Rodriguinho se despertó tres días después en la plaza de una ciudad que nunca había visto, al lado de dos chicas que no conocía y que tampoco lo conocían a él. Marisol apareció dos días después de que acabara el festival, lleno de arañazos y con algunos dientes rotos. Gabriel y Tonho se despertaron encerrados en la comisaría de Leblon sin tener la menor idea de cómo habían ido a parar allí. En los días siguientes, los recuerdos del festival surgían como fiases en la mente del grupo. El próximo festival de rock sería en Miguel Pereira y todos lo esperaban con ansia. Iban a pillar un colocón fenomenal.
Después de eliminar a los seis de Allá Arriba y de dar algunas órdenes a Sandro Cenourinha, Miúdo celebró, también con una salva de tiros, el buen resultado del asalto frente al Bloque Siete, donde se quedó de camello hasta mediodía. Acto seguido obligó a la cuadrilla a dispersarse y se metió en el piso de su hermano menor, que estaba de viaje con su mujer. Permaneció encerrado toda la tarde intentando dormir, pero su pensamiento corría veloz y le impedía descansar, pues cualquier asunto en el que reflexionase lo llevaba a Pardalzinho. ¿Cómo estaría? ¿Volvería con aquella sonrisa permanente, cantando, siempre cantando aquellas canciones graciosas, aquellas sambas-enredo antiguas, andando deprisa a su lado e infundiéndole aquella confianza que sólo él sabía dar? Sí, Pardalzinho era el único amigo que tenía, el único que merecía su confianza, aunque Miúdo no se explicaba el porqué de tanta amistad, de tanto cariño por él. Pero si Pardalzinho no viviese, su muerte ya estaría vengada y, si estaba vivo, se encontraría con la sorpresa de haber conseguido dos puestos más en Allá Arriba. O tal vez tres. En realidad, no había matado a los seis traficantes por venganza, sino que había aprovechado el episodio con Pardalzinho para llevar a cabo lo que había planeado hacía mucho. Había sacado partido de la situación para no tener que convencer a sus compañeros de la necesidad de aquella acción. Le pareció mejor así, pues no se vería obligado a dar participación a nadie en ninguno de los puestos, que ahora eran suyos y de Pardalzinho. Por eso había decidido no contarle a nadie que pensaba liquidar a los traficantes de Allá Arriba, y no había dejado que nadie los ejecutase salvo él. Estaba seguro de que los compañeros suponían que había actuado únicamente movido por la venganza, pues un colega que se precie tiene que vengar a su compañero.
Su anhelo de convertirse en el amo de Ciudad de Dios estaba allí, vivo, completamente vivo, realizado, rebosando salud junto a él en el sofá. Sabía que sus propios compañeros le tenían miedo, y era bueno que no dejasen de tenerlo, para que nunca se hiciesen los listillos y siempre le obedeciesen. Ahora el negocio consistía en vender drogas buenas y baratas en sus puestos y tener siempre farlopa para quien quisiese, porque, a pesar de no vender mucho, la cocaína era cara y daba pasta. Pensó en Ari del Rafa, que con sólo dos puestos en São Carlos había logrado reunir una pasta gansa en poco tiempo.
Traficar era lo fetén, era lo que daba dinero. Recordó las palabras de Géleia, gerente del juego del bicho de São Carlos, cuando decía que el tráfico era lo que sostenía a los bicheros. Pero la cosa se les había puesto jodida desde que la policía militar se había dedicado a controlarles estrechamente —vigilancia de la que antes se encargaba la policía civil—, porque la mayoría de los integrantes de la policía militar querían propina de los bicheros, que, aun entregando una cantidad considerable a los coroneles, ya no tuvieron sosiego. Además de sobornar a la policía militar, tenían que pagar a los detectives y comisarios de la policía civil. Géleia recordaba con nostalgia el tiempo en que la cosa estaba organizada, los bicheros sólo tenían que sobornar a una comisaría y todo iba como una seda; nada de mandar cafetitos a los integrantes de la patrulla, nada de cervecitas para las parejas de polis de cada barrio. Estos, a su vez, decían que sólo los coroneles ganaban dinero. Los detectives decían lo mismo con respecto a los comisarios. La cosa ya estaba jodida para los bicheros, y se puso mucho peor cuando surgió la quiniela, que se llevó más del ochenta por ciento de las apuestas y obligó a los bicheros a entrar en el sector de las drogas, que parecía prometer, para que no disminuyese su recaudación. Miúdo pensó en mandar una advertencia al bichero de la zona, pero se dio cuenta de que no haría falta, pues sabía que allí no había ningún puesto de bichero y, en realidad, no tenía la certeza de que los bicheros aún estuviesen metidos en asuntos de droga. Sí, tenía que hablar claro con los camellos para que le trajesen hierba y nieve de buena calidad cuando él quisiese y prohibir atracos en los alrededores para no llamar la atención de la policía. Y listo.
Su pensamiento regresó a las calles de la favela; se veía adentrándose, imponente, en los callejones, deteniéndose en las esquinas, haciendo alarde porque eran suyas; era sin duda el dueño de la calle, el rey de la calle, allí, vivo en la baraja de aquel juego, el juego de las balas, del riesgo, de la rabia. En los límites de la violencia. Para él era tan natural, tan fácil… Intentaba conciliar el sueño, como si cargarse a seis personas de golpe fuese lo más normal del mundo. Tenía que admitir que se puso nervioso, pero su inquietud se debía a la posible muerte de Pardalzinho, su compañero, que iba a ser, junto con él, el amo de las calles del barrio… «¿Qué digo, barrio? ¡Favela! Sí, esto es una favela, una favela en estado salvaje. Sólo han cambiado las chabolas, que no tenían luz ni agua ni tuberías, y aquí todo son casas y
Apês
, pero las personas, las personas son como las de la favela Macedo Sobrinho, como las de São Carlos. Si en las favelas hay venta de droga, maleantes a punta pala, criollos a tutiplén, negritos pobres a mogollón, entonces esto también es una favela, la favela de Zé Miúdo». Se levantó del sofá, caminó lentamente hacia el espejo colgado de la pared izquierda de la sala y reparó en que no llevaba la pistola al cinto. Volvió deprisa hacia el estante, donde había jarras de festivales de cerveza, una imagen de san Jorge, algunos vasos de cristal y diversos tebeos. Se colocó la pistola en el lugar de costumbre, se situó de nuevo frente al espejo y musitó algunas palabras. Unas veces se ponía serio, como si disparara a algún pelanas, y otras sonreía con una risa lerda y oscura.
Regresó al sofá, puso la pistola en el suelo y buscó una posición cómoda, pero a cada minuto se revolvía en aquel espacio minúsculo; decidió entonces arrastrar un taburete, colocó un cojín encima, apoyó los pies y se recostó en el sofá. Se levantó de nuevo, esta vez para encender un cigarrillo; le vino a la boca el sabor de la cocaína y rechinó con los dientes. Pensó de nuevo en Pardalzinho; no mandó a Cenourinha al otro barrio por respeto a su amigo, porque sabía que no le gustaría; pero si el puesto de Cenourinha diese buena pasta, prepararía una encerrona para ese tipo y lo liquidaría. Se acordó del puesto del Otro Lado del Río y se avergonzó por temer a su dueño, pues sabía que Bica Aberta era un delincuente respetado en toda la ciudad y más áspero que un cardo; tenía suficiente peso y autoridad para formar una cuadrilla cuando se le antojase y entrar a saco en Los Apês. Además, si al matar a Bica Aberta tuviese la mala suerte de que lo pillaran, seguro que le darían el paseíllo en cualquier prisión que le tocase.
En realidad, el puesto de Bica Aberta no era gran cosa, pues sólo vendía a los porreros de la favela. El puesto de Los Apês era el mejor de todos, hasta tal punto que iban allí a comprar drogas incluso los pijos de la Zona Sur, por estar casi al borde de la carretera y al comienzo de la Vía Once, que conectaba la favela con Barra da Tijuca. Tal vez su puesto fuese el mejor situado de toda la ciudad porque atendía no sólo a la Zona Sur sino también a la Zona Oeste, la Zona Norte y los suburbios de la Central. Estaba seguro de que se enriquecería en poco tiempo y esa certeza era, sin duda, la mejor de cuantas había tenido hasta el momento. Se compraría un coche en el acto, un montón de casas, zapatillas de moda, ropa de marca, una lancha, televisor en color, teléfono, aire acondicionado y oro, mucho oro para asegurar su bienestar durante el resto de su vida.
Cambió de postura y le entraron ganas de ir al cuarto de baño. Se levantó con la pierna dormida, se dirigió al aseo cojeando, orinó y se pasó un buen rato bajo la ducha. Después entró en la habitación: la cama estaba deshecha, el armario no tenía puertas y corría ropa sucia por todas partes. Antes de acostarse, echó un vistazo por la ventana y advirtió la presencia de cinco policías militares que se dirigían hacia su edificio. Volvió a la sala, amartilló el arma, hizo rápidamente una cuerda con las sábanas de su hermano, la amarró a la pata de la cama y volvió a la ventana: tres de los policías cacheaban a un muchacho en la plaza de Los Apês, mientras que los otros seguían avanzando en su dirección. Chivatazo. Algún hijo de puta había cantado. No lo cogerían, antes apretaría el gatillo contra el pecho del Portuguesinho y del Paraibinha, esos policías cabronazos a los que todo el mundo temía. Se quedó observando los movimientos de los agentes, concentrándose en Bellaca Calle del Crucero de las Almas para que sus pulsaciones recuperasen su ritmo normal. Cuando vio a los policías cruzar el pequeño puente del brazo izquierdo del río y desaparecer en el Barro Rojo, encendió otro cigarrillo y puso el arma debajo de la almohada antes de acostarse y dormir hasta el día siguiente.
—Ve, ve a casa de Pardal, ve a ver cómo está de las cuchilladas que le dieron. Lleva este dinero para su hermano. Y rápido, ¿vale? —dijo Miúdo a Otávio, alrededor de las ocho de la mañana siguiente.
El niño fue y volvió con la rapidez propia de sus ocho años.
—Está durmiendo. Su madre no dejó que lo despertase y dijo que no quería dinero.
—¿Él está bien? ¡Carajo! Estupendo… ¡Pardalzinho está bien! Lo sabía, lo sabía. Venga, tíos, a conseguir un coche —decía a todos los compañeros que aquel día estaban con él, detrás del Bloque Siete—. Hay que conseguir un coche para traer a Pardalzinho a casa, no podemos dejarlo allí. Como los polis se enteren de que está durmiendo en su casa, irán a buscarlo. ¡Tenemos que protegerlo! ¡No podemos dejarlo tan expuesto!
Rodeó el edificio, vio un coche que iba en su dirección y se plantó frente a él. El conductor frenó bruscamente. Apretando el martillo del revólver y soltándolo, dijo:
—Déjame el coche, anda, que te doy pasta, déjamelo enseguida, vete, vete, sal del coche, sal del coche, anda, anda… —Después miró a Buizininha y dijo—: ¡A ver, Buizininha! Anda, ve, muévete… Primero avisa a su hermano y dile que Pardalzinho no puede quedarse allí. Dile también que lo despierte y que venga enseguida. Anda, muévete…
Buizininha apretó el acelerador a fondo. Zigzagueando por la calle principal de Los Apês, avanzó con el semáforo en rojo en los tres primeros cambios de marcha; avanzó también con el semáforo en rojo en el cuarto, algo absolutamente innecesario, ya que iba a tener que frenar para entrar en el puente, donde había un cruce. El dueño del coche en que iba Buizininha, al ver aquello, se llevó las manos a la cara, bajó la cabeza y sólo volvió a mirar cuando oyó el frenazo. Observó que el coche bajaba el puente y se quedó más aliviado. Miúdo siguió todos sus gestos con una risa bondadosa, le dio el equivalente a dos tanques de gasolina y le aseguró que, si Buizininha chocaba, le conseguiría otro coche en menos de una semana.
Pardalzinho llegó tumbado en el asiento de atrás con el arma amartillada y la sonrisa en el rostro; en el asiento delantero iba Mosca, su novia. Miúdo dio gracias a Dios por permitir que llegaran vivos a Los Apês. El dueño del coche también se santiguó y Buizininha comentó ingenuamente:
—¡Joder! ¡Tu coche tiene el motor estupendo!
Pardalzinho salió del coche y caminó con dificultad hasta la portería del bloque donde Miúdo había pasado la noche. Hubo que subirlo en brazos hasta el cuarto piso; una vez instalado, tuvo que escuchar todo lo que su amigo le contó en un rapto de locuacidad. Miúdo se quedó sentado en el borde de la cama durante un buen rato hablando de sus planes y después le dijo que tenía que recibir a un camello. Antes de salir, entregó dinero a Mosca para que comprase comida y, si era preciso, medicinas.
—¡Alguien con mucha pluma comprando un animal con plumas! —exclamó Ana Flamengo, cerrando así su charla con el vendedor del puesto de pollos en el mercadillo del domingo. Después siguió comprando los ingredientes para el almuerzo con una sonrisa abierta y permanente, tirando besos a los hombres, mirando a las mujeres con desdén y hablando a voz en grito en los puestos en los que paraba, mientras la perseguía un grupo de chicos que se burlaban de ella, le tocaban el culo e intentaban quitarle la peluca. Ana Flamengo a veces se ponía seria, corría tras ellos, soltaba palabrotas y enseñaba una navaja automática, pero en cuanto volvía a desfilar por el mercadillo con sus bermudas muy cortas, sus tetas de silicona, sus sandalias hawaianas con suela de cuero, sus cadenas de oro al cuello, sus piernas gruesas y torneadas como si fuesen realmente de mujer, su lunar en el rostro blanco, sus grandes pendientes y sus uñas pintadas de rojo chillón, entonces Ana Flamengo volvía a esbozar su arrogante sonrisa abierta.
Días después de que el detective Belzebu matase a su hermano, Ari, que respondía al nombre de Ana Flamengo, se quedó en la favela de forma permanente. Cuando su hermano vivía, sólo iba allí para dormir de vez en cuando, pero ahora no. Ya no iba a la Zona do Baixo Meretrício ni a la plaza de la zona de Lapa; en lugar de eso, se apostaba en la cuesta de la sierra de Grajaú junto con otros travestís y prostitutas. Cuando las cosas iban mal, salía con una cuadrilla de ladronas que se dedicaban a robar en las tiendas y mercados y que se reunían en el Callejón para planear sus golpes y vender lo robado.
Ana Flamengo no se entregaba a cualquiera: le gustaban los pre-adolescentes, y éstos hacían cola en la sala de su casa para pasar unos minutos con ella en la habitación y poseerla. Pero, cuando se enamoró de verdad, Ana Flamengo fue de un solo hombre, Pouca Sombra: lo cuidaba, se desvivía por él y le hacía regalos caros para mantenerlo a su lado, además de ser cariñosa, comprensiva y buena ama de casa. Las pocas amigas de Ana Flamengo que supieron de su relación con Pouca Sombra decían que, si fuese una de esas chicas más jóvenes, no trataría al marido con tanto celo ni tanto afecto. Es verdad que vivieron bien durante un año y nueve meses, pero Pouca Sombra, convertido en blanco de las burlas de sus amigos, que acabaron descubriendo su amor secreto, decidió separarse de Ana Flamengo, que no admitía el fin de la relación. El travestí intentó cariñosamente y de varias maneras conservar a su pareja: comenzó a llevarle regalos todos los días en vez de uno por semana; se esmeraba en la comida; se volvió más afectuosa; con respecto al sexo, sólo practicaba la felación, que a Pouca Sombra tanto le gustaba, sin exigirle que la penetrase, acto que en los últimos tiempos él rehuía. Pero no hubo forma de llevar adelante aquella relación que al principio había sido tan secreta y que poco a poco estuvo en boca de todos. Se hizo difícil mantener el secreto con tantas personas que los miraban de reojo, se daban codazos al verlos y hacían chistes; hasta los amigos a quienes él se lo había confiado comenzaron a gastarle bromas que lo herían en lo más hondo. Aquello no tenía arreglo.