago y se disponía a marcharse tras darle un apretón de manos al traidor, cuando Lincoln y Monstruinho les dieron el alto.
—Ese es un atracador de autobuses. ¡Llevaba más de cinco mil en el bolsillo! Y aquel otro es de la panda de Miúdo —dijo Monstruinho señalando a Marcos Papinha y a Borboletão a los periodistas que se apiñaban en comisaría.
Colocaron a Borboletão y a Papinha junto a otros dos detenidos para sacarles fotos. Borboletão se cubrió el rostro con las manos. Papinha bajó la cabeza.
—Llévalos ahora mismo a la celda —dijo Lincoln.
—No, déjalos aquí, que dentro de poco llegará el furgón para trasladarlos.
—¿Puedo ir al váter? —interrumpió Papinha.
—Sí.
«¡No, otra vez la cárcel no! ¡Monstruinho, hijo de puta!… Tengo que escapar, tengo que escapar…», pensaba Papinha.
En la creencia de que los policías no dispararían en presencia de los periodistas, Papinha hizo un quiebro, empujó a Borboletão contra ellos y alcanzó la calle; cuando dobló por la primera a la izquierda, recibió un tiro en la nuca.
—Hermano, yo quiero un coche, pero un coche nuevo, cuanto más nuevo mejor, un coche último modelo, ¿vale? Cada coche que me consigas son dos kilos de hierba y uno de nieve. Es mejor para los dos, ¿me entiendes? Tú no gastarás nada y yo conseguiré más dinero —dijo el traficante a Miúdo un viernes por la noche.
—De acuerdo.
El traficante subió a su coche, acompañado de dos policías civiles, y se encaminó al puesto de Cenoura para hacer el mismo trato. Y así, fue recorriendo los veinte puestos de venta de droga que abastecían a Río de Janeiro para presentarles la misma propuesta.
Ese mismo día, Miúdo ordenó que se aparcasen todos los coches robados en las inmediaciones del caserón embrujado. En aquel lugar había un inmenso matorral al que la policía no solía acercarse y, si alguno de la cuadrilla viese por casualidad a los polis tomando ese camino, dispararía al aire para evitar el descubrimiento del escondite, según había recomendado Miúdo.
El primer día en que Peninha salió a robar consiguió tres coches; el segundo, cuatro más. Eso motivó al resto de la cuadrilla, pero pillaron in fraganti a tres soldados de Miúdo y, al día siguiente, la policía civil mató a otros dos después de una frenética persecución.
Peninha, no obstante, siguió dedicándose a esa actividad, y con éxito. Al cabo de unas semanas, el traficante entregó la droga a Miúdo en las proximidades del Bloque Siete y éste, por decisión propia, la dividió en dos partes iguales. Peninha miró entonces fijamente a Camundongo Russo y le entregó un kilo de maría y medio kilo más de cocaína, diciéndole que era un tipo de confianza. Biscoitinho, al percatarse de que no recibiría nada, les dio la espalda acariciando el mango de la pistola.
A la semana siguiente, el traficante regresó para romper el acuerdo de los coches. Las cosas se le habían puesto muy feas: había tenido que desembolsar una gran cantidad de dinero a la policía federal para que le dejaran pasar los coches por la frontera de Paraguay.
Marisol, Daniel y Rodriguinho eran los únicos blancos que todavía salían juntos y continuaban con esa moda, ya bastante obsoleta, de tatuarse el cuerpo y llevar los pantalones por debajo de la cintura y el pelo rizado. Ahora la onda era la discoteca. No quisieron participar en la guerra y prefirieron continuar con los atracos. Entregados a su labor delictiva, consiguieron todo tipo de herramientas que les facilitara su acceso a casas y automóviles: destornilladores, alicates, pies de cabra, serruchos, cuchillos, pistolas… Colocaban las herramientas y las armas dentro de un estuche de guitarra y se iban a robar como si fuesen a una fiesta.
Las cosas les iban bien porque eran blancos, no llamaban la atención de la policía ni despertaban desconfianza en los lugares que frecuentaban los ricos. Marisol, en lugar de gastarse el dinero en chorradas, hizo obras en su casa y se compró un coche. Y continuaron con esa vida hasta que abrieron una taberna y abandonaron la delincuencia.
Entre las muchas casas de que disponía para esconderse, Bonito se hallaba ese día en la de Luís Pedreiro, quien, respondiendo a su deseo, lo había dejado solo. Sentado en un banco, sus lágrimas caían en el suelo de cemento. Una bombilla de cuarenta vatios apenas iluminaba la pequeña sala que apestaba a fritanga y estaba llena de telarañas inmóviles. Porque no había viento que soplase, no había segunderos que se atreviesen a moverse. Todo estaba inmóvil. Era un criminal, un asesino, el cabecilla de una banda de delincuentes, un corruptor de menores. No, no había aprendido a rezar de niño para eso, no había sido el mejor alumno del colegio para eso, no había evitado las salidas con los amigos para eso. El curso superior de educación física se había ido al carajo, al igual que la luna de miel con su amada, tras contemplar cómo Miúdo desgarraba la vagina de ésta, tras contemplar el cuerpo de su abuelo ensangrentado, la casa agujereada como un queso, la madre de Filé com Fritas recogiendo los pedazos de la cabeza destrozada de su hijo sobre el asfalto caliente. Las lágrimas se redoblaron. Tenía la terrible sensación de no haber rezado lo suficiente para que Dios no lo abandonase e impidiera que aquella furia se fuera impregnando paulatinamente en cada poro de su cuerpo. Pasó la noche en blanco.
Por la mañana, Bonito se enteró de que Cabelo y Peninha tenían por costumbre acudir los sábados por la noche a los guateques organizados por un amigo de Peninha que vivía en la Cruzada de São Sebastião de Río de Janeiro y, los domingos, se iban a la playa de Leblon. Un amigo de su familia los había visto algunos fines de semana por aquella zona y les había observado a escondidas para conocer sus hábitos; en cuanto tuvo toda la información, se la transmitió a Bonito. Cenoura siempre decía que Cabelo Calmo era tan peligroso como Miúdo y que, si lograsen matarlo, la cuadrilla de la Trece se deshincharía como un globo. Bonito entregó a su amigo un número de teléfono para que lo llamase en el caso de que viese al enemigo en la Cruzada, lo que ocurrió al sábado siguiente.
—¡Yo me apunto para acompañarte! —dijo Fabiano.
Fabiano conducía el coche con lentitud y Bonito iba agachado para evitar problemas, convencido de que dos hombres en un coche llamarían más la atención de la policía. Eran las diez de la noche de aquel sábado; el cielo estaba cuajado de estrellas y brillaba una luna en cuarto menguante. A Fabiano le fascinó el ajetreo del Bajo Leblon.
—Mira, tío, mira… ¡Mira cuántas mujeres guapas! —dijo, aminorando la marcha.
Se quedaron contemplando los colores de la noche. Tal vez aquello fuese realmente lo normal en la vida: gente joven como ellos sumergida en una felicidad que hacía mucho tiempo que no sentían. Los coches, las ropas, las luces… Concluyeron que lo peor de este mundo era la pobreza, peor incluso que la enfermedad. Se detuvieron ante un semáforo y un niño negro les ofreció la edición dominical del periódico, pero Fabiano lo rechazó con un gesto negativo de la cabeza. El semáforo se puso en verde y Fabiano no arrancó hasta que los coches de atrás comenzaron a pitar. Divisaron una patrulla apostada en una esquina. De repente, el sueño se desvaneció y una realidad muy diferente, la suya, se materializó. Los motivos que les habían impulsado a ir allí cobraron cuerpo cuando vieron el 38 en la cintura del policía que estaba apoyado en el vehículo. Aceleraron hacia las cercanías de la Cruzada.
Cabelo Calmo, Peninha y Bate-Bola esnifaban cocaína en la escalinata de uno de los edificios de la Cruzada. Charlaban sobre Biscoitinho, que andaba bastante cabreado y vivía incordiando a Miúdo. La idea de Biscoitinho de montar un puesto de venta de droga cerca de la Trece había sido un gran error, porque les proporcionaba la excusa perfecta para cargárselo y echar la culpa al enemigo.
—Vamos a beber algo y después nos acercamos al guateque —dijo Bate-Bola tras esnifar la última raya.
—¿Dónde podemos tomarnos ese trago? —preguntó Cabelo.
—Allí, en ese cafetín de la esquina. El tío sirve siempre dosis generosas de Jack Daniel's.
—Ah, ese güisqui es cojonudo.
—Vamos a dejar las armas en tu casa.
Guardaron las armas, bajaron, giraron a la izquierda, caminaron unos metros y entraron en el cafetín. Fabiano y Bonito aparcaron en la calle adyacente. Sacaron las dos 45 del agujero que habían hecho en el tapizado del asiento trasero, se las colocaron en la parte de atrás de la cintura y se adentraron en la Cruzada.
Fabiano y Bonito caminaban por separado dentro de la Cruzada. Desde el rincón más iluminado del tercer edificio les llegaron los acordes de una samba de partido alto; más adelante, dos camellos vendían cocaína. Al ver a Fabiano, uno de ellos le preguntó cuántas papelinas quería.
—Tres —contestó sin dudar un segundo.
El otro camello formuló la misma pregunta a Bonito.
—Sólo una.
Por el lado derecho, Peninha, con el brazo sobre el hombro de Bate-Bola y Cabelo a su izquierda, caminaba despreocupado. Bonito hizo una seña disimulada a su amigo y se parapetó detrás de un cliente. Fabiano lo imitó. El trío, envuelto en los vapores del alcohol, caminaba con paso vacilante y hablando más alto de lo habitual. Irían a divertirse al guateque y pillarían una negra sabrosona. Se encontraban a escasos cien metros de Bonito cuando la persona que había servido a este último de parapeto se movió. El vengador sacó la 45.
Biscoitinho, Miúdo y Camundongo Russo charlaban en la casa de Tim. Miúdo se dedicaba a separar las cadenas de oro de las alianzas, pulseras y pendientes. Cuando terminó, hizo varios paquetes y los metió en un baúl, mientras comentaba que se los entregaría a un amigo de confianza. Biscoitinho permaneció unos minutos callado, con la mirada perdida en un punto fijo.
—¿En qué piensas? —le preguntó Miúdo.
—En ese tal Peninha… ¡Estoy hasta los cojones de él! El tío se ha comprado un coche último modelo, ¿sabes? Siempre tiene pasta y nunca ha atacado en Allá Arriba, ¿entiendes?
—Ese tipo se dedica a los atracos, colega —dijo Camundongo Russo.
—¡De eso nada! Vende droga en el mejor lugar de Los Apês. Su puesto vende más que todos los nuestros juntos, ¿lo sabías? Y todo gracias a ti —repuso Biscoitinho, señalando a Miúdo.
—Eso es asunto vuestro, ¿de acuerdo?… En el fondo, creo que tu problema no es con él, sino con Cabelo. Tú eres un buen amigo, pero Cabelo también lo es —concluyó Miúdo, mientras abría la puerta, con el baúl del oro a cuestas.
Bonito, convencido de que aquellos tres iban armados, no apuntó con precisión, tenía que actuar rápido para no darles tiempo a a sacar las armas. El primer tiro alcanzó a Bate-Bola en la frente; el resto fueron en dirección a Cabelo, que rodaba por el suelo de un lado a otro. Vació todo el cargador. Peninha entró en un edificio, se metió en un piso de la tercera planta cuya puerta había abierto a patadas y, tras abrir la ventana, se mantuvo a la espera dispuesto a saltar en caso de que lo descubrieran. Mientras Bonito cambiaba el cargador de la pistola, Fabiano se ocupaba de reducir a los camellos y de quitarles las drogas y las armas. Aquello proporcionó a Cabelo el tiempo suficiente para meterse en un piso de la segunda planta del mismo edificio en el que se había escondido Peninha. Bonito y Fabiano salieron de allí caminando de espaldas y disparando, subieron al coche y regresaron a Ciudad de Dios.