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Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

Códex 10 (13 page)

—Sí, señora, pero no me quedé con ninguna. Las devolví todas, que lo sepa.

—Eso ya lo sabemos, Félix. Ahora mejor nos vamos a la comisaría y allí aclaramos todo, ¿vale? —El pobre Félix Aguado asintió. Mantenía la mirada apartada de Flores sin sostener la de Sonia más allá de unos pocos segundos—. Ahora tenemos que irnos. El cabo Flores le pondrá las esposas, le informará de sus derechos y, si a usted no le importa, le explicaremos a su jefe esta detención.

Félix aceptó con un leve movimiento de cabeza. Se dejó levantar y poner las manos a la espalda para sentir en las muñecas el frío metálico de los grilletes. Sabía que el mosso pronunciaba palabras cortas frente a él, pero no oía más que la voz de su mujer, que rebotaba en su cerebro. Ella le reprochaba sus actos y le exigía una explicación a su silencio.

Lo condujeron ante la mirada de todo el personal. Iba con la cabeza gacha, pero los reconoció a todos por el calzado: desde el director hasta la telefonista de la entrada. Sintió el escozor de sus miradas y el silencio recriminatorio, ése fue el peor juicio de su vida.

Se subió al coche, que enseguida identificó como el de aquel tipo de hacía un par de horas que, entonces lo entendió, simulaba dormir al raso de la noche. En realidad lo emboscaban para atraparlo dentro de aquella casa y se había escapado por los pelos. La vergüenza entornó sus ojos y selló sus labios.

* * *

Lo encerraron en una celda oscura y fría, de la que se defendió con una manta que olía a miedo y mala suerte. Se encogió sobre el catre de obra y cerró los ojos. Buscaba aquella miserable fuerza oculta en su interior sin encontrarla.

—¡Cobarde! —se le oyó gritar en los pasillos del calabozo de la comisaría—. ¿Dónde estás ahora? Da tú la cara y déjame a mí seguir mi vida como si nada hubiera sucedido.

Después se dejó llevar por el relax de la soledad y se durmió. Flores y Sonia ultimaban el registro de pertenencias junto al mosso de custodia de detenidos.

—Entonces, ¿no sabéis lo que ha pasado?

—Dani, ¿quieres soltar de una vez lo que sea, coño?

—Será mejor que subas, Flores, será mejor que subas.

* * *

La noticia que alborotaba la aparente y habitual tranquilidad de la comisaría de Figueres golpeó a Flores como una bala de cañón en cuanto pisó el despacho de investigación.

Acababan de disparar a Quim, uno de los agentes del grupo de delitos contra las personas, con una escopeta de caza cargada con posta. Al llegar a la intervención le había dado tiempo a ponerse el chaleco de Kevlar. Eso le había salvado la vida, pero la salva le había arrancado el brazo derecho por encima del codo. Lo llevaban al hospital con mal pronóstico. Le informaron de que el sargento Montagut iba con él en la ambulancia.

El autor del disparo había sido abatido y también era trasladado al hospital casi cadáver. La mujer a la que intentaba matar con la escopeta, la que creía tan suya como para permitirse el lujo de decidir el aire que debía respirar, también era trasladada en ambulancia. Su estado era muy grave, aunque en principio no se temía por su vida.

La vida era así de cruel: por mucho que los novelistas quisieran apaciguarla en un comprimido de horrores, ésta siempre resultaba mucho más grande, misteriosa y dura que la más infame de las imaginaciones.

—¿Estás bien? —le preguntó Sonia—. Si quieres acabo el atestado y paso a Félix a disposición judicial.

—Gracias, Sonia. Todo esto es una mierda; nosotros a la caza de un ladrón de bragas mientras otros compañeros se enfrentan a un tarado mucho más peligroso. No te preocupes, estoy bien. Ya acabo yo esta porquería de atestado. Llevaremos los dos a este capullo ante su señoría y después, si te parece, nos vamos de la mano a ver a Quim. Ahora mismo no se puede hacer nada mejor.

—Entonces me voy a cumplimentar los derechos y preparar la declaración.

Unas horas más tarde, Flores y Sonia condujeron personalmente al detenido confeso de ser el famoso ladrón de bragas de Figueres, Félix Aguado, ante su señoría la magistrada juez del juzgado número 8 de Figueres, la señora Pilar Iturdazi.

Al entrar en el despacho de su señoría, Félix supo que estaba bien jodido: ella era una de sus víctimas.

Amor policial

E
ra un hombre el que esperaba detrás de la urna de cristal parecida a una incubadora gigante. Vestía el uniforme de la policía de la Generalitat, pero no dejaba de ser un hombre. No le quitó el ojo de encima desde que franqueara la primera de las dos puertas que separaban el ambiente exterior del interior de la comisaría. Amanda notó que el policía la tocaba con la mirada, detenida por unas escasas milésimas de segundo en sus pechos. Respiró hondo para apartar cualquier vestigio de asco antes de hablarle a través del vidrio de cuatro centímetros.

—Me han forzado —dijo en un suspiro.

—¿Cómo?

La comunicación a través de un cristal antibala era muy difícil. Se suponía que el círculo abierto en el centro debía permitirla, pero la verdad es que aquella pared de vidrio resultaba una enorme gilipollez, por cuanto alejaba a policías de ciudadanos y viceversa. Ahora que Amanda lo pensaba mejor, aquella recepción le pareció una pecera en la que un policía mataba el aburrimiento con un libro de crucigramas o el best seller del momento.

—He sido violada.

El mosso se levantó de la silla como activado por un resorte mecánico y salió a su encuentro. La puerta lateral de su cabina acristalada, pintada de un azul oscuro que parecía buscar el relax psicológico de quien acudiese al centro en busca de ayuda urgente, se abrió y permitió que el mosso pudiera acompañarla en persona hasta un locutorio pequeño y asfixiante con un escritorio vacío en el centro. El policía le pidió que esperase allí mientras iba en busca de alguien que la atendiera.

Amanda tomó asiento en una butaca, también de color azul, y se dejó abrazar por la soledad del despacho. Todo era azul en aquella comisaría: las paredes, las ventanas, la mesa, las butacas, las puertas, los uniformes. Esa simbología le pedía tranquilidad; entre tanto, ella se ahogaba en el silencio.

Una mossa entró por una puerta al fondo del locutorio. La miró desde lo alto de su autoridad, que se reflejaba sobre el pecho izquierdo como si se tratase de un escudo antimisiles. El anagrama profesional de los Mossos d’Esquadra, parecido a la insignia del Fútbol Club Barcelona, identificaba a la policía catalana como la garante contemporánea de una seguridad ciudadana que no llegaba, de la que ella había sido víctima. El lema «La fuerza tranquila de la inteligencia» flotaba como salvapantallas en el ordenador frente al cual tomó asiento la agente de policía.

Amanda entregó el DNI a petición de la mossa, sin ánimo para decir nada hasta que fuera invitada a hacerlo. Ésta empezó a introducir sus datos en el ordenador, y sólo entonces se interesó por lo sucedido. Amanda repitió de nuevo la frase que ya dijera al agente de la entrada. La mujer policía interrumpió su excursión táctil por el teclado del ordenador y levantó la mirada para sostener, en silencio, la de aquella muchacha que había soltado a bocajarro aquella aberración.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué parte de la frase «he sido violada» no ha entendido? —replicó ella sin mostrar acritud en su voz.

La mossa, un tanto incrédula al principio, buscó señales de violencia en la cara y la ropa que podía contemplar por encima de la línea horizontal del escritorio, mas no pudo descubrir en la mujer sino trazos de somnolencia y depresión. La cabellera rubia parecía más oscura por estar mojada, o tal vez fuera el efecto de las nuevas gominas para el pelo; la cara no llevaba un toque de maquillaje que revelase cierta alegría; los ojos se veían hundidos y esquivos; la mandíbula apretada y los labios, carnosos y sensuales, presos de una tensión inequívoca. Tal vez fuera una pequeña contusión en la comisura derecha del labio lo que suavizó su actitud frente a la denunciante.

—Discúlpame. ¿Cuándo ha pasado?

—Anoche. Esta madrugada, quiero decir.

—¿Ya te has duchado?

—Sí. Como diez veces a lo largo de toda la noche. Pero no ha servido de nada; no consigo quitarme esta sensación de suciedad.

—Bueno, verás, yo no voy a tomar nota de esta denuncia. Lo harán los compañeros de la unidad de investigación —dijo la mossa mientras levantaba el auricular del teléfono sin esperar reacciones en la chica—. Hola, soy Sandra. Necesito que alguien de delitos contra las personas venga a la Oficina de Atención al Ciudadano. Tenemos una denuncia de agresión sexual. No, aún no he hecho nada. Vale. —La mossa colgó el teléfono y se dirigió a la mujer de nuevo—. Enseguida vienen.

Amanda se preguntó por primera vez si todo aquello serviría para algo.

—Ellos se harán cargo enseguida. Tendrás que explicarles todo lo sucedido.

—¿Ellos? ¿Son hombres?

—En principio sí. Tienen a una chica en el grupo, pero no sé si estará de servicio. No te preocupes, tienen experiencia en estas cosas y sabrán darte todo el apoyo que necesitas.

—¿Siendo hombres? ¿Estás segura?

—Si vas a sentirte más tranquila puedo quedarme aquí con vosotros mientras te toman declaración.

—Por favor —pidió con un suspiro.

En poco más de lo que duró la conversación, se abrió la puerta de la oficina y entró un hombre joven, atlético y de altura media. A Amanda le pareció un chico atractivo, pero su mente no fijó el adjetivo. Las facciones del policía parecían las del dibujo de un superhéroe en los tebeos de su hermano. Lucía una ligerísima perilla de color castaño y una fina arruga de astucia en la frente, acentuada por el brillo en los ojos. Vestía de paisano en vez del uniforme de la Policía de Cataluña, lo que empeoró su nerviosismo.

Se presentó como el cabo Arnau Rabassedas sin tenderle la mano, cosa que la alivió bastante. Aunque despedía el aroma típico de la buena gente y una agilidad de movimientos fuera de lo común, no pareció sentirse tranquila ante su presencia. Tomó asiento tras el escritorio y, antes de que la mossa pudiera decir nada, la invitó a sentarse junto a la denunciante; le pidió a su compañera, de forma muy sutil, que se quedase con ellos en la declaración.

—Antes que nada, señora…

—Amanda Tosca, pero no me llame señora, por favor.

—Está bien. ¿Amanda, entonces? —Ella asintió con la cabeza—. Le decía que, antes que nada, quisiera hacerle entender que mi condición de agente de policía no excluye mi otra condición de ser humano. Le aseguro que va a tener usted el trato más sensible que pueda ofrecerle como profesional. De todos modos, esto no va a ser fácil, especialmente para usted, así que, si en cualquier momento necesita descansar, o piensa que mis preguntas resultan impertinentes, o bien no ve que sea usted capaz de sincerarse conmigo, intentaremos solucionarlo en su beneficio. Quiero que sepa, y esto es muy importante para mí, que lo primero en esta situación es usted. Lo que venga a continuación debe estar a su disposición, no a la mía. ¿De acuerdo?

La muchacha sintió enseguida que aquel hombre que destilaba humanidad y educación por todas partes la entendía. Miró a la mossa y luego otra vez al cabo Rabassedas.

—Supongo que debo comportarme como si estuviera ante un médico. Sólo dígame qué va a pasar a continuación, por favor.

El policía le contó que el protocolo de investigación, en un delito como aquél, exigía una revisión ginecológica por un médico forense y la recogida de todos los efectos personales que llevara durante el ataque. Le explicó también que, una vez finalizada la primera denuncia, tendrían que ampliarla con una declaración en la que los detalles cobrarían mayor importancia. Mientras todo eso se realizaba, un técnico de la policía científica iría al lugar en el que había sucedido todo y trataría de obtener indicios sobre el delito del que había sido víctima. Si había suerte con todo ese trabajo, podrían detener al autor y ponerlo ante la justicia. Amanda agradeció, con un amago de sonrisa, que el investigador hubiera evitado, en su exposición, cualquier palabra referente a la violación.

—Ahora necesito que me explique usted, con todo el detalle que sea capaz, lo que le ha sucedido. Yo escribiré la denuncia, tal vez le haga alguna pregunta, pero sin profundizar más allá de lo que usted pueda en este momento. El día va a ser largo. ¿Ha contado usted a alguien lo que ha sucedido? —Ante su negativa, el cabo Rabassedas preguntó—: ¿Quiere avisar a alguien antes de que empecemos?

La muchacha volvió a negar con un ligero movimiento de cabeza. Había decidido enfrentar sola todo aquel asunto y trataría de colaborar cuanto pudiera. No se sentiría segura hasta ver a aquel hijo de puta entre rejas.

—No hace falta. Vivo sola; soy una mujer libre encadenada a este repugnante hecho.

Mientras Amanda hablaba, el mosso volvió a ponerse a los mandos del teclado. Abrió el programa de denuncias, rellenó todos los datos de filiación de la denunciante y acuñó el motivo de la misma como «agresión sexual». Cuando Amanda Tosca empezó su historia, él acariciaba la superficie blanca de las teclas de la máquina sin enfrentar la mirada; eso la ayudó a no obviar detalles escabrosos que de otro modo nunca habría pronunciado.

* * *

Aceptó la invitación de Rosario y Carmen para salir a tomar unas copas porque estaba harta de tanta soledad, palomitas y cine casero lacrimógeno. Hacía ya varios meses que conoció a Ferran en una fiesta de cumpleaños en la que ambos eran los únicos solteros sin compromiso. Enseguida descubrió que, bajo aquella mirada de encantador de serpientes, no había más que un macarra de discoteca. Salió con él un par de veces, aunque se negó a aumentar la relación a la fase de «amistad con derecho a roce» porque no le aguantaba. No conseguía quitárselo de encima, se lo encontraba en todas partes como por arte de magia. Con todo, había decidido aislarse un poco de las salidas nocturnas hasta conseguir cierto grado de ascetismo en el claustro de su pequeño piso, al pie del monumento al Ictíneo de Narcís Monturiol, en el centro de Figueres.

Después de dos meses sin salir más que al trabajo, Amanda necesitaba esa pequeña excursión a los locales nocturnos de la Plaza del Sol. Quedó con sus amigas en que pasaría a recogerlas alrededor de las nueve de la noche. Cenaron en la pizzería La Dolce Vita y, más tarde, tomaron una copa en el Hamlet’s, una taberna inglesa en la que se charlaba de libros o se escuchaban monólogos en compañía de una buena cerveza; un ambiente selecto y relajado en el que se podía mantener una conversación, o varias, sin miedo a desgañitarse las cuerdas vocales para hacerse oír bajo la música. El plan salió a las mil maravillas. Disfrutaron de dos monólogos y un poco de jazz en vivo hasta cerca de la una y media de la madrugada.

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