Ciudad de Dios (23 page)

Read Ciudad de Dios Online

Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

—¿Crees que mi madre me va a dejar salir a esa hora?

—A mí tampoco me dejará, pero sé cómo escaparme. Lo que pasa es que tienes miedo. ¡Eres un cagueta!

—Vale, de acuerdo. A las doce menos cuarto estaré aquí abajo ¿Ya estás contento?

—No falles, ¿eh?

A las doce menos cuarto ya habían cruzado la autovía Gabinal y entrado en la finca. Subieron la pequeña cuesta adoquinada del caserón embrujado escudriñando los intersticios de la noche. Se sentaron bajo una luna llena que se imponía en el cielo estrellado de medianoche. Sólo rompían el silencio los grillos, los mosquitos y los coches que muy raramente pasaban por la Gabinal desierta. Recorrieron toda la finca. Busca-Pé, con voz trémula y ahogada, aseguraba que esas historias de fantasmas eran tonterías.

Ya se iban cuando la luna se transformó en sol de mediodía, las casas y los edificios de pisos se convirtieron en un inmenso campo, los otros caserones cobraron el aspecto de nuevos y el río se hizo más ancho, con agua pura y yacarés en las márgenes. Ambos muchachos profirieron un grito que, sin embargo, no llegó a salir de sus gargantas. Contemplaron a los negros trabajando en las plantaciones de azúcar y de café. El látigo resonaba en sus espaldas. El bosque de Eucaliptos, más frondoso, imponía. A la altura de la Praga Principal surgió una fuente donde muchas negras lavaban ropa. En el caserón de la Hacienda del Ingenio de Agua, observaron el trajinar en la cocina de doña Dolores, entregada a los preparativos de la fiesta de cumpleaños de la esposa del barón de Tacuara.

El barón se acercó en su alazán mientras dirigía personalmente a unos negros que transportaban un piano de cola que había encargado en París para obsequiárselo a su mujer. Cuarenta negros trabajaban en el transporte de aquella hermosura. Mientras veinte soportaban el peso del instrumento, los otros cortaban las ramas de los árboles más bajos para que el piano no sufriera el menor arañazo. Acudió gente de toda la vega para ver el piano de cola.

Nadie reparaba en la presencia de los niños. Y éstos descubrieron, atónitos y maravillados, que podían atravesar paredes, volar y ver a través de las cosas. Era un viaje al pasado en plena luna llena.

Alzando el vuelo, recorrieron por el aire toda la planicie de Jacarepaguá. Sobrevolaron la sierra de los Pretos Forros, la laguna, el lago, el laguito y el mar. Busca-Pé, que siempre había soñado con volar, era ahora el rompedor de nubes, National Kid, Supermán, Super Goofy. De vez en cuando agitaba las alas, bajaba hasta casi rozar el suelo y volvía a ascender hacia el infinito.

Regresaron nuevamente al caserón. Sin querer, llegaron a la sala de torturas, donde se procedía a amputarle la pierna a un negro fugitivo. Con los ojos fuera de las órbitas al ver aquello, Barbantinho y Busca-Pé soltaron por fin el grito tanto tiempo contenido en la garganta, con lo que llamaron la atención de uno de los capataces con poderes videntes y capaz de tocarlos. El hombre abandonó al esclavo y se precipitó sobre los chicos empuñando el látigo. Enfilaron por los laberintos del caserón y cruzaron varias salas a la carrera, olvidándose de que podían atravesar paredes y volar. Iban perdiendo terreno cuando alcanzaron la puerta principal de la hacienda y salieron a la autovía Gabinal ya crecidos, convertidos en estudiantes recién iniciados en la enseñanza secundaria, que fumaban marihuana mientras los cadáveres flotaban en el río.

Después de que la oración le atemperara el alma, Busca-Pé salió de la cama y abrió la ventana de su habitación. El mundo aún estaba gris, pero la lluvia había cesado. Miró a la izquierda y observó la multitud que se arremolinaba a orillas del río. Estaba deprimido, y no conseguía llevar sus pensamientos por otros derroteros. Regresó a su dormitorio. Todavía se sentía asustado. ¿Qué mierda de vida era aquélla? El tictac del reloj de pared le recordó el sonido de un tiroteo. Se dirigió a la sala; tal vez la música ahuyentase la desesperación. Hurgó en su pequeña discoteca en busca de Pepeu Gomes
[10]
, con el brillo de la malacacheta
[11]
. De toda su panda de adolescentes, era el único al que le gustaba la música popular brasileña. Puso el disco en el plato, encendió un porrito que había guardado dentro del zapato y se relajó.

Pensó en los amigos del Colegio Central de Brasil, donde estudiaba. Deseaba que llegase el día en que iría de acampada con los compañeros del colé. Tomarían el tren hasta Santa Cruz; después, el
Macaquinho
, un tren de madera que los llevaría hasta Ibicuí, una playa de la Costa Verde de Río de Janeiro. El tren iba bordeando el mar y atravesaba aquella región paradisiaca. Entre los pasajeros siempre había guitarristas que tocaban música popular brasileña. Los jóvenes amantes de esta música, del teatro, del cine, eran diferentes de los chicos que disfrutaban del rock en los bailes. Para el campamento, como siempre, llevaría una tienda sólo para él y Silvana, su novia, y así dormirían agarraditos en aquellos días de buen rollo. Además, se llevaría latas de conserva y tres bolsitas de marihuana, y un carrete en blanco y negro para plasmar su aventura en fotos. Qué bueno era encender una hoguera a la orilla del mar y quedarse allí colocado, charlando, cantando canciones y achuchándose bajo el cielo de Ibicuí, que está repleto de estrellas, pues la falta de iluminación hace que el firmamento parezca que está muy cerca de los ojos. Siempre que se iba de acampada, Busca-Pé se acostaba boca arriba en la arena de la playa y pedía tres mil deseos a las mil estrellas fugaces que pasaban al alcance de su mirada…

Que se sintiera a gusto en compañía de los amigos del cole no quitaba para que también se lo pasara en grande con los chicos de la favela; no paraba de reírse de las tonterías que decían y le gustaba refugiarse en el bosque para fumar maría con ellos. ¿Y el baile? El baile era divertido: todo el mundo con los pantalones caídos por debajo de la cintura y una camiseta sin mangas, bailando y mascando chicle. La gente del colé no entendía por qué Busca-Pé se tatuaba el cuerpo y se ponía gomina en el pelo.

Silvana no paraba de darle la lata para que cambiase su manera de vestir y dejase de hablar como los de la favela. Argumentaba que era bien parecido, tenía estudios y convivía con personas de Méier, el barrio donde estaba el colegio. Busca-Pé respondía cualquier cosa y cambiaba de tema, pero en el fondo coincidía con su novia, pues los chicos de la favela eran rudos y odiaban la música popular brasileña. La mayoría nunca había ido a un concierto y mucho menos a un teatro. Decían que Caetano y Gil eran maricones, Chico Buarque comunista y Gal y Bethánia tortilleras. Comentarios estúpidos, producto de su falta de sensibilidad para entender las metáforas de las canciones. ¡Pero si ni siquiera sabían qué era una metáfora! Una vez le dijeron que Caetano besaba a los hombres en la boca. Busca-Pé respondió al instante que eso era romper tabúes. Uno de los chicos respondió, con la más pura picardía: «¿Tabú? Pon el culo tú».

Barbantinho no llegó a entrar en su piso. Informó a cuantos pudo de lo que ocurría en los alrededores y regresó a la orilla del río, donde numerosos mirones se agolpaban para contemplar los cadáveres. Algunos afirmaban que todos eran traficantes, pero la mayoría guardó silencio, que es lo mejor que se puede hacer en situaciones como ésa. Los parientes de las víctimas llegaban desesperados e intentaban retirar los cuerpos del río, cuyo caudal había crecido bastante en los últimos días debido al tiempo lluvioso que se mantenía desde hacía más de una semana. Barbantinho permaneció inmóvil un rato más, observando aquella desgracia. De repente miró al cielo y dedujo que la lluvia no volvería. Sacó la billetera del bolsillo, contó el dinero que llevaba y comprobó que tenía suficiente para coger un autobús hacia la playa. Y eso hizo. Nada mejor que dar unas brazadas para ahuyentar los malos rollos.

En diez minutos, las huellas de sus pies decoraron la arena mojada del mar de Barra da Tijuca. Se acercó al agua, cavó un hoyo en la arena, envolvió la billetera en la camisa, la colocó en el hoyo y lo tapó de nuevo. Hizo treinta flexiones de brazos, sesenta abdominales y algunos estiramientos. Acto seguido se zambulló en el mar, sobrepasó el rompeolas, descansó un momento, miró hacia donde avanzaba y decidió nadar cien metros contra la corriente. Respiró hondo para dar la primera brazada en el más puro azul de sus deseos.

La mejor estrategia para no cansarse es dejar que la mente se explaye en algo que no sea el mar, la respiración o la distancia. Por más que lo intentó, no pudo lograrlo, pues su mente volvía una y otra vez a las pruebas para socorristas que tendrían lugar dentro de poco. Ejercitarse, ejercitarse, había que ejercitarse todos los días. Su padre había sido socorrista, su hermano también, y ahora le tocaba a él. Nadaba con destreza en las aguas de Yemayá. Nadó más de lo que había previsto sin llegar a cansarse. Regresó a la arena, se fue directo al lugar donde había enterrado la billetera y se sentó. Su pensamiento regresó a las aguas del río. Nunca moriría así, morir asesinado debía de ser la peor de las muertes; él moriría en el mar… ¡No, en el mar no! Moriría durmiendo, de muy viejo. Conocía a todos los muertos, la mayoría eran traficantes de droga, y el resto eran colegas suyos. Suponía que los había matado la policía en una redada por la zona. ¡Menos mal que no estaba comprando nada en ese momento! Clavó su mirada en el único trozo azul del cielo, muy próximo al mar; lo demás estaba cubierto de nubes, aunque un viento procedente del interior empezaba a llevárselas, lo que indicaba que la lluvia amainaría de una vez por todas; sin duda, los muchachos harían entonces campeonatos de
surf
. Se entrenaría divirtiéndose con ellos; siempre los ganaba, pues era el que mejor nadaba de todos. Tenía que superar las pruebas para ser socorrista. Si lo consiguiese, tendría motivos de sobra para dejar de estudiar; ya no aguantaba más tantas letras y números en la cabeza, pese a que su madre insistía en que debía seguir yendo al colegio. Tenía ganas de quedarse todo el día en la playa; no le importaba que eso implicara estar solo o pasar frío. El mar se le había revelado como un sufijo de su existencia. Desde niño tenía esa pasión, no sólo por el mar, sino también por los ríos, lagunas y cascadas. No por casualidad le apodaban el Indio; además de su amor por las aguas, era un mulato de pelo lacio. Ocupaba la mayor parte de su tiempo en pescar y en cazar y, para conseguir dinero, se iba a la playa a la hora de la resaca y se quedaba en la orilla cogiendo cadenas, relojes y pulseras que los bañistas perdían en el agua y el mar devolvía en sus reflujos.

Pensó de nuevo en los chicos de la favela y llegó a la conclusión de que lo único que tenían en común era el
surf
. Por lo demás, no se parecía en nada a ellos: ni vestía como ellos, ni le gustaban los bailes, ni le interesaba la música. Sólo compartía la adoración que los colegas sentían por el mar.

Se quedó allí intentando borrar de su mente lo que había visto por la mañana. Necesitaba estar solo, le gustaba estar solo. Su naturaleza le incitaba al aislamiento. Las olas cubrían la arena con su espuma. El viento azotaba las nubes. Al día siguiente luciría el sol.

Todavía era temprano. Rodriguinho, Thiago, Daniel, Leonardo, Paype, Marisol, Gabriel, Busca-Pé, Álvaro Katanazaka, Paulo Carneiro, Lourival, Vicente y los demás muchachos se encontraron al principio de la Vía Once para hacer autoestop hasta la playa. No paraban de comentar lo de los cadáveres flotando en el río. Marisol afirmaba que había sido obra de Miúdo, Madrugadão, Camundongo Russo, Biscoitinho, Tuba y Marcelinho Baião.

Ahora la favela tenía un capo: Miúdo. Sólo él podía traficar en la barriada. Dejó a Sandro Cenourinha a cargo de uno de los puestos de venta, pero el resto eran de él y de Pardalzinho. Tere seguiría vendiendo, pero sólo se quedaría con el diez por ciento de las ventas, lo mismo que cualquier camello.

Marisol estaba encantado con la maría que había comprado a Miúdo en persona y comentó que nunca había conseguido una bolsita tan llena. Sacó el papel del paquete de cigarrillos y lió un porro gigantesco allí mismo, en el arcén de la carretera. Cuando pasaba algún coche conducido por jóvenes, mostraba el porro con una mano y, con la otra, hacía dedo.

Su estrategia funcionó: los muchachos, agradecidos y contentos, montaron en la trasera de una camioneta. El conductor circulaba a gran velocidad, mientras ellos se acababan el porro y cantaban canciones rockeras. Blancos, melenudos y sonrientes, algunos estudiaban, ninguno trabajaba y la mayoría pensaba enrolarse en el ejército. Iban a pasar el día en la playa, deslizándose sobre las olas y fumando grifa en la arena. Por eso, antes de salir de casa, se llenaban el estómago: el dinero de la comida se reservaba para las bolsitas de marihuana.

Antes de zambullirse, se fumaron otro porro, imitaron burlonamente a los negros, hablaron de las tiendas y de las marcas de ropa de moda y de cuánto les gustaría usarlas. Las marcas deportivas, las mejores, eran muy caras; tal vez por eso eran las más bonitas. Soñaban con ser ricos, y la riqueza consistía en vivir a orillas de la playa, tener un helecho en la sala, vestir ropa de marca y tener un coche con cristales Ray-ban y neumáticos bien anchos —sin olvidar ese tubo de escape que hace un ruido chachi—, tener un perro de raza para sacarlo por las mañanas y por las tardes a pasear por la playa, y comprar de una vez tres kilos de grifa para no tener que ir a cada momento a buscar al camello de turno. Si fuesen ricos, sólo se comprarían
skates
importados, bicicletas Caloi 10 y relojes sumergibles, bailarían en las mejores discotecas y follarían exclusivamente con tías buenas.

En cuanto Barbantinho llegó, comenzaron las competiciones de
surf
. No valía usar aletas. De vez en cuando, Barbantinho perdía deliberadamente una ola. No tendría gracia si ganase todas las competiciones.

La tarde pasó rápidamente y la playa se fue quedando desierta. Los muchachos se sentaron en la arena para fumarse el último porro. Marisol se quedó de pie. Comenzó a decir que el siguiente domingo tendrían que llegar más temprano al baile para sorprender a sus rivales. Lo mejor sería instalarse en los alrededores del club y esperar a que llegasen los tíos de Gardenia Azul. Les darían un tiempo y, cuando ellos creyesen que todo estaba tranquilo, los pillarían por sorpresa. Tenían que echarles una buena bronca a esos tipos de Gardenia Azul, así aprenderían a no tocarles el culo a las chicas de Ciudad de Dios, y mucho menos a las chicas que salían con ellos.

Other books

The Fire Witness by Lars Kepler
Tasting Notes by Cate Ashwood
Borders of the Heart by Chris Fabry
The Turnaround by George Pelecanos
The Secret Mother by Victoria Delderfield
Arms Race by Nic Low