Ciudad de Dios (57 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Bonito, desesperado, acabó prohibiendo que los novatos participasen. Les quitaba las armas e iba a la casa de sus familiares para ponerles al tanto. Únicamente quería a su lado a maleantes de verdad. Miúdo, por el contrario, obligaba incluso a guerrear a los currantes: si no estaban dispuestos a atacar, los amenazaba con enviarlos al otro barrio.

Miúdo, allá donde fuera, llevaba en brazos a su perro, que se parecía a Pardalzinho; lo alimentaba con comida de primera calidad, nada de restos. Sólo dejaba que lo cuidara Toco Preto, a quien consideraba como un hijo. Toco Preto le daba de comer, lo bañaba con un champú especial para que no lo atacasen las pulgas ni las garrapatas y lo llevaba al adiestrador. Cuando el perro creció, también lo llevaba a los combates: Miúdo lo soltaba y seguía los pasos del animal.

Dado que sus denuncias a la policía no surtían efecto, los familiares de los muchachos muertos llamaban a los periódicos con el propósito de que la prensa influyese sobre el gobierno para acabar de una vez por todas con la guerra, que ya duraba dos años. Muchos malhechores habían sido encarcelados, aunque casi todos quedaban libres gracias a los sobornos de Miúdo. Sólo los subordinados acababan en la Trigésima Segunda Comisaría de Policía y eran sometidos a juicio, ya que Miúdo no estaba dispuesto a gastar dinero en soldados débiles.

Cuando supo que se reanudarían las clases, un subordinado sintió nostalgia de la época en la que estudiaba. Se acordó de cuando enseñaba a los compañeros del colegio a bailar, de las fiestas y de las novias. Aunque no era un alumno brillante, tenía claro que terminaría la primaria e ingresaría en la secundaria para intentar, por fin, continuar los estudios en la escuela de educación física; pero sus sueños se vinieron abajo cuando el cabrón de Miúdo mató a su hermano, por puro placer, en una de tantas batallas.

Al pensar en Miúdo, sus facciones se ensombrecieron de nuevo. Se levantó, abrió la nevera, sacó una botella de agua, se bebió la mitad en tres tragos y paseó la mirada por las reducidas dimensiones de su casa de Triagem, que apenas tenía dos habitaciones: su madre dormía…, el lugar donde solía echarse su hermano estaba vacío… El odio que sentía por su madre se transformó en compasión. Miró hacia la parte superior de un viejo armario y decidió hojear los antiguos cuadernos del colegio.

Pasó las hojas lentamente, releyó los diferentes temas de estudio, las anotaciones de los días de exámenes, las misivas de novias olvidadas entre las hojas, un corazón con una flecha atravesada que goteaba sangre en una copa. Cogió otro cuaderno, que sólo contenía preguntas:

¿Cuál es tu canción preferida?

¿A quién llevarías a una isla desierta?

¿A quién le diste tu primer beso?

¿Cuál es tu punto débil?

¿Qué tipo de chica te atrae más?

¿Estás interesado en alguien en este momento?

Buscó un bolígrafo, quería responder aquellas preguntas, escribía y borraba… Intentó con todas sus fuerzas superar aquella prueba. Sí, era una prueba, tal vez la más difícil de su vida: si lograse responder aquellas preguntas, significaría que aún no estaba todo perdido, que todavía le quedaba un lado saludable; pero nada, nada le venía a la cabeza, tan sólo brotaron lágrimas de sus ojos. Se tumbó en la cama, encima del cuaderno, y lloró en silencio hasta que lo venció el sueño.

Corría el rumor de que la muerte de Antunes había dejado a Bonito bastante trastornado. No comía, no dormía y esnifaba demasiada cocaína. Su obsesión por matar a Miúdo no hacía sino crecer. Cuando supo que Madrugadão se había cargado a otro integrante de la cuadrilla, sufrió un ataque de nervios y tuvieron que internarlo en una clínica, de donde se escapó al tercer día. Al llegar a Ciudad de Dios, se enzarzó en un tiroteo con varios maleantes de la Trece que habían subido para atacar. Mató a uno y recibió un disparo casi en el mismo lugar en que lo había alcanzado Miúdo anteriormente.

La esperanza de que Bonito muriese al salir del hospital poblaba los deseos de sus enemigos y producía una sensación de bienestar en todos los seguidores de Miúdo. Toda la cuadrilla de éste se hallaba reunida detrás del Morrinho —ahora habitado por centenares de nuevos pobladores—, alrededor de cervezas, güisquis y cocaína. Miúdo decía con sorna, y a voz en grito, que Madrugadão sólo acataba las órdenes de matar para afianzar su fama de asesino. Sus afirmaciones herían de lleno a Calmo, que era el verdadero ejecutor, pues Madrugadão se limitaba a cubrir sus movimientos y a dar los tiros de gracia. Pero Miúdo quería desprestigiar a Calmo ante los soldados porque últimamente se había percatado de que el número de seguidores de Calmo había aumentado considerablemente y aquello podía hacerle perder su condición de líder.

Biscoitinho se mantenía en silencio y no perdía de vista a Calmo, pues cabía la posibilidad de que Miúdo le hubiese ordenado que lo matara. Calmo, también callado, pensaba que Miúdo lo traicionaría en cualquier momento. Camundongo Russo, en un rincón, se reía de todo lo que decía Miúdo. Marcelinho Baião, entre gestos y muecas, contaba a Buizininha los pormenores del polvo que había echado el día anterior con una puta. Vida Boa hizo una seña a Leonardo y acto seguido le dijo a Miúdo que salía: había quedado con un traficante que iba a traerle una carga de cocaína; Leonardo lo acompañó y Vida Boa lo invitó a darse unos chapuzones en la playa. Otávio, solo en un rincón, manoseaba una Biblia de bolsillo que le había dado su madre la última vez que había ido a su casa. Miúdo se cansó de bromear con Madrugadão, miró a uno de los novatos, apodado Naval —por haber desertado del Cuerpo de Fusileros de la Marina para entrar en la guerra y poder consumir cocaína a placer—, y le preguntó muy serio:

—Tú estás con esa morena tan guapa del Bloque Ocho, ¿verdad?

—Sí.

—Está buena, ¿no? Y, cuando vas a follártela, ¿le chupas primero el coño?

—Claro —respondió Naval sin mucho énfasis.

—¿Ah, sí? Entonces indirectamente también chupas pollas —concluyó Miúdo y se rió a carcajadas, y todos le imitaron.

Bonito llegó a Allá Arriba alrededor del mediodía y todos se alegraron mucho de verle. Lo celebraron con tiros al aire: los lanzó el drogadicto al que, según decía, Miúdo había humillado. Ahora vivía en la favela, en la casa de un maleante encarcelado, y se ocupaba de las armas y las municiones. Bonito, en la esquina de la
quadra
Quince, estrechó las manos de cada uno de los soldados con una sonrisa triste en su rostro abatido. Delgado, anémico, se movía con dificultad. Se dirigió a la casa de Cenoura, cuyas inmediaciones se hallaban custodiadas por cincuenta de sus hombres.

La noticia de que Bonito estaba en la favela se difundió rápidamente por Allá Arriba. Algunos habitantes enviaban de vez en cuando platos de comida y zumos para el convaleciente. Llevaron a los padres de Bonito a casa de Cenoura para que estuvieran con su hijo algunos minutos, pero ellos se limitaron a arrodillarse en la sala y se quedaron orando durante casi dos horas, tiempo durante el cual ni siquiera tocaron a su hijo. Bonito, en silencio, miraba a su madre, toda de negro, delgadísima: nunca había visto expresión de mayor amargura. Se le escaparon las lágrimas. Le temblaba todo el cuerpo. Fuera, los maleantes, también en silencio; dentro, aquella oración triste y muda.

—Tienes que ir a ver a una curandera para que te cicatricen esas heridas, y después a una sesión de macumba para recuperar tu fuerza —aconsejó Cenoura a Bonito cuando se marcharon sus padres.

Bonito se mantuvo en silencio.

Cuando la noticia de que Bonito había vuelto llegó a sus oídos, Miúdo todavía estaba en el Morrinho. Comenzó a moverse de un lado para otro sin descanso, se reía con su risa astuta, estridente y entrecortada, y rompía el silencio que, por su intensidad, parecía ser eterno. Miró a Madrugadão y gritó:

—¿No has matado ya a un montón de sus soldados? ¡Pues entonces ve y mátalo, mátalo!

El silencio volvió a instalarse, receloso, por un breve lapso de tiempo.

—¡No te preocupes, que yo lo mataré! —aulló Calmo, que ahora llevaba una extraña gorra negra y roja que nadie sabía de dónde la había sacado.

La risa de Miúdo no rompió ahora el silencio. El maleante, con los ojos desorbitados, salió de allí sin decir adónde iba.

Alrededor de las ocho de la tarde, un camión de bebidas repartía su mercancía en los chiringuitos. Parte de la cuadrilla de Miúdo estaba allí bebiendo cerveza. Calmo apuntó con el revólver al conductor, le dijo algo, se encaramó a la parte trasera y llamó a Madrugadão, que también subió. El conductor, en cuanto su ayudante regresó al vehículo, hizo una maniobra en la plaza de los chiringuitos y dobló a la izquierda. El resto de la cuadrilla observaron en silencio cómo se alejaba. El camión siguió por la calle del brazo derecho del río, dobló a la izquierda, cruzó el puente, continuó por la orilla del río y se detuvo en la Trece; Calmo se apeó, habló con Borboletão y regresó al vehículo, que enfiló lentamente la Rua do Meio. Calmo y Madrugadão, debajo de la lona, observaban todo a través de dos agujeros que hicieron durante el trayecto con un hierro que encontraron en el camión; ahora se internaban por una calle adyacente a la
quadra
Quince. Circuló por toda su extensión, maniobró, dio la vuelta y se detuvo en la entrada de la plaza.

—Vamos a dar un paseo, aquí hace mucho calor.

—Sí, es espantoso.

—¡Quédate ahí, chaval, todavía no estás bien! —le recomendó Cenoura.

—Fumáis demasiado. Le vendría bien un poco de aire fresco.

Tras la marcha de sus padres, Bonito, aturdido por el rumbo que tomaba su vida, abusó de la cocaína, se fumó varios porros de marihuana seguidos y, siempre sereno y educado con sus compañeros, dijo que sólo daría una vuelta y después volvería a casa para acostarse. Cogió su pistola y se dirigió precipitadamente, junto con sus compañeros, a la plaza de la
quadra
Quince, donde solían estar sus amigos.

Bonito se situó en uno de los extremos de la plaza y se puso a hablar con la gente de Allá Arriba. Aseguraba que nunca había pensado que la guerra adquiriría semejantes proporciones e insistió en que no se sentía enemigo de casi ninguno de los integrantes de la cuadrilla de Miúdo. Tan sólo odiaba a Miúdo. El conductor del camión y su ayudante se bajaron del vehículo sin que nadie los viera y se alejaron.

Borboletão formó siete grupos, de diez hombres cada uno, y, tras indicarles sus respectivos lugares de ataque, los setenta se fueron hacia Allá Arriba. Terremoto, Meu Cumpádi, Borboletão, Tigrinho, Borboletinha y Cererê llevaban ametralladoras; cinco de los subordinados de aquella cuadrilla iban armados con recortadas. La orden era disparar siempre, aunque fuese al aire, para obligar a los enemigos a dividirse.

Los primeros tiros se lanzaron en la orilla del río; después, los estampidos sonaron en diferentes puntos. Los hombres de la cuadrilla de Bonito, aturdidos, se desbandaron disparando al azar. Bonito, aunque débil, cargó su arma y se situó en el centro de la plaza. Cabelinho y Madrugadão, ocultos en el camión, aguardaban el momento oportuno. Los tiros se sucedían sin tregua. Bonito clamaba a gritos que no necesitaba protección, que cada uno se preocupase de sí mismo; ordenó a sus hombres que se dividiesen y decidió salir de la plaza y adentrarse en zona enemiga. Imaginaba que pillaría a algún cabrón en su avance hacia la Trece. Corrió con dificultad en dirección al camión. El drogadicto lo siguió. Fue el único que decidió desobedecer y protegerle.

En Los Apês, Miúdo charlaba con Biscoitinho en el interior de su piso. Decía que había que matar a Calmo cuanto antes. Miúdo ya no creía en los ritos de macumba; después de la muerte de Pardalzinho, dejó de ir al lugar de culto para hablar con su Bellaca Calle y abandonó su costumbre de rezar las oraciones que éste le había enseñado y de encenderle velas. Sin embargo, esa manía que le había entrado a Calmo de ponerse esa gorra de Echú le daba a Miúdo muy mala espina. Organizaría una emboscada para cargárselo en el primer ataque que realizasen en Allá Arriba.

—¿Cómo dices?

—¡Me lo voy a cargar, chaval! En el momento en que se crucen los tiros, ¿sabes? Basta con apretar el gatillo por detrás. Ya he pillado así a unos cinco… Bernardo, Giovani, Jacaré…

—¡Joder! ¿Fuiste tú? ¿Y por qué?

—Me estaba oliendo un mal rollo, ¿entiendes? Los tipos me miraban mal. Cuando presiento algo así, disparo… Pero, ojo: nadie sabe nada, ¿eh? Tú a lo tuyo.

Cabelinho pegó un codazo a Madrugadão y le dijo en un susurro que no hacía falta matar a Bonito; pero, como se habían pasado con las copas aquella tarde, Madrugadão entendió que había que dispararle en aquel momento y, de repente, gritó:

—¡Ahoraaaa!

Levantó la lona para disparar a Bonito. A Cabelinho, atónito, le llevó algún tiempo darse cuenta de la situación, lo mismo que a Bonito, que, pese a todo, fue más rápido y disparó tres veces, aunque sin acertar. Cabelinho y Madrugadão saltaron del camión y empezaron a correr. Bonito, sin mucha agilidad ni rapidez, los persiguió sin dejar de disparar, por lo que ni Cabelinho ni Madrugadão, que corrían en zigzag, tuvieron tiempo de reaccionar. El drogata que acompañaba a Bonito miró hacia atrás y hacia los lados; al no ver a nadie, disparó tres veces a la espalda de Bonito, que aún tuvo fuerzas para volverse y apuntarle con su pistola con la intención de matarlo. El drogata lo remató con otro balazo.

Bonito cayó.

llegó el viento, llegó para provocar pequeños remolinos en la tierra seca, para llevarse el sonido de los disparos a lugares más lejanos, para destruir nidos mal hechos, para agitar las cometas enganchadas en los cables, para doblar por las callejuelas, para colarse por debajo de las tejas, para hacer una especie de inspección en las mínimas brechas de aquella hora y para mover, levemente, la sangre que se escurría de la boca de Bonito; y llegó también una lluvia de gotas gruesas que repicó en los tejados, inundó las calles y aumentó el caudal del río y de sus dos brazos. Algunos tuvieron la impresión de que quería empapar el transcurso del tiempo para siempre, con tal fuerza caía la lluvia.

—Consígueme un toro, quiero un toro… Y varias mujeres: una para que prepare el rabo, otra para que haga el
mocotó
y otra para que separe las carnes del churrasco… Ve a la carnicería y dile al tío que lo traiga rapidito… Y tú, lía un porro. Y, en el puesto, droga para quien quiera, pero sólo la hierba, la nieve la reservo para los maleantes —decretó Miúdo, con el brazo izquierdo sobre el hombro de Calmo y con el derecho sujetando el collar de su perro, y continuó—: ¡Sabía que lo matarías, lo sabía! ¡Cuando lo dijiste, me di cuenta de que hablabas en serio!

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