* * *
El cabo Flores conversaba con el agente Quim. Habían pasado dieciocho meses desde que a éste le volaran el brazo en una intervención policial por violencia doméstica. Estaba físicamente restablecido y a punto de finalizar el periodo de baja laboral y se mostraba exultante, cabreado con el mundo y muy defraudado con la Generalitat de Cataluña. El Departamento de Interior le había notificado que su sueldo iba a ser dado de baja del sistema de finanzas, además de la cotización a la Seguridad Social. Su abogado ya había iniciado los trámites para la declaración de discapacidad, pero las cosas no pintaban demasiado bien. Al parecer, la Seguridad Social acabaría declarándolo incapacitado con un grado superior al 33 por ciento, lo que suponía que no podría realizar el mismo trabajo dentro del cuerpo, como ya se había imaginado. Lo que no alcanzaba a comprender era por qué la consejería de Interior se lo quitaba de encima. Seguiría siendo agente de policía a todos los efectos, pero perdía el destino, el sueldo y la cotización. Por el contrario, recibiría una pensión de la Seguridad Social equivalente al 55 por ciento de la base reguladora de los últimos años trabajados. Había entregado un brazo para salvar a una mujer de una muerte segura a manos de su compañero sentimental y, ahora, la casa no lo quería entre sus filas. No dejaba de preguntarle a Flores cómo podía ser posible que el sistema funcionase de ese modo. Éste tampoco tenía argumentos más allá de los típicos insultos resabiados que solía dirigir a ciertos cargos políticos. El discurso de Quim pasaba por las gestiones practicadas con la reciente asociación que luchaba por la integración de los mossos discapacitados (AIL-MED). Al parecer, Quim no era el único perjudicado directo. Lo que le quedó muy claro a Flores era que todos los mossos resultaban perjudicados ante cualquier contingencia, profesional o no, que los incapacitara definitivamente.
—Asquito de empresa, Quim. No te hagas mala sangre y a luchar por nuestros derechos.
—Es que los policías tenemos un plus de peligrosidad en nuestro trabajo, por la obligación de sacrificio, que en el departamento no acaban de querer comprender. Si no fuéramos policías no habría ningún problema en seguir en activo con un puesto adaptado a nuestras capacidades. Para colmo, si yo hubiera sido un policía en prácticas, ahora mismo no estaría tan indignado. Legalmente me correspondería una plaza adaptada sin más discusión, pero como la segunda actividad no acaba de estar regulada, me quedo al margen y bajo el mismo régimen disciplinario que tú. Mierda con cebolla, compañero.
—Para mear y no echar gota. Espera, que me llaman al móvil. ¿Sí? ¿Cuándo? ¿Y qué han dicho? ¡No jodas! ¿Quién es la pintora? No la conozco de nada. ¿De cuánta pasta hablamos? ¿¡Qué!? ¿Se lo has dicho al sargento? Ah, vale… ahora mismo voy.
—Si tienes que irte…
—Pues va a ser que sí, Quim, y me jode, porque aún no ha llegado el bocata. Oye ¿por qué no te vienes conmigo?
—No, déjalo. No quiero volver a pisar la comisaría mientras esté ése en ella.
—Ni caso, Quim, ese inspector hoy está y mañana ya no, como todos, ya lo sabes, ¿no? Venga, ven conmigo y saludas a la gente.
—Que no, de verdad. Otro día, cuando todo esté arreglado.
—Tú mismo, te llamo y nos vemos otro rato, ¿vale?
—Vale, pero tráete a tu musa.
—Se lo diré, pero no sé si querrá reunirse con dos carcamales como nosotros.
—Pero si está coladita, ¿cómo es posible que niegues la evidencia? Tantos cojones para enfrentarte a todos y sigues sin enterarte del olor que tiene el amor.
—Anda ya, mamonazo. —Flores cogió su chaqueta—. Nos vemos. Cuídate.
—Yo también te quiero, y cuídate tú que te hace más falta que a mí.
* * *
El sargento Montagut le presentó a aquella hembra de recibo castizo como la señora Paloma Izquierdo.
—Curioso apellido para un policía catalán —trató de simpatizar ella al conocer a Flores, pero éste hizo caso omiso de su comentario.
Resultó ser una detective de la prestigiosa firma de seguros especializada en obras de arte Nordstern Art. La señora Izquierdo se erigía en enlace directo y exclusivo de la compañía con la policía.
Su cometido era facilitar en lo posible el trabajo de los investigadores y dotar a la investigación del máximo de información posible para localizar y recuperar las obras de arte de la pintora María Blanchard.
—No entiendo nada —exclamó el cabo ante la pomposidad de vestuario de la detective—. Qué coño…
—Disculpe usted a nuestro hombre, señora Izquierdo —interrumpió el sargento—. A pesar de su grotesco vocabulario es un investigador magnífico.
—Eso, señora, disculpe usted mi sucio lenguaje, si quiere —repuso Flores fastidiado de tanta corte—, que a mí me da lo mismo. No entiendo qué coño hacían unas obras de arte de la pintora ésa en un transporte cualquiera. Supongo que las obras no serán muy valiosas.
—Se equivoca usted, el valor de los cuadros supera el millón de francos suizos, que es la divisa con la que están valorados. Para que se haga una idea, si no está familiarizado con el cambio, son más de ochocientos mil euros.
La mujer, a la que Flores le calculó unos treinta años, arqueó las cejas negras hasta casi ocultarlas bajo el ensortijado cabello castaño que cubría su frente. Ella les entregó una copia del dossier sobre el traslado de las obras de arte. Mientras, explicó los detalles del transporte.
—María Blanchard, cántabra de nacimiento, inicia su camino en el arte en Madrid en 1903. Viaja a París seis años más tarde. Pintora de oficio y dotada de un profundo sentido del arte y de la vida, en París desarrollará los años más prolíficos de su carrera. Allí murió el día 5 de abril de 1932. Fue una pintora tan grande como enigmática. El museo Le Petit Palais de Ginebra posee la mejor colección de obras de Blanchard, y las presta a exposiciones en honor de la pintora. Las obras robadas debían exhibirse en el Castillo Maya de Pamplona y, después, retornar a Ginebra, Creemos que algún ladrón profesional podría estar involucrado en el robo, aunque nos desconcierta la otra mercancía sustraída.
—Hace usted bien en desconcertarse señora, es mejor que no apunte tan alto. De momento aquí investigamos un robo de camisas, y eso…
—Lo que quiere decir el cabo Flores es que no creemos que haya ningún ladrón internacional de obras de arte en nuestra comarca. Las investigaciones realizadas hasta el momento descartan esa hipótesis.
—¿Por qué? —quiso saber ella.
—Qué tal si, antes de contestar a eso, acaba de contarnos qué hacían esas obras de tanto valor en un transporte ordinario, sin vigilancia y sin el acompañante del museo que, según las normas, debía velar por el traslado.
Flores se encogió de hombros, toda aquella conversación le parecía la más exquisita de las estupideces, muy lejos de su alcance profesional. No sólo no se inmiscuyó en la verborrea del sargento sino que prefirió deleitarse con la estilizada figura de la detective Izquierdo. «Hasta el apellido es panoli», pensó.
—Como quieran, pero casi carece de importancia.
—Gracias, pero deje que valoremos nosotros esos detalles —sonrió con amabilidad el jefe de investigadores.
—Para el traslado de las obras hasta Pamplona el museo suizo puso la condición de que el transporte se realizase con la compañía Harst, con sede en Ginebra y especializada en el transporte de obras de arte. Ellos practicaron el embalaje especial de siete cuadros y, por decisión propia, contrataron a su vez los servicios de Lufthansa para el transporte aéreo.
—¿Por qué no contrataron el servicio de Iberia? —quiso saber Flores.
—Se intentó, pero en el vuelo Ginebra-Bilbao se encontraron con que los paquetes no cabían en la bodega.
—Yo pensaba que los cuadros se desmontaban y se enrollaban en tubos especiales que mantienen las condiciones ideales para su transporte.
—Así es, siempre que las obras estén realizadas sobre un lienzo de tela. María Blanchard solía pintar sobre madera. —Ambos policías asintieron al unísono, atentos a las explicaciones—. El itinerario escogido por Lufthansa fue rocambolesco: de Ginebra a Fráncfort en avión y de allí a Bilbao, vía Madrid, en camión.
—¿Y la custodia de los cuadros? ¿Por qué se saltaron la norma de acompañarlos? —insistió el sargento.
—El contrato con Harst obligaba, además del traslado íntegro en avión, a la vigilancia permanente de las obras.
—Así que Lufthansa incumplió el contrato a todas luces y minó el transporte con un serial de errores injustificables —puntualizó Montagut.
—Exacto. El periplo de los siete cuadros de la pintora fue tortuoso e inmerecido para una artista española con nombre propio.
—¿Cuantas cajas ocupaban los cuadros, señora? —preguntó Flores.
—Dos embalajes de apenas un metro cúbico. Una de ellas contiene tres cuadros y la otra, cuatro.
—¿El conductor del camión conocía lo que transportaba? —insistió el cabo.
—Lo dudo, no había ningún indicio en el exterior de las cajas que presupusiera el contenido.
—Total —remató Flores—, que las obras de arte de la señora Blanchard viajaron como si nada en medio de un centenar de cajas llenas de camisas de franela y, por obra del destino, pasaron la noche en un desangelado aparcamiento en Hostalets de Llers.
—O tal vez todo sea una enorme conspiración para robar los cuadros. Cualquier experto en arte conoce el valor de la obra de esta pintora —insistió la detective.
—Unos choricillos de tres al cuarto, lo que yo le diga —sentenció Flores—. Los
pringaos
encuentran su huevo de Pascua abandonado, lo abren a placer y descargan unas cuantas cajas hasta llenar la furgoneta. Una vez en casa descubren asombrados que las cajas grandotas contienen unos cuadros y, como no se pueden vender en el mercadillo junto a las camisas, los deben de tener colgados en la pared de su casa sin saber que tienen un pequeño tesoro en las manos.
—Un tesoro que quema —recordó Montagut.
—Claro. Pero también es posible que acaben dejándolos colgados en la pared de su casa por siempre jamás. ¿Este portafolio incorpora fotografías de los cuadros?
—Sí, las encontrará en las últimas páginas.
Los tres pasaron directamente a mirar las fotografías en color que les enseñaba la detective Paloma Izquierdo.
—¡Joder! —exclamó Flores con la cara arrugada.
—Son increíbles —sentenció Montagut.
—¡Joder! —Flores miró de reojo a su superior.
—Son obras maestras, agente —le dijo ella al cabo.
—No lo dudo, señora. —Movió la cabeza a ambos lados—. ¿Y cuántos cuadros dice que faltan?
—Se llevaron la caja que contenía cuatro:
Maternité, Jeune femme à la coiffe, Le male de dent
y
La toilette
. —Mientras los nombraba los marcaba con un aspa al pie derecho de la fotografía—. Las medidas exactas del embalaje eran 150 × 51 × 116 centímetros.
—Si no me necesitan, me voy a consultar un par de cosas ahora que tenemos todos los datos de este maldito caso.
—Deben saber que mi empresa está dispuesta a pagar por la recuperación de los cuadros.
—¡Coño! —exclamó el investigador—. ¿Cuánto están ustedes dispuestos a pagar?
—No creemos que eso sea necesario, señora Izquierdo —terció el sargento—, pero no descartamos ninguna posibilidad. Es bueno saber que la compañía de seguros dispone de fondos para un eventual rescate.
—Estoy facultada para negociar hasta un diez por ciento del valor de los cuadros, si éstos se recuperan en buen estado.
—Increíble. Me largo, Monti.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Montagut.
—De momento voy a alertar a todos los anticuarios de la comarca y a avisar a la unidad central de delitos contra el patrimonio; al grupo que lleva el rollo este del arte y las cosas antiguas. Aunque ya les vale a todos estos custodios, venir a avisar de que en el camión había obras de arte once días después de la denuncia…
—Venga, luego me cuentas —asintió Montagut ante la mirada cuajada de rabia de la detective.
—¿Es que no voy a ir con usted? —quiso saber ella.
—¿Conmigo? —preguntó Flores a las puertas del despacho de su jefe—. ¿En qué película vive usted, señora?
Flores se marchó del despacho sin esperar respuesta. El sargento Montagut explicó a la detective que al cúmulo de errores en el transporte había que sumar la desgracia de que al conductor se le averiase el camión en el peor lugar para dejar la carga abandonada.
En los dos días que tardó el transportista en volver con la tractora para recoger la caja se produjeron hasta siete robos de mercancías en otros aparcamientos para camiones. María Blanchard se merecía mucho más que todo el desaguisado por el que habían pasado sus obras, pero ahora debían dejar trabajar al cabo a sus anchas. El sargento le aseguró que no tardarían en tener novedades.
* * *
El barrio gitano El Culubret hervía de vida. Flores se internó en compañía de Nadal con el coche patrulla camuflado que mejor conocían aquellos hombres y mujeres. En poco menos de dos minutos, todo el barrio estaba al corriente de que el cabo Flores estaba allí. Los vehículos policiales en el Culubret eran tan habituales como en cualquier otra calle de Figueres; con suerte se les veía un par de veces al día. Lo que era verdaderamente extraño era ver caminar a un par de agentes entre sus vecinos.
—Buenos días, señores —saludó Flores desde el vehículo. Cuando Nadal lo detuvo del todo, Flores se bajó para charlar con los gitanos presentes.
—Buenos tenga
usté
—respondieron varios de los gitanos reunidos en torno a unas cuantas jaulas de canarios—. Ya pensábamos que
s’había orvidao usté
de
nosotro
, señor Flores.
—¡Qué va! Lo que pasa es que la faena me roba ilusiones. Qué os voy a contar que no sepáis, ¿eh chicos?
—No sé por qué me da mí que hoy no viene
usté pa
ver los
canario
—dijo el más viejo de los congregados.
—Va a ser que no, tío José, la verdad es que vengo a preguntaros sobre un robo en un camión. Ya sé que no tenéis ni idea de lo que hablo —se adelantó—, pero quiero que sepáis que se han llevado un montón de camisas de la carga y que me gustaría que estuvierais atentos en los mercados. Voy a enviar notas a todos los servicios policiales para que revisen la mercancía que se venda en mercadillos; no me gustaría que algún conocido mío cayera en desgracia por tener en su parada alguna de esas camisas.