—¿Qué pasa, colega? ¿Te vas a pelear con el chaval por la farlopa? Se ha caído, se ha caído, tío… Déjalo. Vamos abajo a tomar una cerveza para lavar el estómago.
Chinelo Virado bajó para comprobar que no hubiera pasma a la vista. Tanteó el terreno e hizo una seña a sus amigos. Los cinco bajaron rápidamente y se dirigieron a la taberna que había en el Bloque Nueve, situada a unos cien metros. En silencio, caminaron entre los niños que jugaban al escondite, los coches de la calle y las ventanas de los primeros pisos a la hora de la cena y de la telenovela. Al llegar a determinada esquina, Silva se adelantó para atisbar. Sus ojos sólo vieron la noche, que también avanzaba a lo largo de una callejuela mal iluminada. Silva se volvió hacia quienes lo seguían. El chico intruso llegó a ver la luna llena de Ogún, que se escondía detrás de una nube ligera, un segundo antes de que Silva le disparara un tiro en el pecho. Al recibir el impacto, dio varias vueltas sobre sí mismo y cayó lentamente en decúbito prono. Cosme le registró la ropa y sólo encontró calderilla. El cuerpo quedó estirado encima de la grama fría. A Silva le había puesto nervioso la manera en que se movió el cuerpo después del tiro. Quien cae boca abajo quiere venganza.
Mientras regresaban al piso del traficante, comentaron que quien deja caer la cocaína del plato está pidiendo morir. Esa idea aliviaba a Silva, pues le acongojaba haber matado a una persona, aunque, en el fondo, el motivo que lo había empujado a eliminar al intruso había sido muy distinto: estaba convencido de que él había afanado la carga de marihuana. Había empezado a desconfiar de él cuando pidió diez saquitos de una vez: de ese modo, podía andar por las esquinas con maría a todas horas sin despertar sospechas.
Silva fue hasta la cocina, cogió la coca, advirtió a su compañero que sacaría un poco más para esnifar y él mismo preparó las rayas. Volvió a hablar de la actitud del intruso. Un malhechor de verdad tiene que saber llegar y saber marcharse, tomar decisiones en el momento adecuado. Eso de andar echando a perder la farlopa de otros era cosa de gilipollas. Tal vez dejó caer la grifa al suelo sólo por darse tono y la ira poder ir después por ahí diciendo que estuvo en el piso y que bebió, fumó, esnifó y que hasta tiró al suelo la coca de aquellos pringados. Hacía mucho tiempo que Silva vigilaba a ese imbécil: siempre andaba gorroneando hierba o nieve. Silva hablaba de todo eso en tono didáctico y sin quitar los ojos de Chinelo Virado. El niño balanceaba la cabeza como quien comprende lo que le están enseñando. «Merecía morir», concluyó Silva.
Después de esnifar la farlopa, Silva se levantó y sirvió un poco más de güisqui a cada uno, dando a entender que era hora de que lo dejasen solo. Cosme fue el primero en despedirse, pero su compañero le pidió que se quedase para ayudarlo a ordenar el piso. Chinelo Virado comentó que sería mejor salir separados, porque la policía ya debía de estar en el lugar del crimen. Y así lo hicieron.
Silva tenía prisa: su mujer le había dicho que ese sábado llegaría temprano. Ella sabía que su marido no era trigo limpio, pero no quería maleantes dentro de su casa: no le gustaban las cosas de las que hablaban y temía que la policía apareciese de sopetón. Silva, a su vez, sólo aceptó las exigencias de su mujer después de hacerla jurar que nadie se enteraría jamás de que era prostituta y que no le daría detalles a él de sus andanzas nocturnas. Sin embargo, cuando su mujer llegaba con mucho dinero, él se alegraba, o, cuando le llevaba regalitos o parecía cansada, Silva se volvía loco: a veces quería hacer el amor demasiadas veces; otras, en cambio, ni la miraba o provocaba peleas por tonterías. Intentó que su mujer dejara el oficio, pero ella argumentaba que sólo lo dejaría si él abandonaba la vida del crimen y conseguía un trabajo decente. Si viviese tranquila, ella no tendría inconveniente en pasar necesidades. Pero Silva no daba su brazo a torcer. Y ella, mucho menos.
Cosme abrió una papelina de coca para hacer tiempo; quería ver a la mujer de su amigo. Deseaba a aquella negra que tenía aquel culazo, aquella negra de piernas gruesas, ojos almendrados, pies bien esculpidos, manos de dedos largos y finos y labios carnosos; un día reuniría el valor para hablarle de sus deseos. Rogaba por que la pareja riñese; así podría consolar a su amigo, desengañándolo de una vez por todas de las mujeres. Al fin y al cabo, ninguna mujer sirve. Él hizo bien en no engancharse con ninguna: había resuelto quedarse soltero el resto de su vida. Mientras la mujer de su amigo no fuera suya, se conformaba con mirarla, verla con sus bermudas ceñidas y la blusa sin sostén. Le encantaba su modo de hablar, de comer, de reír, de mirar, de tumbarse en el sofá… Fernanda no tardó en llegar, como había dicho. Pero parecía cansada, lo que irritó a su marido.
—¿Has trabajado mucho? —le preguntó Silva con cierto sarcasmo.
Fernanda no respondió; se limitó a saludar a Cosme antes de entrar en el cuarto de baño, donde contó el dinero, separó una parte, la escondió detrás del armario y se metió bajo el agua de la ducha.
Ya habían terminado de limpiar y ordenar el piso, cuando Cosme, estratégicamente, abrió una papelina más; de esa forma consiguió posponer su marcha y pudo ver salir del cuarto de baño a Fernanda, con sus bermudas ceñidas y cortas, pero con los senos tapados por la blusa y el sostén.
Fernanda se tumbó en el sofá. Cosme preparó seis rayas y pasó el plato a su amigo. Cuando Silva agachaba la cabeza para esnifar, Cosme contemplaba los pies de Fernanda y avanzaba con su mirada por el cuerpo hasta llegar a sus ojos, donde fijaba la vista como diciendo: «¡Te amo, te quiero!».
Fernanda no parecía captar lo que decían las miradas del amigo de su marido. Tras meterse la coca, bebieron un vaso de güisqui, se encendieron un cigarrillo y se despidieron. Silva no cruzó una palabra con su mujer y se acostó sin ducharse.
Cosme sintió un escalofrío al ver a la madre abrazada al cadáver de su hijo. Volvió la cabeza, aceleró el paso en dirección al brazo izquierdo del río y escondió las drogas y el revólver en la orilla del riacho. Sabía que iba a dar vueltas en la cama si intentaba dormir, así que decidió seguir caminando hasta que lo venciese el sueño. La imagen de la vieja agarrada al muerto no se le iba de la mente, pero que lo zurzan: un julay no se merecía otra cosa que amanecer con la boca llena de hormigas. Cruzó el puente, anduvo sin rumbo fijo. Rogó que se hiciese de día para comenzar cuanto antes con la venta en el puesto de droga. Pensó en Fernanda. Sería maravilloso que ella se enamorase de él y acabasen enrollados. Huirían a un lugar muy lejano, donde pudiese dejar esa vida de criminal, tener hijos y volverse un hombre normal para hacerla feliz. Caminó cabizbajo varias horas hasta que amaneció. De repente, se acordó de que no podía circular tan tranquilo a aquella hora de la mañana; ya había tenido un encontronazo con la pasma y aquel fiambre en plena calle atraería a la policía; él olía a marihuana, tomó el camino del bosque de Eucaliptos. Allí estaría seguro. Algunos panaderos ofrecían su mercancía a gritos. Los currantes ya marchaban hacia el trabajo.
Un mes atrás, dos vecinas conversaban en la
quadra
Catorce:
—¿Así que tu marido no te lo chupa? Ay, hija mía… Entonces es que no conoces las cosas buenas de la vida. Antes de que el mío me la meta, tiene que darle con la lengua por lo menos media hora… ¿Y por el culo? ¿No dejas que te la meta por el culo?… Pues no sabes lo que es bueno. Las primeras veces duele, pero después entra y sale como la seda. Coges un plátano, lo calientas un poquito, te lo metes en el coño y le dices que él se ponga atrás. Es como si volases. ¿Has jugado alguna vez al tiovivo? ¿Al tirabuzón? ¿Al trencito? ¿Al embudo? ¿Con el dedito? ¿Al sesenta y nueve? ¿De tapadillo? ¿El tigre? ¿Atascado? ¿Chupachups?…
La de Ceará decidió que cuando llegase su marido le propondría practicar todas esas maravillas del amor. Pero no resultó: el marido, además de no querer hacer cosas tan perversas, le propinó una paliza para que dejase de pensar en puteríos. Seguro del origen de semejante descaro, le prohibió también conversar con las vecinas. Mientras la sacudía, la cearense sólo pensaba en conseguir un hombre que hiciese tales maravillas con ella. Se vengaría de su marido sintiendo placer de verdad, pero tenía que ser con un criollo, porque la vecina le había asegurado que todos los negros tenían la polla grande. Cuanto más la zurraba, más se obsesionaba con una imagen: un negro con el rabo bien dotado y ella diciéndole que le diera por el culo mientras ella se metía el plátano caliente por delante.
Al día siguiente no salió de casa. Se puso unas compresas con epazote sobre los hematomas, se pasó aguacate con yema de huevo por el pelo para darle forma y se puso en la cara un emplasto de miel con limón. Buen remedio para manchas, granos y espinillas. El día pasaba lento mientras tramaba la traición. Sí, le resultaría fácil ligarse al pescadero, porque el hombre es como el ratón: le muestras el queso y enseguida viene corriendo. Podría ponerse un camisón rojo y arrastrarlo hacia el interior de su casa cuando fuese a entregar el pescado, o podría seguirlo hasta un lugar seguro para poder abordarlo. ¿Y si enviaba a un chico de la calle con una misiva? Sería fácil si supiese la dirección; entonces ella se presentaría en su casa antes de que él saliese para el trabajo y lo cogería descansado. Y si nada de eso saliese bien, se arrimaría a él la próxima vez que lo viese y le diría: «¡Ven aquí, paquetazo, entra aquí y verás lo que es bueno!».
Dos días después, el pescadero, aunque con miedo, estaba dale que te pego con la de Ceará, por detrás, mientras ella se metía el plátano calentado por el lugar apropiado.
El marido, después del trabajo, se iba a la taberna de Chupeta a jugar al billar y a embriagarse por cada bola muerta en uno de los seis agujeros de esta vida. Dejaba pasar la hora de llegar a casa, porque un hombre que se precie no puede llegar a la hora prometida, sino a la que se le antoje, y con olor a cachaza mezclado con el del sudor del trabajo duro. Quería que su esposa fuese decente como lo había sido su madre. No le gustaba que se quedase de palique con las criollas de la calle y le prohibió usar blusas escotadas y minifalda. Podía llevar pantalones sólo si eran bien anchos y de tela gruesa, para que no se le marcara la braguita.
Su esposa no descuidó sus quehaceres domésticos, pero ya no sentía el menor interés por su marido y, cuando llegaba la hora de aquel sexo monótono, estaba de lo más fría. En un par de ocasiones, incluso fingió que no se encontraba bien cuando su marido quiso follarla. Unos días después decidió tratar a su marido con normalidad y, siguiendo el consejo de la vecina, le dijo que se arrepentía de haberle propuesto aquellas indecencias. El de Ceará se sintió victorioso: por fin su mujer había comprendido que él tenía razón. Comenzó a llegar a casa temprano. Al sábado siguiente, después de las compras, llevó a su esposa al parque de atracciones. Comieron manzanas acarameladas, palomitas dulces, jugaron al tiro al blanco, a las argollas e incluso subieron a la montaña rusa. Todo eso para complacer a su esposa, que, ahora sí, se parecía a su madre. El domingo, en lugar de comprar la maldita carne de cerdo que tanto le gustaba y que ella detestaba, optó por una gallina, plato predilecto de su esposa, quien siguió recibiendo al pescadero todos los días de la semana.
Un lunes, el cearense, como de costumbre, llegó al trabajo temprano, y ya se había cambiado para hacer su faena cuando recibió la noticia de que ese día quedaba suspendida la actividad. Se tomó un trago con los amigos antes de emprender el regreso a casa.
Mientras tanto, el pescadero, que ya había conseguido que la esposa del cearense se corriese tres veces, se estaba recuperando para comenzar de nuevo.
El trabajador se apeó del autobús en Allá Enfrente. Decidió comprar una docena de limones para pasarse el día bebiendo caipiriñas y comiendo sardinas fritas. A la loca de su mujer le había dado ahora por comer pescado. Si él quería comer unos torreznos o chorizo frito, tenía que ir a la taberna. Pero todo iba bien, porque después de dos hostias bien dadas ella se había convertido en una mujer respetable, era feliz.
En la casa del cearense, el pescadero deslizaba la lengua por el coño de la mujer, entrando y saliendo, jugueteando con él. La primera vez que ella le pidió que se lo chupara, él se negó. Imaginaba que habría restos de esperma del marido o gotas aún frescas de la última meada. La segunda vez, la penetró con la lengua con tantas ganas que incluso llegó a lastimar a la mujer. La tercera vez, frotó la nariz y después restregó toda la cara. Desde entonces se quedaba allí ávido y afanoso.
El de Ceará pasó frente a la Panadería Verde y Rosa, y sus piernas hacían y deshacían sombras por el camino. En la plaza de la
quadra
Veintidós encendió un cigarrillo. Antes de cruzar la calle para ganar la Praga dos Garimpeiros, se detuvo a charlar un rato con unos amigos. Luego continuó caminando hasta avistar el muro de su casa. Pensó en llamar a su mujer para dar un paseo por la isla de Paquetá, pero decidió que sería mejor quedarse en casa y echar en su propia cama la cabezada que solía dar después del almuerzo, encima de una tabla, en la obra. Entró en su calle; le extrañó que la radio no estuviese encendida, pues desde aquella distancia podía oír a Cidinha Campos dando voces o a su mujer canturreando junto a la radio. Cuando le faltaban dos pasos para que su cuerpo fuese envuelto por la sombra que a aquella hora de la mañana daba el muro de su casa, vio a la desgraciada de la vecina mirando la calle por la rendija de la ventana. Revolvió en el bolsillo en busca de las llaves; sus dedos rozaron la caja de cerillas, las monedas, la navaja y las fichas de teléfono. Le costó girar la llave y, cuando lo consiguió, empujó el portón de hierro lentamente. La ventana frontal, la puerta y la corredera del baño estaban cerradas. La arena y las piedras que había comprado seguían en el ángulo izquierdo del patio. En la pocilga,
Margarita
dormía en la mañana que se extendía desde la cacerola sin asa hasta la palangana agujereada. Las gallinas estaban tranquilas en los aseladeros, señal de que ya habían sido alimentadas. En el jardincillo, un suave viento inclinaba los girasoles. Al de Ceará le preocupó tanto silencio: su mujer no solía dormir hasta tan tarde. Se dirigió hacia la parte izquierda del patio con la mirada clavada en el suelo. Encendió otro cigarrillo, caminó hacia la puerta de la casa, metió la llave en la cerradura y esa vez no tuvo ninguna dificultad en girarla. En la cocina no había platos sucios. En la sala, un haz de luz desafiaba a la ventana, y ante sus ojos se dibujó una línea recta de polvo flotando en el espacio. La imagen del padre Cicero, frente a la puerta, no farfullaba nada. El único ruido en el interior de la casa ordenada era el del agua que caía en el depósito; el olor a pescado desentonaba con la aparente limpieza del entorno. La alfombra de color sangre vieja no estaba en el lugar de costumbre y, mecánicamente, la colocó bien con los pies. Caminó hacia la habitación y, cuando entró, vio a su esposa tumbada encima de los pantalones de tergal, que le había pedido que cosiera, fingiendo un sueño profundo.