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Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

Códex 10 (11 page)

En los días previos, había espiado a su víctima mientras ésta trajinaba en la cocina que daba al patio trasero. Fue una suerte que la ventana de la escalera no estuviera a mucha altura; eso facilitaba mucho las cosas. Acostumbrado como estaba a descolgarse por canalizaciones de desagüe y mazos de conducción eléctricos, dejarse caer por la tapia y volver a subir después era cosa de niños. Encontrar abierta la puerta de la cocina era otro cantar. Mucha gente suele dejarlas así en verano, para robar un poco de aliento a la madrugada. Con suerte, él sería esa madrugada.

Con agilidad felina, caminó pegado a la pared hasta la puerta de la cocina que, como había supuesto, se encontraba entreabierta. Sonrió para sí y, con todo el sigilo que le permitía la respiración, se coló dentro del apartamento. Su espalda se amoldaba a la puerta abierta que separaba el comedor de la cocina; se quedó quieto, escuchando. Por el ronquido que oyó llegar del fondo del piso supo que nada había alertado a las víctimas de su presencia. Dio más de dos pasos hacia el interior de la morada con los músculos de la cara contraídos en su lucha por volver atrás, coger lo que había venido a buscar y salir corriendo de allí.

No había conseguido retenerse. Un instante después miraba la cama ocupada por dos cuerpos desnudos. Ese algo dentro de él le felicitó por su valor. Observó el cuerpo de ella, dormido boca arriba y con las piernas separadas. Se deleitó hasta la pasión olisqueando el aire. Se imaginaba capaz de atrapar ese secreto tan íntimo que palpitaba con vida propia a tan sólo un par de pasos de él. Una última mirada impresa a fuego en su lujuria y volvió sobre sus pasos hasta la cocina.

Sudaba copiosamente cuando por fin dio con el cesto de la ropa sucia. Extrajo delicadamente varias prendas de ropa y se quedó con unas braguitas verdes, tipo tanga, como aquellas que imaginó cuando la vio por primera vez. Había tenido suerte hasta en ese detalle tan especial. Enterró su cara en la prenda y aspiró con los ojos cerrados. La excitación golpeaba de nuevo en su fragilidad. Escondió la prenda bajo su camisa y, al ritmo de los ronquidos, salió del domicilio al patio. Se colgó de la pared medianera con un pequeño y silencioso salto y, de un impulso, se encaramó en el borde y superó de nuevo la distancia que lo separaba de la ventana a la escalera. Escuchó agazapado hasta estar seguro. Finalmente, abrió la puerta y salió a la calle.

Pedaleó con vigor hasta la fábrica y una vez allí, se encerró en el lavabo con la excusa de encontrarse mal del estómago. En la intimidad del minúsculo espacio, sentado sobre la tapadera del váter y con los pantalones en los tobillos, se acarició lentamente con aquellas braguitas verdes. El almizclado olor de aquella intimidad ajena lo volvía loco de pasión. Algo más tarde, con el sentido del olfato abotargado, bajó la prenda hasta los genitales. La tela apenas le rozaba la ingle cuando una sacudida electrizante le provocó una convulsión múltiple.

Poco a poco, se deshizo de la congestión en la cara y la rigidez que le atenazaba. La cabeza seguía apoyada en la pared, la baba escapaba de la comisura de los labios y la braguita le colgaba de una mano. Encogió las piernas, que aún mantenía estiradas como si quisieran salirse de su natural encaje, y acabó de limpiarse con la misma prenda que lo había desmontado. Las braguitas perdieron su interés; ya no contenían más olor que el propio, y le repugnaba. Las metió en una bolsa de plástico y salió del retrete arreglándose la camisa dentro de los pantalones. Dejó la bolsa en la taquilla y volvió al trabajo como cualquier otro empleado del mundo.

Unas pocas horas más tarde Félix dejó la bicicleta apoyada de nuevo junto a los vehículos estacionados frente a la casa de ella. Caminaba tranquilo, como cualquier otro ciudadano de Figueres. Al llegar al portal se aseguró de que nadie lo observaba y deslizó las braguitas dentro de un buzón en el que podía leerse el nombre de él y de ella junto a la correspondencia del apartamento.

Aquella tarde, Félix jugó con sus hijas a arrastrarse por el suelo. Las bañó a las dos y, después de la cena, les leyó un cuento en su dormitorio. Ya en su cama, respiró tranquilo y sosegado. Nieves le acarició el pecho desnudo y frotó su sexo contra la delgada pierna de él hasta casi obtener un orgasmo. Terminó subiéndose encima de él e hicieron el amor. Aunque apenas durara un minuto, ambos se sintieron satisfechos.

* * *

La mañana le trajo a Flores una sorpresa en relación con el ladrón de braguitas. El sargento Montagut lo llamó a su despacho y le informó de la nueva fechoría.

—Mira, Flores, sé que este caso te la trae al pairo —dijo ante la sonrisa socarrona del cabo—, pero encuentra de una vez al guarro éste antes de que la prensa se entere y nos haga un chiste.

—Perdóname Monti, pero no puedo dejar de apreciar la categoría transgresora del payaso ese. Hay que tener cojones para meterse en una casa para robar bragas sucias y largarse sin llevarse nada más. Un gran delincuente. Un gran caso, urgente de solucionar, sí señor.

—Al último denunciante parece que le ha dado un ataque de cuernos al encontrarse las bragas de su mujer en el buzón.

—¿Igual que torrijas secas?

—Igual que las otras, Flores. Deja los sarcasmos para el café que sigo siendo el jefe de esta unidad.

—Bueno. En el fondo no te falta razón, sargento. Un día de éstos alguien lo encuentra dentro de su piso, lo pilla colocado con la lencería de la mujer y le abre la cabeza.

—Cambiando de tema: en el caso de los atracadores, si te hace falta gente, dímelo antes de que yo lo note. Si es necesario te pongo a trabajar a los de salud pública.

—Estamos investigando. Más no se puede, con tanto salteador en serie suelto por Figueres…

—Venga, seamos serios. Atiende a esa gente de ahí fuera y tráeme a ese cochino de una vez.

—No te preocupes, sargento, en unos días te lo pongo en la celda. Eso si hay suerte y lo pillo con las manos en la…

—¡Déjalo, Flores! Déjalo, de verdad —cortó el sargento Montagut—. Limítate a encontrarlo y pasárselo listo a su señoría.

Sí, el sargento Montagut sabía que caerían todos ellos, la ley se impone siempre al delito. «Para eso está Flores», pensó. La justicia sigue siendo ciega y lenta, cosa que no es de su incumbencia. Se inclinó sobre el escritorio y se sumió en el más espeso de los silencios mientras leía la marcha del caso de la panadera muerta de un navajazo en el pecho.

* * *

Flores reconoció al señor Santaló aun sin saber quién era. Exigía un análisis de ADN de la sustancia que apergaminaba las braguitas de su esposa y apelaba a las técnicas del
CSI
de la tele. En un ejercicio de paciencia digno de un cocodrilo, el cabo Fuentes de la OAC trató de hacerle entender que su petición rayaba el absurdo.

—Buenos días. El cabo Flores, del CSI —salió al paso del pobre Fuentes, que ya no sabía cómo atajar a aquella víctima sin perder la obligada compostura del reglamento. Flores siguió el estúpido juego del denunciante.

—¡Joder, ya era hora! Como le decía aquí al policía de barrio…

—Como mi compañero le habrá explicado muy bien, las cosas no son igual que en la serie de televisión, aunque hacemos lo que podemos —cortó Flores sin simpatía.

El maldito
CSI
televisivo otorgaba un conocimiento desmedido de las técnicas policiales entre la población, y no era extraño que un denunciante solicitase favores parecidos a las escenas de la serie, sin ningún valor en la realidad marcada por el ritmo circadiano. Según el parecer de Flores, lo mejor en casos como el presente era hacer creer al denunciante que se encontraba en una película americana y listo.

—Disculpe, no quería parecer grosero. Entienda mi situación. Creo que mi mujer me está poniendo los cuernos y esto —dijo señalando las braguitas sobre la mesa— es una asquerosa forma de decírmelo.

—Tranquilo, señor, no se altere. Yo no conozco a su señora, pero no creo que a ella le gustase oír esas dudas que le atormentan. ¿Ha hablado usted con ella, hombre de Dios?

—Sí —reconoció Santaló y hundió los hombros en su propia vergüenza.

—¿Dónde está su esposa, hombre?

—Está fuera, Flores. —El cabo Fuentes no perdió la oportunidad de sustraerse del problema, ahora que ya lo llevaba otro—. La hago pasar y yo sigo con lo mío. Si necesitas algo, dímelo.

—Supongo que esto de los cuernos de su mujer será broma, ¿no? —preguntó Flores mientras esperaban a la señora Santaló.

—¡Pues qué quiere que le diga! Las braguitas son de mi mujer, aparecieron en nuestro buzón con ese olor a… demonios. —El gesto de repugnancia de Flores no hizo sino descorazonarlo más si cabía—. ¿Usted qué pensaría?

No pudo contestar porque la puerta de la oficina se abrió de nuevo. La señora Santaló llenó de música de tacón el despacho. Vestía un traje holgado de chaqueta marrón con una suave blusa de seda de color índigo abierta en el escote en uve. Su pelo, negro azabache, se recogía con un pasador de piel a juego con el traje, muy arriba en la parte posterior de la cabeza. Por un momento entendió al señor Santaló y se apiadó de lo que pudiera desconocer aquel hombretón.

—Señora Santaló, soy el cabo Flores —se presentó él con la mano extendida.

—Es del CSI —introdujo su marido.

—Sí, bueno, dejémoslo en «el que lleva el caso». —La chispa de inteligencia que brotó en las pupilas de la señora consiguió que Flores acabara de entender el ataque de cuernos.

—Tal vez el cabo Flores te habrá dado ya una explicación digna que tranquilice tus remordimientos, Jordi —preguntó ella en tono de reproche.

—Estamos en ello —respondió, altanero, el marido, que se alisó el escaso cabello en la frente.

—Verá, señora, ahora mismo me disponía a explicarle a su marido que no son ustedes un caso aislado. Tenemos a un degenerado sexual; nada peligroso, no tema —adelantó al ver la cara de preocupación que ponía la mujer—. Se le conocen varias violaciones de domicilio en las que su único botín siempre son bragas.

—¿Y siempre las devuelve en el mismo estado? —preguntó ella—. A mi marido le ha afectado bastante darse cuenta cuando ya las tenía en las manos.

Flores observó cómo Santaló se mordía el labio superior y bajaba la cabeza en señal de remordimiento.

—La verdad es que sí. —La sentencia del policía trajo un silencio posterior en el que cada cual sacó sus propias conclusiones mientras el agente los miraba divertido—. Debo comunicarles que, además, los inofensivos ataques suelen repetirse en las noches posteriores a la primera incursión. ¿Duermen ustedes con alguna ventana abierta?

—Pues por ahí no paso, le voy a meter un cartucho del doce en los
güevos
en cuanto asome su puta cara por mi casa.

—Disculpe usted a mi marido, agente, es demasiado impulsivo, pero resulta inofensivo, créame. —La mirada de la señora Santaló a su marido estaba cargada de sabiduría—. La respuesta a su pregunta es sí, dormimos con la puerta del patio trasero entreabierta. Nunca hubiéramos imaginado…

—La creo, señora. Ahora de lo que se trata es de que ustedes nos permitan tenderle una pequeña trampa en su propia casa, para cazarlo en cuanto intente entrar. No molestaremos más de lo debido; por la experiencia que tenemos en otros casos como éste sabemos que volverá en un par de noches o tres: lo que le dure el enfriamiento, si me permiten ustedes ser realista.

—¿Para eso tendrán que pasar la noche en mi casa? —Flores no apartó los ojos de la belleza que tenía delante y esperó que la respuesta adecuada llegara de ella.

—Pues claro que sí, Jordi y yo no tenemos objeción. ¿Cuándo quieren ustedes empezar?

—Mañana, si no es mucha molestia.

Pasaron algo menos de media hora escuchando las indicaciones del cabo Flores. Los señores Santaló se instalarían con los niños en su segunda residencia, en Roses. Era mediodía del martes, y acordaron tres noches de vigilancia a partir del día siguiente, miércoles. Cuando ya se retiraban, Flores entretuvo un momento al señor Santaló para tranquilizarlo más aún.

—Vaya usted tranquilo. Deje la escopeta para los domingos que esto es cosa nuestra, ya sabe cómo trabajamos los del CSI: antes de que se acabe usted las palomitas ya habremos cogido al malo.

* * *

Flores se pasó el resto de la mañana dibujando puntitos rojos sobre un mapa de la ciudad. Cada punto correspondía a una denuncia presentada por violación de domicilio en la que se había comunicado el robo de braguitas. Después, buscó todas aquellas denuncias en las que el motivo fuera sólo el allanamiento, sin robo de efectos, y dibujó los puntos en verde sobre el mismo mapa.

—Sonia —llamó Flores mientras miraba el mapa en la pared.

—¿Sí? —contestó la mossa asomada a la puerta abierta del locutorio.

—¿Puedes echarme una mano, bonita? —Señaló los diferentes puntos rojos y verdes que se concentraban en el mapa de Figueres—. Dime, ¿qué hay de caótico en estos puntos?

—Pues de caótico, nada —respondió ella después de observar con detenimiento el mapa delincuencial—. ¿Tal vez que todos ellos forman una línea casi recta que se concentra en el extremo sur de Figueres, camino del polígono industrial?

Flores asintió sin decir nada. Miraba una ortofoto de la ciudad que tenían en la pared opuesta.

—Prepárate, criatura, que nos vamos de caza.

* * *

Anduvieron de una empresa a otra del polígono industrial Ronda Firal de Figueres, tratando de encontrar alguna pista que les acercara a un sospechoso entre los empleados del polígono.

—¿Por qué tiene que ser un trabajador? —preguntó Sonia en la intimidad del vehículo policial camuflado.

—Porque nunca se han llevado nada más que braguitas. ¿Te imaginas a un chori como el Albújar, por poner un ejemplo, entrando en un montón de domicilios a su placer, sin levantar sospechas y sin que nadie lo descubra, para no llevarse nada más que unas bragas?

El Albújar era un ladrón conocido por su destreza en escalar fachadas. Su especialidad eran domicilios de los que tenía información previa, que obtenía de un cómplice que regentaba una tienda de compraventa de oro. Parecía que cuanto más altos fueran los edificios mejor. Resultó ser un ladrón muy escurridizo hasta que la sujeción que usaba se le quedó atascada en una tubería rota que utilizó a modo de escalador. De allí lo rescataron los bomberos mientras Sonia lo esperaba en la calle para ponerle los grilletes.

—No, claro. Ya veo dónde quieres ir a parar. Si no se lleva nada más que bragas es que no se trata de un ladronzuelo; por lo tanto, tiene que ser una persona sin antecedentes con una vida normal: un trabajador.

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