»Dormido, Jonatan era un angelito. También lo era cuando jugaba, siempre cariñoso y atento. A veces, al quedarse a solas conmigo, se mostraba asustado por esos momentos en los que me evadía por completo de la realidad, pero siempre vivo y dispuesto al juego. Ese niño que yo había traído al mundo para ser un desgraciado, que no se merecía la vida que yo le daba. Antonio sabe mucho de eso. Siempre me dice que parí a mi niño como una coneja; si llegaba del trabajo y observaba un nuevo cardenal en la piel del pequeño me reñía y me exigía que estuviese más por él, porque yo desconocía o no recordaba cómo se había producido. Qué bien se lo pasa Antonio en los brazos de aquella puta, qué buen cuerpo tiene la puta que me roba el amor de mi marido, cómo me quema que haga el amor mejor que yo, qué malo es el fuego de la imaginación con la leña que lo alimentaba apilada a un lado. Entonces me he despertado y he descubierto el horror.
»No me creo que me haya quedado dormida; he tenido los ojos abiertos todo el rato, incluso me escocían de no pestañear. El reloj de pulsera que me regaló mi madre en mi primera comunión marcaba las 2:30. Ya era 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Óscar seguía durmiendo en su camita, con la piel de un color tan moreno que denunciaba su procedencia. Jonatan, sin embargo, estaba azulado. Se ha dormido de lado, mirándome. Así estábamos los dos; él con los ojitos cerrados, pero de ese color ajeno a la vida; yo sentada a su lado sin ver nada. Lo he notado frío y he avisado a la enfermera, que ha venido enseguida, porque en pediatría casi no tienen trabajo en estas fechas navideñas. Estaba sola, el resto de sus compañeras libraba. Todo el mundo se reúne en esta maldita época, todos menos Antonio. En cuanto ha visto a Jonatan ha soltado un taco que no recuerdo. Ha apartado la sábana de un tirón y se lo ha llevado en brazos. Ha sacado un teléfono del bolsillo de su bata blanca y, con una mano, ha marcado un número para pedir ayuda.
»La enfermera ha vuelto media hora más tarde y me ha llevado a un despacho blanco, con estanterías repletas de libros hasta el techo y carpetas que transmitían la frialdad del trabajo sanitario. Ha soltado a bocajarro que Jonatan ha muerto. He acertado a asentir, resignada, y a preguntar cómo había podido suceder una cosa así. Ella tampoco se lo explicaba. La doctora estaba con mi pequeño y enseguida me atendería. Me ha preguntado si necesitaba alguna cosa y yo he respondido que necesitaba llamar a mi marido.
»Antonio no ha respondido a su teléfono móvil. En ese momento lo más probable era que estuviera dormido entre los brazos de la puta que lo llena. He llamado a mi suegra, que ha atendido al primer timbrazo, y le he dado la noticia. La he oído llorar por las dos a través del auricular mientras a mí me observaba la enfermera. La madre de Antonio me ha prometido que intentaría contactar con su hijo y que enseguida vendrían al hospital.
»La doctora Fernández ha venido a verme casi media hora más tarde. Estaba hablando con ella cuando mi suegra ha entrado por la puerta del hospital. Yo ya no tenía derecho a quedarme en la habitación en la que había muerto mi niño y escuchaba sentada en una silla de plástico en la sala de espera del vestíbulo principal del centro. El guardia de seguridad ha abierto la puerta de cristal para que mi suegra y su compañero sentimental pudieran entrar. La doctora Fernández ha tomado la palabra ante el único llanto que se oía en el hospital: el de la madre de Antonio, que no entiende lo que ha pasado. Ya eran más de las cuatro de la madrugada. La doctora Fernández nos ha explicado que la muerte podía deberse a la crisis de epilepsia, pero también a lo que los médicos llamaban una muerte súbita. Le he pedido que se hiciera una autopsia para conocer los detalles de la muerte y me ha dicho que, en circunstancias como aquélla, el centro tiene la obligación de dar parte a la policía de la muerte sobrevenida, ya que no puede certificar la muerte natural, y que la autopsia es obligada y será realizada por un forense. Me han dicho que esperase allí la llegada de los agentes, así que eso he hecho.
»El resto ya lo conoce usted, inspector —acabó Nieves.
Quim soltó un soplido de asentimiento después de escuchar a la mujer describir la realidad de su vida reciente. El mosso acabó de poner por escrito los cuatro puntos más interesantes de la historia, las circunstancias familiares y aquéllos que tenían que ver con los momentos anteriores y posteriores a la muerte del pequeño Jonatan.
El forense no había aparecido todavía, así que hizo acopio de coraje y enfrentó él solo la habitación en la que murió el pequeño. Aquello no sería una inspección ocular en toda regla, se trataba de echar un vistazo que después plasmaría en un acta sencilla para evitar la presencia de agentes del gabinete de la policía científica. El caso parecía claro para los médicos y él, en principio, no tenía por qué dudar de la opinión colegiada.
La habitación se hallaba vacía. La cama en la que Jonatan había pasado sus últimos momentos estaba deshecha. Una forma pequeña se dibujaba en la sábana que cubría el colchón. El cuerpecito de tres años no estaba allí, sino en una sala de emergencias que tenían todos los pabellones del hospital, pero la forma de su cuerpo había moldeado el colchón. Aún era visible el hueco en el que su calor se había apagado; casi podía verlo tumbado de lado. Lo que no parecía tan lógico era lo marcados que estaban los talones por todo el ancho de la cama, allí donde el crío había llegado con su pequeña estatura. La almohada estaba en su lugar y conservaba el hueco de su cabecita y, lo más irritante de la escena: varias gotas de sangre adornaban, con un dibujo caprichoso, el blanco nuclear de la ropa de cama. El pequeño había sangrado sin que Quim acertara a comprender por qué.
La enfermera que lo acompañaba en la visita, la misma que había recogido a Jonatan de la cama para llevárselo a la sala de curas urgentes, respondió a sus preguntas para llenarlo de más dudas.
—¿Cuánto hace que trabaja de enfermera en pediatría?
—Cinco años.
—¿Y a cuántos niños ha visto morir?
—No lo sé, muchos.
—Disculpe, me refiero a morir de epilepsia.
—Éste es el primero.
—¿Por qué hay manchas de sangre en la almohada? —Quim estiraba las preguntas porque el nudo que tenía en la garganta no le permitía desenvolverse con la profesionalidad que se le presuponía.
—No lo sé. Eso se lo podrá decir la doctora Fernández.
—¿Dónde está la doctora? Hace más de media hora que he pedido verla.
—Está en urgencias, atendiendo a un niño que acaba de entrar con una posible meningitis.
—¿Una meningitis en estos tiempos? Yo pensaba que eso casi no se veía.
—Eso tampoco puedo decírselo yo, lo siento.
—Necesito que me ayude, enfermera. —Quim vistió de uniforme su petición.
—Claro, inspector…
—No soy inspector. En los mossos, los inspectores mandan comisarías. Soy un agente de investigación, nada más.
—Pues usted dirá qué más quiere.
—Quiero ver al niño. —Quim casi se tragó sus propias palabras, pero las pronunció.
—Sígame, por favor.
El mosso salió de la habitación tras la enfermera. El pequeño estaba en una estancia tres puertas más allá, tumbado en una camilla, aparentemente dormido. Una sábana lo cubría por entero. Quim descubrió que no tenía valor para levantar la tela y explorar a un niño de tres años muerto; el policía lo hizo por él: al humano lo dejó en la puerta, escondido tras su pávida renuncia a seguir siendo un profesional. Jonatan estaba desnudo. Su brazo mostraba aún la vía médica que llevan todos los ingresados; en el pecho un punto rojo denunciaba la lucha de los galenos por salvarle la vida. El policía le examinó los ojos, levantó un párpado y luego el otro. No se veía más que muerte tras las pupilas dilatadas, que conferían al ojo un efecto de cristal de bohemia sin pulir. La rigidez aún no había comenzado, pero no tardaría en aparecer. Tenía la cara limpia. El pelo castaño, despeinado, y la frente despejada, sin marcas. El policía le preguntó a Quim si debía tocar a la criatura pero no obtuvo respuesta del cobarde que se lamentaba en su interior. Separó los finos labios del chiquillo y descubrió heridas en el interior del borde superior. Miró a la enfermera, que se encogió de hombros sin entender cómo se habían producido. El policía volvió a cubrir a Jonatan. Al momento de cruzar la puerta, Quim volvió a coger el relevo de agente de la autoridad. Se frotó la cara y los ojos, ahogó alguna palabra de dolor humano en su pecho y se dirigió de nuevo a la enfermera:
—Voy a hablar con la familia —dijo mirando el pasillo que conducía al vestíbulo—. Si llega el forense, o la doctora Fernández, avíseme, por favor.
—Claro, cómo no. ¿Necesita algo? —preguntó apiadándose del humano que jugaba a ser policía de novela—. Se le ve a usted afectado…
—No se preocupe, he dormido mal —mintió el investigador—. Una pregunta más: ¿cómo se encontró usted al niño al entrar en la habitación?
—Estaba de lado, bien tapado, pero cianótico y con un poco de epistaxis.
—¿Perdón?
—Epistaxis… Le salía líquido por la nariz —puntualizó la mujer al ver que el mosso no comprendía.
—¿Líquido? ¿Qué clase de líquido?
—Sangre.
—¿Y eso por qué? No me lo diga: no lo sabe… Oiga, ¿cómo reaccionó la madre después de enterarse de la muerte del pequeño?
—No se lo podía creer.
—¿Alterada? ¿Llanto? ¿Nervios?
—No.
—¿Usted realizó el último control de enfermería?
—A las doce y algo de la noche —asintió ella—. Estaba bien; dormido y estable.
—¿Y la madre?
—Pues mire, apática. Ha entrado y salido constantemente de la habitación durante toda la noche hasta que se ha dirigido a mí para decirme que Jonatan estaba frío y que le parecía que no respiraba.
—He visto que la otra cama de la habitación también está desordenada, ¿la ocupaba ella?
—No. La ocupaba un niño que ha sido trasladado en cuanto se ha sabido la muerte de esta criatura. Cuando he entrado a buscar a Jonatan, Óscar, el niño que dormía al lado, estaba muy dormido, así que no se habrá enterado de nada.
—¿Y no lo acompañaba su madre?
—No, esta criatura tiene un poco más de suerte que Jonatan, pero también es muy desgraciado. Acaba de perder a sus padres en un accidente de automóvil; él salió casi ileso. Son gente del sur, mañana llegan los familiares para hacerse cargo.
—¡Uf! Bueno, me voy al vestíbulo, ya sabe…
—Sí, ya sé, en cuanto aparezca la doctora o el forense le aviso.
Cada uno se fue hacia un extremo diferente del largo pasillo. A Quim le dolía la cabeza y eso era síntoma de que había algo en todo aquello que no acababa de gustarle. Aún no había llegado al vestíbulo cuando se volvió y llamó de nuevo a la enfermera. Ambos caminaron el uno hacia el otro.
—Disculpe otra vez, pero hay algo que no me cuadra en esto, verá… —Quim se rascó la cabeza, era un gesto que no sabía cómo evitar y que le abordaba siempre que parecía estar a punto de dar con algo importante entre todo lo superfluo de una investigación—. ¿Ha movido usted la almohada donde dormía Jonatan?
—No, entré y lo recogí de su cama. Sólo aparté las sábanas que lo cubrían.
—Y cuando usted lo recogió, ¿dormía de lado? —ella asentía—. ¿Está segura?
—Sí, encarado a su madre, que debía de estar sentada en la butaca; entre las dos camas, junto a él.
—¿Muy pegado al borde de la cama?
—Sí. ¿Qué importancia tiene eso?
—Aún no lo sé, pero la almohada está manchada de sangre en el centro.
* * *
—¿Dónde está su hijo? —preguntó Quim a la madre de Antonio—. ¿Aún no han podido localizarle?
—Pues no le puedo decir. —Aquella mujer de vida trabajada se encogió de hombros—. No contesta al teléfono. A las cinco de la madrugada abren el restaurante en el que trabaja; mi compañero lo está buscando por todas partes y en cuanto lo encuentre lo traerá.
Quim redactaba el acta de declaración de la abuela de Jonatan cuando apareció el forense. Se excusó con la mujer y salió al paso del médico legal. Ambos se conocían de sobras por todas las intervenciones en las que un difunto requería, en silencio, la presencia de la policía, el forense y el juez.
—¿Va a venir su señoría? —preguntó Quim al forense, que se dejaba llevar del brazo hasta un lugar apartado de la familia de Jonatan.
—No. La he llamado, pero me ha dicho que como el cadáver está en el hospital… Quim, seguramente se trata de una muerte natural que requerirá poco papeleo. No hace falta hacer un levantamiento con la presencia de la juez en el hospital, ¿no te parece?
—Sí, claro, por mí ningún problema.
—Bueno, ¿qué tenemos? —preguntó el médico.
Quim refirió al forense toda la historia conocida y le pidió que prestara especial atención a las heridas que tenía la criatura en el interior del labio superior. Además, cómo él aún no había hablado con la doctora que llevaba el caso, le solicitó que se interesase por ella en urgencias.
—Esas heridas en la boca podrían ser consecuencia de las maniobras de reanimación que le han hecho, Quim.
—No te digo que no, pero no trates esto como una muerte natural, porque nos vamos a quedar con un montón de dudas.
—¿Qué piensas? Vamos, dímelo.
—No creo nada a pies juntillas, pero me da que esta chica ha asfixiado a su hijo.
—¿¡Qué dices!?
—De momento no tengo nada más. Tú sólo dime si esa posibilidad existe y la detengo.
—¡Pero qué animal eres! ¡Cómo vas a detener a una madre que acaba de perder a su hijo! Te juegas tu carrera.
—Es la segunda criatura que se le muere en seis meses.
—
Collons
! —masculló el médico—. ¿Y si te equivocas?
—Por eso necesito que te fijes muy bien en todo. Yo no quiero detener a una madre que acaba de perder a su hijo, pero tampoco quiero que una asesina que no ha tenido el menor respeto por la vida de un niño de tres años ande suelta.
—Está bien, pero no te prometo nada.
—Vale, te espero aquí. Estaré hablando con la suegra.
* * *
Quim regresó al vestíbulo maldiciendo el día de los Santos Inocentes, que ya despuntaba. Del interrogatorio a la abuela del niño se desprendió que éste había llegado a pasar hasta tres días completos con ella sin sufrir, jamás, un ataque de epilepsia en su casa. Ella sabía que la criatura padecía aquella enfermedad porque lo decían los padres pero, en las veces que se quedó en su casa, nunca tuvo que administrarle medicación alguna. Para aquella abuela, que no lo era, Jonatan era un niño espléndido, sano y fuerte, que jamás se quejaba de nada y al que le encantaba estar con ella. Aquella buena mujer describía la desgracia de unos pocos meses atrás con su verdadero nieto, sin llegar a entender todavía cómo fue posible que una tragedia de aquella magnitud se cebara en un niño tan pequeño como José. Ahora no podía entender que el destino se hubiera llevado también a este otro crío. Quim reconoció todos los giros de la historia de José, que ya había oído de la madre del pequeño, y no interrumpió a la abuela.