Su hijo Antonio salió completamente limpio de cualquier delito, que era lo único que a ella le importaba de verdad de todo aquel trasiego policial.
El abogado cobraría un buen pellizco por no hacer nada y ella sería absuelta por su aparente buena fe.
Por supuesto, no reconoció a los presuntos árabes entre las fotografías del álbum de reseñas policiales que Flores le mostró como parte de la función teatral. El pacto se había sellado.
* * *
—Sonia… —dijo Flores atormentado con sus pensamientos.
—Dime. —Ella apartó la vista de la pantalla del ordenador y lo miró a los ojos.
—¿Te falta mucho?
—No, describo la entrega de las camisas y los cuadros a sus legítimos propietarios en la diligencia de remisión y ya está.
—Vale. ¿Qué haces después?
—Me largo a dormir, que trabajar contigo provoca insomnio.
Montagut, que los observaba desde su despacho de espaldas a Sonia, se llevó el dedo índice a la sien y con el pulgar imitó el gesto de caída del martillo en un arma imaginaria. Con otro gesto de manos achuchó al cabo para que se lanzara a la piscina de una vez. Como respuesta, Flores le mostró el dedo corazón en alto.
—Lo siento.
—Nada, es broma —dijo ella, ajena a toda esa comunicación no verbal entre los dos hombres—. ¿Por qué lo preguntabas?
—No, por nada, curiosidad.
—La curiosidad mató al gato, cabo.
—Ya…
—Hay que ver lo que te cuesta soltar las cosas cuando no dominas el terreno que pisas. ¿Qué pasa, te ha dado plantón tu misteriosa dama?
—Más o menos. No importa, acaba eso de una vez; no quiero entretenerte. Después voy a ir a Sant Llorenç de la Muga para entregar este sobre al gitano. ¿Vienes?
Montagut sonrió, soltó aire, sacudió las manos y negó con la cabeza en señal de aburrimiento.
—Por supuesto, Flores, contigo todas las estrellas tienen nombre, y eso no se lo pierde ninguna mujer.
E
sta vez, la noche no estuvo del lado de aquel solitario y redomado hombre de negocios. La suerte tampoco dio frutos, pero el bingo de La Jonquera siguió entreteniéndolo cada día. Eran algo más de las diez de la noche cuando subió al Audi A100 negro al que tanto amor prodigaba. La soledad era mala compañera, pero una digna adversaria contra la que costaba luchar sin un euro en el bolsillo. El frío del Empordà cortaba la cara en rachas de viento inestables; allí adentro el mundo tenía otra temperatura. El motor aulló a la primera vuelta de llave y el cambio automático se encargó del régimen de vueltas tras poner la palanca en directa. El camino a su casa estaba plagado de putillas bañadas en sudor de camionero. Las luces intermitentes de los clubes de alterne llamaban a sucumbir al bragueteo de los jóvenes atrevidos, pero él ya no era uno de aquellos jovenzuelos sin miramientos de antaño. Sumido en sus pensamientos, el hombre de negocios huecos no se había dado cuenta de que dos vehículos lo seguían desde el aparcamiento del bingo.
Vivía en una casa unifamiliar, tan vacía como su propia vida. Antes de ser recibido por la indiferencia de esa soledad que le aguardaba debía ascender por una pequeña carretera local que comunicaba el núcleo de La Jonquera con la urbanización en la que residía. La conducción era mecánica, repetitiva y soporífera. Se dio cuenta de que algo pasaba cuando ya no pudo hacer nada para evitarlo.
El Ford Escort que lo adelantaba se cruzó en su camino y lo despertó bruscamente de sus cavilaciones. De aquel coche salió un solo individuo, pero pudo darse perfecta cuenta de que otro se encontraba al volante. Un golpe en la parte de atrás consiguió acelerarle el pulso. Por el retrovisor pudo ver que otro coche le cerraba el paso en la retaguardia y un tipo le gritaba desde su lado, al pie de la calzada. El que había salido del Ford se adelantó a los faros del Audi. Llevaba la cara cubierta con una ridícula imagen del monstruo de Frankenstein, le apuntaba con una pistola y gritaba algo que no alcanzaba a comprender. El otro hombre, el que se encontraba junto a su puerta, golpeó con fuerza el vidrio de la ventanilla, que estalló en miles de pedazos sobre su cuerpo. Alguien lo cogió del pelo y lo arrastró fuera del coche. Otra persona le puso el cañón de una pistola en la cara, contra el suelo, y notó claramente cómo le registraban. No encontraron más que su cartera vacía, los euros se había quedado atrás, en el bingo, pero eso ellos no lo sabían. Le golpearon y le exigieron dinero. El hombre de negocios balbuceó que no tenía nada, que lo había perdido todo en el bingo. La primera patada de verdad le estalló en los testículos. Aquel pobre desgraciado boqueó tratando de morder el aire condensado de su propio miedo. Oyó que los hombres chillaban. Registraron el Audi mientras él seguía en el suelo, llorando y tosiendo su fortuna. Uno de ellos apuntó con su arma y le exigió, una vez más, dinero. El hombre respondió moviendo la cabeza de un lado a otro. Antes de oír el disparo acertó a comprender que la voz le maldecía una y mil veces.
* * *
Cuando se oyó el disparo, el policía local orinaba entre unos arbustos, en la parte trasera del supermercado La Tortuga.
—¿Qué coño ha sido eso?
—Ni puta idea, pero acaba de una vez que vamos a ir a ver —respondió su compañero desde el vehículo patrulla.
Llevaban unos minutos en el aparcamiento del supermercado. Habían visto subir tres coches unos momentos antes de escoger el lugar en el que echar la meada. No eran visibles porque habían estacionado entre dos camiones y habían apagado las luces, tanto las de posición como las fijas azules del tejadillo; era una forma discreta de aliviar la vejiga en medio de un servicio ordinario de patrulla nocturna.
—Alguien habrá reventado una rueda —aventuró el policía abotonándose el pantalón azul de campaña.
—Seguro, a ver si podemos echar una mano —respondió el otro.
Arrancaron el vehículo policial y encendieron las luces de cruce y el rotativo azul de posición para alertar de su presencia a quien pudiera estar necesitado en el camino, más arriba.
* * *
—¡Qué coño has hecho, cabrón! —gritó uno de los atracadores desde el Ford Escort.
—Este hijoputa no quiere decir dónde tiene la pasta —respondió cabreado el Cojo Manteca.
—¿Te lo has
cargao
?
—No, sólo le he pegado un tiro en un pie. Se quedará cojo para toda su puta vida, como yo.
—¿Y la pasta?
—Pues me lo va a decir ahora mismito, ¿verdad hijoputa? Porque no quieres perder los
güevos
de un tiro, ¿a que no?
—Manteca, que sube la pasma. ¡Hay que largarse! —pidió nervioso el otro que guardaba la retirada.
—¡Me cago en tus muertos! ¡Ni nombres ni motes, joder! —dijo al ver como las luces fijas azules del coche patrulla se acercaban poco a poco—. Será cosa de la mala suerte que no levantamos cabeza, ¡hostia santa!, que no hemos vendido una escoba.
El cojo le dio una nueva patada en el estómago al pobre empresario, que se agarraba el pie destrozado.
—Venga, que nos vamos. Cada uno a su coche y
parriba
. ¡Venga, coño! —gritó despabilando a sus compañeros. Rodearon el cuerpo y el Audi y salieron a toda velocidad en el momento justo en que la patrulla de la policía local de La Jonquera iluminaba el escenario con los enormes faros del Nissan Navara.
* * *
El agente detuvo el Nissan a escasos metros del cuerpo sangrante que se retorcía en la calzada. El Audi presentaba las puertas abiertas, las luces encendidas y el motor en marcha. El conductor hizo amago de salir del coche patrulla pero la orden de detenerse de su compañero atajó el intento.
—Espera un momento. No me fío.
—¡Joder, Mega, que el tío ése se está desangrando, fíjate cómo está el suelo de sangre!
—¡Espera un momento, hostia! —El agente bañó la escena con el foco auxiliar externo del vehículo, moviéndolo a los lados para asegurarse de que no hubiera nadie agazapado en la maleza. El conductor conectó las luces largas y se dispuso a bajar desoyendo la voz de precaución de su colega—. Hay que pedir una ambulancia. Tú vigila, por si acaso —le pidió.
El agente conectó la luz rotativa y alcanzó el botiquín de la parte de atrás. El otro policía desenfundó la HK, metió una bala en la recámara con un gesto ágil y caminó cubriendo la espalda del agente que ya se disponía a socorrer al herido.
—Está bien, señor, no se preocupe, no pasa nada. Ahora viene la ambulancia. —Miró a su compañero para que éste llamara de una vez al servicio sanitario—. ¿Puede decirme qué ha pasado? Este hombre tiene el pie destrozado, Mega.
Pasaron unos minutos desde la llegada de los agentes de la policía local al lugar de los hechos cuando apareció, por fin, la ambulancia y trasladó al herido al hospital de Figueres. La patrulla de los Mossos d’Esquadra llegó veinte minutos más tarde, como siempre. Las novedades pasaron de un cuerpo a otro, de un color a otro, de unos protocolos a otros, de una autoridad a otra; todo dentro del aforismo Policía de Cataluña. Eran las once y media de la noche.
* * *
El sargento Francesc Montagut miraba a su esposa desde su lado de la cama. Ambos estaban encarados y sonrientes, cosquilleándose, nariz contra nariz; respirando la pertenencia mutua y la promesa fiel de una vida sencilla. Sin decirse nada, jugueteaban a contarse los dedos de las manos en una caricia que sublimaba la ternura. Las pupilas invitaban a mundos desconocidos que ambos exploraban con pasión; la calidez de las velas dibujaba sombras danzantes que calmaban el espíritu y alimentaban el amor. El beso, tibio, casi un roce dulce que suponía una caricia al borde de la inmortalidad. Él le acarició la cara y… el teléfono sonó.
La magia no se diluyó enseguida, harían falta muchas resurrecciones y reencuentros en el libro de la vida para que eso pudiera llegar a suponerse. El teléfono los separó aquella noche igual que lo había hecho otras muchas. Ella le sonrió, sabía por qué sucedía: ambos eran policías.
—¿Sí? —respondió él al quinto tono.
—Lamento molestarte, bella durmiente, soy el jodido Flores, que viene a sacarte de tus ensoñaciones más calenturientas.
—¿Qué pasa?
—Tenemos a un hombre herido de bala. Nada grave, aunque tendrá que caminar con bastón el resto de su vida.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber el sargento ajeno ya al enfado previo que le produjo la molestia tecnológica.
—No está muy claro todavía. Parece ser que, esta vez, a los bandoleros de la careta de Frankenstein se les ha ido la mano. No hace falta que vengas si no quieres, están operándolo de urgencia y la cosa va para largo.
—Vale, iré de todos modos. ¿A quién tenemos en el lugar de los hechos?
—Están Gloria y el tontopollas de Casanovas. A mí me han llamado antes que a él porque en comisaría sabían que yo me encargaba de la investigación de los atracos. Les he dicho que él estaba de guardia y por tanto que lo llamaran también.
—Has hecho muy bien.
—Ya, bueno, que sepas que me importa un carajo que se encargue de las primeras diligencias; espero que no me quites el caso.
—Claro, hombre. Casanovas es un buen poli; no sabría meterse en la mierda como lo haces tú. No te preocupes por el caso. ¿Qué vas a hacer?
—Me voy a hablar con el Mega.
—Coño, Flores, ¿quién es ése?
—El agente del turno de noche en La Jonquera. El compañero es un interino que aún no ha consolidado la plaza. Han sido los primeros en llegar y socorrer al herido. Estaban cerca del lugar, oyeron disparos y al desplazarse para comprobar lo sucedido se encontraron con el pastel. Parece que han visto huir un par de coches del lugar de los hechos cuando ellos llegaban.
—Qué bien. Pasa a buscarme que vamos juntos.
—Oído, cocina. Tienes cinco minutos, sargento.
* * *
Flores recogió a su jefe al pie del portal de su casa. El sargento vestía de forma desenfadada, al contrario que Flores, que marcaba el tipo con un traje chaqueta de corte deportivo, muy elegante.
—Buenas noches, sargento.
—Por lo que veo eran buenas para ti.
—Lo eran, sí.
—Vale, no tienes ganas de hablar de eso. Hala, ponme al día del caso de los atracadores estos.
Flores contó al sargento las pesquisas de Domènec y Nadal relativas al caso. El asunto se había puesto en danza hacía cosa de una semana. Los fulanos acumulaban cinco denuncias por asalto en carreteras locales muy poco concurridas y a diferentes horas del día y de la noche. Actuaban con dos vehículos que utilizaban para cortar la circulación y la fuga y, a mano armada, atracaban a sus víctimas sin causar daños físicos ni materiales, hasta ese momento. Los atracos se habían perpetrado por cuatro individuos, dos de los cuales actuaban de conductores sin que llegasen a salir nunca de los coches. Todo sucedía muy rápido y casi sin que se obtuvieran detalles identificadores de los asaltantes, aunque Flores pensaba que la gente tenía miedo de contar toda la verdad por las posibles represalias. Lo más llamativo del caso, y lo que les serviría a ellos para inculparlos de todos los atracos cometidos, era que se cubrían la cara con una careta de Frankenstein.
—Eso será porque pueden tener antecedentes y saben que enseñaremos fotografías a las víctimas —se adelantó Montagut.
—Seguro, o para tratar de desvirtuar una posible rueda de reconocimiento llegado el caso de ser detenidos. ¿Qué juez va a montar una diligencia de ésas si las víctimas no les veían la cara? —confirmó Flores—. Lo que sí es chocante es que el que lleva la voz cantante es cojo.
—¿Cómo?
—Pues eso —respondió Flores riendo—, que el tío cojea una barbaridad. Parece ser que lleva una pierna ortopédica o tal vez tenga una pierna más corta que la otra, a saber. El caso es que es cojo.
—¿No será un defecto casual?
—Eso pensamos al principio, pero resulta que todas las víctimas declaran que uno de los atracadores cojea formalmente. Incluso uno de ellos cree estar seguro de haber visto que tenía una suela del zapato más alta que la otra, pero no está confirmado, así que simplemente lo tenemos en cuenta sin ceñirnos demasiado a ese indicio.
—¿Y tenemos a algún reseñado con esa característica?
—No. Ya llegamos.
Detuvieron el Nissan Almera en la misma plaza del Ayuntamiento de La Jonquera, tras la Nissan Navara de la policía local. No había peligro de molestar el tráfico en la plaza, a las tres de la madrugada no hay circulación en casi ningún pueblo del Empordà. En su viaje vieron dos controles policiales de seguridad ciudadana, nunca se sabía si los autores seguían moviéndose o no después de cometer un asalto. Las patrullas de Roses, Girona, Banyoles y Olot también fueron alertadas de la peligrosidad y virulencia de estos atracadores.