Códex 10 (24 page)

Read Códex 10 Online

Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

—Buenas noches, compañeros —saludaron Flores y Montagut al entrar en la diminuta prefectura. Los agentes encajaron las manos y Flores se interesó por las niñas de uno de los agentes. Terminados los saludos iniciales, el sargento Montagut solicitó a los agentes que fueran concisos en lo que habían visto. Los agentes describieron lo sucedido hasta donde ellos llegaban, sin arrojar más luz sobre el caso.

—¡Joder, Mega! ¿Cómo es posible que no vieras nada de los coches si tú mismo dices que los visteis salir zumbando?

—Te digo que no imaginábamos lo que nos íbamos a encontrar hasta que lo tuvimos encima; es de noche, esa zona no está iluminada y ni el mejor mosso lo hubiera hecho mejor, Flores —insistió el agente local—. Ojalá hubiéramos llegado antes.

—Ya lo sé, coño, ya lo sé. Perdona, este caso es la leche.

—Dime qué tenéis, a lo mejor puedo orientaros en algo, si son del pueblo.

—No creo…

—Tal vez saben algo de un cojo, Flores —repuso el sargento.

—¿Un cojo? —preguntaron al unísono los dos policías de uniforme.

—Sí, nos ha salido una banda de atracadores un poco
friki
, qué le vamos a hacer —terció el cabo.

—Al parecer uno de ellos podría llevar un zapato ortopédico, de ésos que sirven para igualar las dos piernas cuando una es más larga que la otra —dijo Montagut ampliando la información.

—Pues no tenemos de eso por aquí —respondió el agente—. ¿Alguna cosa más que debamos tener en cuenta?

—Se tapan la cara con unas caretas de Frankenstein —masculló Flores entre dientes.

—¿Cómo?

—Ya lo has oído, y parecen peligrosos a juzgar por lo que han hecho esta noche.

—Pero ¿con una careta de esas de plástico malucho o de las de látex que cubren la cabeza por completo? —abundó el municipal.

—No sé, los denunciantes dicen que les cubre completamente la cabeza. Que pregunta más tonta, leche.

—¿Y por qué no estábamos alertados? —quiso saber el guardia.

—Si no te importa, por la mañana hablaré de eso con vuestra jefa y tendréis toda la información actualizada, por si volvieran a actuar por aquí —finalizó el sargento.

—Por mí vale. Si los cogéis avisad igualmente, por favor, no vaya a ser que la información caduque como otras veces.

—No te preocupes. Déjale a tu jefa, en las novedades, que el sargento estará aquí a primera hora de la mañana —pidió Flores.

—Flores —llamó el agente cuando éstos ya estaban fuera de la prefectura—, las máscaras de goma que sólo cubren la cara las venden en cualquier sitio; las de látex que la cubren por completo únicamente las encuentras en la tienda de disfraces Monfort de Figueres.

—Gracias Mega, me has ayudado mucho. —Ambos agentes se despidieron con un guiño.

—¿Qué quería? —preguntó el sargento al ver que Flores se había quedado rezagado.

—Nada, una tontería personal.

* * *

Monfort era una juguetería antigua, un negocio familiar pasado de padres a hijos desde varias generaciones atrás. En sus estanterías se podían encontrar desde los más modernos juguetes electrónicos hasta las clásicas construcciones en madera. Era el comercio que se llevaba la palma en toda la comarca en materia de disfraces y, por supuesto, poseía una colección increíble de máscaras y caretas de todos los tipos y modelos.

Sonia pidió una máscara especial: tenía que ver todo lo que tuvieran, pero singularmente todos los modelos posibles que imitaran al monstruo de Frankenstein. La dependienta, una chica joven y tímida, de piel tan blanca como la luz de los fluorescentes que iluminaban el local, depositó encima del kilométrico mostrador una muestra enorme de cabezas de látex y goma que Sonia fue fotografiando una a una en diferentes posiciones. Ni siquiera Tolkien hubiera sido capaz de imaginar una muestra tan grande de monstruosidades. Con todo, abandonó la tienda con más de cincuenta fotografías que debía mostrar a las víctimas de los atracos para tratar de identificar la máscara utilizada en la comisión de aquellos delitos.

La impresión de todas las muestras le llevó casi dos horas en la vetusta impresora que científica tenía en su laboratorio, la única en toda la comisaría que imprimía en color. Las imágenes salieron muy bien, aunque los colores desmerecían la impresión real que causaban las máscaras cuando uno podía verlas y tocarlas como ella lo había hecho aquella mañana.

La localización de las víctimas no resultó difícil, pero le llevó el resto del día conseguir reunir todas las actas de declaración en las que se identificaba la fotografía número ocho como la de la máscara utilizada por los atracadores. Todas las víctimas estuvieron seguras de su decisión y ninguna de ellas dudó en la elección. La fotografía correspondía a un busto de látex con cabello casi humano. La cara del monstruo de Frankenstein representaba las facciones típicas del personaje de la novela de Mary Shelley interpretado en el cine por Boris Karloff. Quedaban descartadas, pues, todas las representaciones que imitaban la caracterización de la película de Branagh, aunque a ella le resultaban mucho más repugnantes y terroríficas por la extensión de cicatrices y la ausencia de pelo en la cabeza. El resto de monstruosidades fotografiadas también quedaban descartadas. El Frankenstein escogido por los atracadores era el más clásico y guapo de todos ellos: cabeza cuadrada, frente alta, ojos hundidos con parpados caídos y mirada perdida, alguna cicatriz y sendos tornillos a ambos lados del cuello.

Sonia informó a Flores por teléfono. Volvió a la tienda a buscar una muestra de aquella máscara y una declaración de los empleados con lo que pudieran recordar de la venta de imágenes de aquel monstruo en los últimos tres meses. Después volvería a dejar el material en la comisaría y podría escribir el informe con todo lo averiguado para su jefe. Con suerte, terminaría su turno pasadas las diez de la noche.

* * *

Yara era una mulata clara de 34 años, de una sensualidad que quemaba a distancia. Ni delgada ni gorda; de ojos grandes, negros y penetrantes, gruesos labios del color de la avellana. Toda ella invitaba a pecar. Con la boca entreabierta y los ojos cerrados, Yara se transformaba en una pantera dulce. El Cojo Manteca besaba sus mejillas, su cuello, sus pezones, su ombligo. Le parecía que aquella hembra tenía dones preciosos, cataratas, mermeladas… La boca del amor se entreabría receptiva; la pantera se tornaba serpiente. El delirio se hilaba en aullido. Sus labios chocaban entre saliva y sudor; hebras de cabello interponiéndose en las bocas. Yara rodeaba la espalda del Cojo Manteca y enterraba las uñas en su piel anunciando el clímax. Quietud. Los cuerpos trenzados, sudorosos, adheridos. Ojos cerrados, sin aire. Él sopló su rostro y le dio un beso cursi que a él en realidad se la traía floja.

—¿A todos tus clientes te los follas igual, Yara? —preguntó, ordinario, mientras se fumaba un cigarrillo. Ella, molesta, se levantó de la cama sin contestar y entró en el baño para lavar su intimidad—. No hace falta que te mosquees, mujer, si yo te quiero igual.

—Tú jamás has querido a nadie. Supongo que tienes que preguntarle lo mismo a todas las mujeres con las que te has acostado en tu vida —respondió ella unos minutos más tarde—. Necesitaba limpiarme tus miserias, no sea que me acabes pegando algo.

—Humm. Me encanta tu acento brasileño cuando te enfadas.

El timbre de la puerta interrumpió su discusión. El Cojo Manteca se levantó para abrir, desnudo y con la pistola en la mano. Primero miró por la ventana para comprobar que no hubiera ningún coche de policía en la calle y, después, hizo lo mismo por la mirilla de la puerta. La imagen deformada de sus tres cómplices se dibujó en su retina y sonrió al dar la vuelta a la llave. Les invitó a pasar desde detrás de la puerta. El más grande y fuerte de los tres se fijó descaradamente en el pene fláccido del Cojo Manteca.

—Joer, Manteca, ¿acabas de follarte a la Pantera? —exclamó—. Con lo buena que está la puta.

—Señores, no quiero que ensucien ustedes de palabras feas esta piel morena de quien va a convertirse en mi mujer —respondió él rodeándola por la cintura y atrayéndola hacía sí—. Sentaos, que mientras me visto, Yara nos preparará unas cervecitas. —La mujer se había apartado bruscamente de él al escuchar sus falsas promesas de matrimonio, que ya había oído en otras ocasiones—. Y prepárense los señores porque van a oír ustedes el plan del siglo para esta tarde. Ahora vengo.

—Menos mal que ha follao, ¿eh, José?


Pos
va a ser que sí. Emilio, ¿qué es eso de un plan
pa
esta tarde?

—Y yo qué coño sé, pirao. Éste va siempre por libre, nos utiliza a todos como a ratas en un laberinto.

—Pues ayer se le fue la olla, nos ha
metío
en un follón pegándole un tiro al
pringao
ese.

—Sevilla, reza para que no te pegue uno a ti por haberlo nombrado en el atraco.

—Bueno, señores, esta tarde os quiero a todos fresquitos. —El Cojo Manteca, frente a ellos, se arreglaba la camisa azul celeste dentro de los pantalones—. Se me ha ocurrido el asalto del siglo.

—Eso mismo dijiste el otro día y ayer no nos
comimo
una rosca.

—No me calientes, Sevilla, que te mato aquí mismo —soltó el Cojo poniéndole la pistola en la sien—. Además, ya que te tengo a tiro, te recuerdo que como vuelvas a abrir la boca en un atraco te echo al pantano de Boadella con una botella de butano atada a los pies. Las carpas, que en el fondo son grandes como tiburones, te comerán los ojos y la lengua mientras te ahogas.

El pobre Sevilla se encogió en su butaca y asintió con la cabeza, y no volvió a abrir la boca en toda la reunión.

—Venga, Manteca, no te pases —dijo Emilio apartando la pistola que sostenía el cojo en la sien del pobre Sevilla—, que estamos todos a partes iguales en esto y nadie va a morirse ni a rajarse. Explícate del rollo de esta tarde, a ver si tenemos suerte de una puta vez.

—Siempre conciliador, ¿eh, Emilio? —respondió. Tomó asiento y sonrió a su compañero. Palmeó la espalda del Sevilla y cogió una cerveza de las que acababa de traer Yara—. Eso está bien, hombre. —Sorbió un poco del oro líquido y se tomó su tiempo antes de empezar a hablarles del nuevo golpe.

* * *

La carretera de Vilabertran a Vilatenim, a las afueras de ambas poblaciones y alejada de cualquier casa habitada, acogía el centro de logística, almacenaje y reparto de butano de toda la comarca del Alt Empordà. La carretera, de uso vecinal, está conectada a la amplia diversidad de caminos, aptos a la circulación de todo tipo de vehículos, que conforman la vasta red de comunicaciones, tan útil como necesaria, en una comarca agrícola.

El plan del Cojo Manteca era sencillo, pero tenía que desarrollarse rápidamente: asaltar un camión de butano y hacerse con su recaudación, sin más.

La planta de butano cerraba a las ocho de la tarde. Los camiones volvían del reparto con la bolsa llena de dinero y el camión de botellas vacías. Un conductor por cada camión hacía que el golpe resultase fácil de manejar. El punto exacto para el golpe se determinó a la altura del cementerio de Vilatenim, porque era el mejor lugar para esperar con los coches sin levantar sospechas. Como otras veces, el Cojo Manteca y Emilio interceptarían el camión mientras que José y el Sevilla le cerraban el paso. El Cojo y Emilio saldrían de los vehículos y encañonarían al conductor. Una vez fuera del camión, le obligarían a entregar el dinero.

El atraco se perpetró tal y como el Cojo Manteca lo había planificado. Todo salió a pedir de boca. Por primera vez desde que iniciaran los asaltos, consiguieron un botín a la altura del riesgo que corrían. En menos de cinco minutos se habían hecho con algo más de 2.000 euros. El Cojo Manteca golpeó al butanero en la cabeza con la culata de su pistola, pero eso era aceptable para los cuatro cómplices después del palo frustrado del binguero.

* * *

Yara estaba a punto de irse al puticlub cuando llegaron los cuatro hombres con una trompa de campeonato. Su compañera Lucila, también brasileña, se asustó cuando el gigante Sevilla la cogió por una muñeca. Los ojos de él destellaban lujuria y sus labios brillaban de baba.

—Qué pasa, Lucila, no te hagas la estrecha —dijo el Cojo Manteca agarrando a su vez a Yara—. Esta noche vais a ser para nosotros cuatro.

—Déjate de estupideces, Manteca, que tenemos que irnos a trabajar —le espetó ella tratando de zafarse de su abrazo. El Cojo Manteca le giró la cara de un revés.

—Hoy follamos antes que nadie, ¿entendido? —gruñó él sujetándola de las muñecas—. Estoy hasta los cojones de meterla cuando llegas harta de todo.

—¡Estás borracho! —volvió a gritarle ella.

Yara miró a Lucila sugiriéndole aterrorizada que no se resistiese.

—Se cansarán enseguida, Lucila, haz lo que digan o estos mierdas nos violarán.

—Yo paso, Manteca —dijo Emilio—. Me gusta gozar a las mujeres suavemente, esto no va conmigo. Ahí os quedáis, nos vemos mañana.

—¿Algún maricón más?

La pregunta del Cojo Manteca no encontró ningún «pero» entre José y el Sevilla. Este último lamió las lágrimas de Lucila con una lengua pastosa y agria y se bajó los pantalones. Las dos mujeres se abandonaron a una orgía de borrachos de medio pelo que se las repartieron como las dos furcias que eran. Perra vida, para algunas.

* * *

Esa noche soñó con Flores, por eso entró en el despacho con una sonrisa dibujada en la cara que ya no se le borraría en todo el día. Aunque nadie lo sabía, estaba estúpidamente enamorada de su jefe. Puertas adentro, lo que no tenía arreglo era mejor afrontarlo con alegría; lo que podía solucionarse se le encargaba al cabo. Su amor silencioso parecía no tener solución y tampoco se lo podía contar a su cabo, pues temía la reacción del natural, fuerte y encantador calvo rasurado. Esta contradicción le hacía aguantar la sonrisa. La mañana esperaba a Sonia con las novedades del nuevo atraco y a un Flores malhumorado.

El cabo puso a sus agentes en antecedentes de los últimos acontecimientos y solicitó a Sonia que detallara las pesquisas del día anterior. Ella describió todas las gestiones con detalle. La buena noticia era que una de las empleadas de la juguetería Monfort recordaba la venta, varias semanas atrás, de cuatro máscaras de Frankenstein a una chica mulata. La describió como una mujer madura muy atractiva y con buen cuerpo, demasiado maquillaje y una forma de vestir un tanto sexy. Al parecer, quería las máscaras para una fiesta de disfraces. Sonia explicó que la dependienta recodaba esa venta porque la chica era brasileña y estuvieron hablando mucho rato del Carnaval de Río.

Other books

Superposition by David Walton
The Case of the Stolen Film by Gareth P. Jones
One Monday We Killed Them All by John D. MacDonald
Giri by Marc Olden
MINE 2 by Kristina Weaver
The Seduction by Laura Lee Guhrke
Cold Comfort by Scott Mackay
Elemental Reality by Cuono, Cesya