—¡Suelta el arma y túmbate en el suelo!
Tutuca arrojó su revólver al suelo y replicó:
—¡Una mierda me voy a tumbar! ¡Si quiere matarme, tendrá que ser de pie!
Con un rápido movimiento, Cabeça de Nós Todo se hizo con el arma de Tutuca, le asestó un culatazo, lo esposó y continuó golpeándolo.
—¡Máteme de una vez! ¡Máteme de una vez! —bramaba Tutuca.
—No voy a matarte, chaval. Tú eres mi amigo. Me he ganado un arma y toda esa pasta.
La ironía de Cabeça de Nós Todo le dolía a Tutuca tanto como las miradas que se concentraban en su cuerpo para observar la trayectoria de los golpes que Cabeça de Nós Todo le propinó hasta Allá Arriba. A la altura del Bonfim, Tutuca decidió fingir un desmayo. Cuando su cuerpo cayó al suelo, se percató de que las esposas no estaban bien cerradas. Si Cabeça de Nós Todo se distraía, podría liberarse. Cabeça de Nós lodo desconfió del desmayo y comenzó a pegarle patadas. Cuando llegaron los demás policías, también se dedicaron a zurrarle.
—Van a matar al muchacho. ¡Por grave que sea lo que ha hecho, es una persona! —gritó un viejo.
—¡Eh, tú, carroza, cierra el pico, que esto no es una persona, esto es una zanja abierta, un perro rabioso! —le espetó Cabeça de Nós Todo.
Los policías civiles no se quedaron en la barriada. Recibieron por radio el aviso de que un vehículo del Quinto Sector se había enzarzado en un tiroteo en Vila Sapé y se marcharon para allá.
Inferninho y Martelo seguían refugiados en el Lote. Madrugadão, Inho, Pardalzinho, Sándro Cenourinha y Cabelinho Calmo caminaban por la orilla del brazo derecho del río. Acababan de llegar del morro de São Carlos, de donde traían una carga de cocaína para Madalena. Desde lejos, Cabelinho advirtió que en la Rua do Meio ocurría algo anormal. Avisó a los demás y se volvieron por donde habían venido. Cabeça de Nós Todo ordenó a los demás policías que persiguiesen a los otros maleantes. Tutuca seguía fingiéndose desmayado. Cabeça de Nós Todo dejó de golpearle. El gentío que se agolpaba a su alrededor le dio miedo: alguien podría dispararle de repente en medio del tumulto.
—¡No quiero espectadores! —vociferó.
Nadie se movió. Algunos incluso se mofaron del policía. Cabeça de Nós Todo apuntó con la ametralladora al cielo y apretó el gatillo, pero las balas no salieron. Nervioso, observó el arma y comprobó que se había acabado la munición. En cuanto la gente se percató, empezaron a gritar:
—¡No hay balas! ¡No hay balas! ¡No hay balas!
Tutuca entreabrió el ojo izquierdo, notó la angustia del policía y esperó a que adoptase la posición adecuada para ponerle la zancadilla. Cabeça de Nós Todo se desplomó lentamente y, mientras caía, alcanzó a ver cómo Tutuca se escabullía por la primera callejuela.
La multitud abucheó al policía, que, para desahogarse, empezó a soltar mamporros a todo aquel que se le ponía a tiro, a meter pruebas falsas y a sobar a las mujeres so pretexto de cachearlas. Todos sabían que, pocos días antes, había destapado con el cañón del revólver la tartera de un trabajador con el propósito de encontrar marihuana. El ciudadano, indignado con la actitud policial, tiró la comida al suelo, lo que le acarreó una somanta de puñetazos y puntapiés por desacato a la autoridad.
El dolor que Tutuca sentía no le impidió cruzar el río ni magullarse las manos para librarse de las esposas; finalmente se sentó debajo de la higuera embrujada. El corazón le latía con fuerza; el sudor que le corría por el rostro y el agua del río le provocaban escozor en todas las heridas del cuerpo; temblaba y rezumaba odio por todos los poros de su piel. Se le nubló la vista, no podía respirar, el mundo comenzó a girar más rápido que de costumbre y se desmayó de verdad.
Cabeça de Nós Todo se encaminó a la comisaría. Pese al consuelo de haberse quedado con el botín, lo atenazaba una congoja: había recordado que llevaba el revólver de Tutuca en la cintura cuando éste ya estaba fuera de su alcance. Caminaba por la Rua do Meio sin más compañía que su ametralladora y espantó con unos tiros a la gente que lo observaba. Al doblar la calle del brazo derecho del río, una vieja se precipitó sobre él con el cadáver de su nieto en los brazos.
—¡Asesino, asesino!
Esa palabra, repetida una y otra vez, martilleó en sus oídos; era como una cuchillada. Una bala perdida del policía Jurandy, recién comenzada la persecución, había alcanzado al muchacho. Algunas personas salieron a la calle. En lugar de silbarle y abuchearle, optaron por el silencio. Todo silencio es una sentencia que ha de cumplirse, una oscuridad que ha de atravesarse. Cabeça de Nós Todo comenzó a decir a gritos que no había sido él. Disparó otro tiro para espantar a la multitud que se había congregado de nuevo. Nadie se movió. Volvió a reinar el silencio. Para Cabeça de Nós Todo, las miradas eran ecos de un horror que parecía ser el mayor de todos. Aquella abuela que seguía sus pasos cargada con el cadáver del niño de cinco años parecía decirle: «Tómalo, ahora es tuyo». El policía intentaba librarse de la vieja haciéndose a un lado. La sangre chorreaba de la nuca del niño, formaba arabescos en el suelo y goteaba en los pies de la vieja. Poco después, un coche patrulla que pasaba por la zona sacó al policía de aquel infierno. Cuando la portezuela del vehículo se cerró, la gente empezó a chiflar y a lanzar piedras.
La vieja comenzó a sentir que todo giraba; sus poros se abrieron lentamente. El suelo fue desapareciendo bajo sus pies; quería hablar, llorar, correr hacia el pasado y sacar a Bigolinha de la calle. Su sangre se aceleraba en las rectas de sus venas, se acumulaba en las curvas, a veces le saltaba de la boca o se escapaba por el ano. Ya no veía nada, lodo se había transformado en aquella luz que había brillado sólo un Instante. En cuanto la luz se apagó, cubrieron los cuerpos con sábanas blancas y encendieron velas.
La noche acababa de definirse cuando Inferninho y Martelo preguntaron a los clientes del Bonfim qué sabían de Tutuca. Se rieron a carcajadas al saber que su compañero se había librado espectacularmente de Cabeça de Nós Todo; les faltaba saber si Tutuca había logrado esconder el dinero y dónde se encontraba él en aquel momento. Recorrieron toda la favela en su busca, pero no tuvieron éxito.
En el Otro Lado del Río, Tutuca seguía durmiendo encima de las raíces visibles de la higuera embrujada. A medianoche, el mundo se detuvo, el silencio de las cosas se hizo hiperbólico, un humo rojo salía de las heridas que le había causado el policía, todo estaba muy oscuro; ahora, la higuera embrujada se balanceaba al viento que sólo ella recibía; desaparecieron todos los suplicios de su cuerpo, todas las cosas del universo. Sólo la higuera se inclinaba, iluminada por una luz que subía por el tronco. Entre el follaje apareció un hombre rubio que fijaba sus ojos azules en los de Tutuca. En completo silencio, mediante el pensamiento, transmitió a Tutuca todas las cosas que quería, y éste reía, lloraba, se encantaba y se comprometía.
Todos los drogatas de la favela y de los barrios adyacentes sabían que Silva había montado su puesto de venta de droga en Los Apês, precisamente porque la hierba se conseguía en la autovía Gabinal, lugar de mucho movimiento y de fácil acceso. Difícilmente la policía habría adivinado que alguien se atrevería a traficar allí. Pero los descubrieron porque Cabeça de Nós Todo pilló in fraganti a dos pijos de la Freguesia, que cantaron hasta los más mínimos detalles de los entresijos del negocio.
Cosme se ocupaba de traficar, junto con Silva, en aquella parte de Ciudad de Dios. Se alternaban en las ventas, pero cuando se trataba de ir a buscar la mercancía y de prepararla, siempre iban juntos. Los demás maleantes de Los Apês no se implicaron nunca en el tráfico; en raras ocasiones ayudaban en las ventas o en el envasado. Silva había convencido a Cosme de que cambiaran los atracos por el tráfico de drogas, aduciendo que los riesgos del negocio eran reducidos y el número de drogatas desmedido.
—¡Sale todos los días en los periódicos, sólo un ciego no lo vería! ¡Los que ganan dinero son los dueños de los burdeles, los cantantes de rock y los traficantes, tío!
Con el paso de los días, Cosme se convenció de que su amigo tenía razón. Compró muebles, alicató la cocina y el cuarto de baño, enlosó la sala de su piso y nunca le faltaba dinero. El movimiento del puesto de venta era asombroso; la clientela había crecido tanto cuanto era posible crecer. Ambos sabían que el día menos pensado la policía descubriría el lugar. Por eso los sábados, día de mayor movimiento, pedían a Chinelo Virado, que por aquel entonces tenía diez años, que hiciese volar una cometa y la inclinase hacia la izquierda si de repente aparecía la pasma.
Un sábado, Cabeça de Nós Todo se dirigió hacia Los Apês al frente de los otros policías; dirigía la operación, observaba hasta el menor detalle de cuanto sucedía a su alrededor. Esta vez el policía no pensaba en dinero. Si pillase a alguien in fraganti, le dispararía directo a la cabeza; si el maldito canalla dijese algo, le metería unos tiros en la cara. Invocó la ayuda de su
pombagira
cuando cruzó el pequeño puente del brazo izquierdo del río.
Chinelo Virado inclinó la cometa y, como la ocasión urgía, silbó para alertar a los compañeros. Silva y Cosme tuvieron tiempo de apagar el porro y ocultar las bolsitas debajo de las maderas que estaban junto a la pared del edificio donde ambos traficaban. Cabeça de Nós Todo vio el movimiento y retrocedió, y lo mismo hicieron sus compañeros. Los traficantes sopesaron sus posibilidades: huir hacia Gardenia Azul, o seguir por la Gabinal, saltar el muro de la finca y refugiarse en el bosque. Se decantaron por la última opción.
Acerola había comprado dos bolsitas de marihuana minutos antes de que Cabeça de Nós Todo apareciese en la zona. Vio a los policías a la carrera y decidió poner pies en polvorosa, pero ya no le daba tiempo. Su única alternativa fue tirar la droga al jardín del edificio. Consiguió pasar junto a los policías sin que éstos advirtieran el nerviosismo en su rostro.
En la finca, dos perros guardianes atacaron a los traficantes, que se vieron obligados a matar a los animales. Los dos minutos empleados en esa operación los pusieron en el punto de mira. Silva y Cosme zigzagueaban entre los árboles para recobrar el terreno que habían perdido. Aún los perseguían en el guayabal, así que tuvieron que atravesarlo y seguir el sendero hacia Quintanilla. Cabeça de Nós Todo corría con la lengua fuera. La resistencia de ese hombre de mediana edad no bastaba frente a los chicos de veintitantos años que huían de él. Los otros policías también desistieron.
Cuando Silva y Cosme regresaron a Los Apês, algunos maleantes los estaban esperando.
—¿Qué hay, colegas? ¿Todo despejado? —les preguntaron Silva y Cosme.
—Sí, pero los polis se llevaron toda la mercancía.
—¿Cómo? ¡Pero si salieron detrás de nosotros!
—¡Sí, todos menos el tal Irán! Cuando salisteis corriendo, él aprovechó para llevárselo todo —aseguró uno de los rufianes.
Ninguno de los dos creyó aquella versión. Con la mosca detrás de la oreja, se fueron a la casa de Silva a reponer la mercancía. Había tres kilos de marihuana y cien gramos de cocaína para picar, y llamaron a tíos de los delincuentes para que los ayudasen en la tarea.
—Oye, vamos a mandar al chico a que nos traiga un güisqui —propuso Silva, ya dentro del piso.
—¡Guay! —convino Cosme.
Silva asomó su cabeza por la ventana e hizo una seña a Chinelo Virado. El chico respondió a la llamada con toda celeridad; nunca fallaba. Había otros recaderos, pero Chinelo Virado era el más veloz, el más listo, y estaba siempre dispuesto para cualquier encargo.
—Anda, cómpranos un Royal Label, rapidito.
En la sala, los delincuentes cortaban la marihuana con tijeras, la envolvían en un boleto de quiniela y colocaban los paquetitos en una bolsa de plástico. En la cocina, Cosme y Silva picaban la coca; decidieron reservar una parte para consumirla durante la operación.
Dos rufianes interceptaron a Chinelo Virado en la entrada del edificio:
—¿Qué hay, negrito? ¿Adónde vas con ese güisqui?
—¡Ya sabes que es para beber mientras envasan la droga, tío! —respondió groseramente Chinelo Virado.
—Si hay maría preparada, di que nos traigan diez saquitos.
Chinelo Virado subió hasta el quinto piso remontando los escalones de cuatro en cuatro. En cuanto Silva le abrió la puerta, dijo:
—Esos tíos quieren que les lleve diez saquitos de grifa.
—¿Quiénes? —preguntó Silva.
—Los de siempre —respondió el chico.
—¡Qué pesados! Esos tipos sólo viven de gorronear, y siempre nos vienen con tonterías cuando estamos envasando. ¿Crees que van a comprar diez saquitos de golpe? Es un camelo, ¿sabes? —concluyó Silva.
—Diles que suban sólo para ver qué buscan —dijo Cosme.
Los rufianes llegaron alborotados y estrecharon la mano de todos como si no los hubiesen visto desde hacía mucho tiempo. Uno se sentó en el suelo de la sala y el otro en el único lugar libre del sofá.
—¿Quién es el que quiere diez saquitos? —preguntó Silva.
El que estaba sentado en el sofá dijo que era él, pero que aún tenía que ir a buscar el dinero a su casa; sin embargo, no se movió del sofá. Cosme y Silva se miraron, no dijeron nada y siguieron ocupándose de la cocaína. Los intrusos comentaron que el operativo policial sólo podía ser por un chivatazo e insistieron en que el policía se había llevado toda la mercancía. Sólo ellos hablaban en medio de aquel clima tenso. De vez en cuando, los que preparaban la marihuana se liaban un canuto y lo compartían con los demás. Inesperadamente, el maleante que estaba sentado en el suelo se despidió de todos y se fue.
—Anda, prepárame un tirito —dijo el intruso en cuanto su compañero se hubo marchado y Cosme cerró la puerta.
Para hacer tiempo, Cosme contestó que después prepararía unas rayas para todos. El intruso se atrevió a pedir un trago de güisqui. Silva le dijo que se sirviese. El tipo se llenó el vaso hasta el borde y se lo bebió de dos tragos bajo la mirada reprobadora de los presentes. Siguieron como si nada ocurriese. Fumaron otro porro y acto seguido Silva preparó cinco rayas; tras consumir la suya, pasó el plato al intruso, junto con el canutillo hecho con un billete de cinco cruzeiros. A esas alturas, el drogata ya llevaba un buen pedo y sus manos de borracho dejaron caer el plato al suelo. Tensión de muerte entre los presentes. Cosme ya se disponía a agredirlo, pero Silva se lo impidió.