—Flores —llamó el sargento Montagut.
—Dime, sargento.
—Cuida de él, y no te pases que te empaqueto.
—Descuida, sargento, soy un policía íntegro, aunque un poco mal hablado, lo reconozco.
—Ya sabes a qué me refiero; en una hora toca interrogarlos, ya veremos qué nos dicen. A mediodía van al juzgado. No quiero que ése se haga daño al entrar o salir del coche.
Flores cargó al detenido en su coche policial, en el asiento trasero detrás del copiloto. Él tomó asiento a su lado. Domènec condujo todo el tiempo que duró el traslado, aunque no fue un trayecto muy largo. Algo vendría a empañar la resolución de aquel caso. Algo demoníaco.
* * *
—Su compañero está en peligro —dijo uno de los hombres detenidos que esperaban en el cementerio. Sonia y Nadal, que los custodiaban mientras el resto de agentes recogían indicios y realizaban fotografías, se miraron sorprendidos. Las unidades de soporte regional ya hacía rato que habían sido retiradas por sus respectivos servicios.
—¡Cállate! —ordenó el tercer detenido.
—¿Qué has dicho? —preguntó Rabassedas.
—El único que corre peligro es tu amigo —le aseguró Casanovas, acuclillado en el suelo frente a la olla de caldo que yacía sobre el hornillo.
—He dicho que vuestros compañeros, los que se han llevado a Belfegor, corren peligro. Van a morir.
—¿De qué coño vas? —insistió Rabassedas un tanto asustado por la tranquilidad con la que aquel hombre vaticinaba la muerte de Flores y Domènec—. ¿Qué es eso de Belfegor? Montagut, ven aquí, este tío dice que Flores va a morir.
—Belfegor es el nombre del demonio en abril —dijo el hombre mientras el sargento y Casanovas se incorporaban a la conversación—. Él es el Diablo, el príncipe de las tinieblas que ordenó la creación de un ministerio en Figueres para el que había que sacrificar a un bebé cuando la luna nueva del primero de mayo llegara.
—¡Me cago en la puta! —chilló Rabassedas—. ¿De qué cojones estás hablando, cabrón?
El hombre miró fríamente a Rabassedas y, con toda la tranquilidad del mundo, repitió:
—Esos policías están a punto de morir, les queda un minuto a lo sumo.
—¡Sonia! —gritó Montagut al verla correr hacia uno de los vehículos policiales—, espera, voy contigo. Acabad aquí de una vez. Casanovas, este caso me tiene hasta las narices.
—No hay de qué preocuparse, sargento, va todo según lo previsto.
—¡Nada va bien, Casanovas! ¿Has visto alguna vez a unos detenidos en el estado en que se encuentran éstos? ¡Acaba y a comisaría, ya!
* * *
Domènec observaba a Flores por el retrovisor. Éste, a su vez, escrutaba al detenido, tratando de atraer su mirada sin éxito. El tipo era esquivo, se miraba el estómago. De pronto empezó a eructar.
—¡Joder! Pero ¿es que os habéis tomado el caldo ese de verdad? Abre la ventana, Domènec, aquí empieza a hacer un calor insoportable y este guarro parece que va a echar la pota.
—No me extraña, ¿a quién se le ocurre meterse esa porquería? Oye, tío, deja de hacer eso, hombre.
El detenido sudaba copiosamente.
—Abre la ventanilla, Domènec, ¡joder!
El agente activó el mando que accionaba las ventanillas. El único lugar en un vehículo policial para poder hacerlo era una consola al alcance del conductor. Era una medida para evitar las evasiones en conducciones policiales.
—Este tío está muy caliente, Domènec. Avisa a la comisaría de que primero nos vamos al hospital, creo que está entrando en estado de shock.
—¡Qué mala suerte, hostia!
Al detenido le goteaba el sudor del pelo. Flores se quitó el suéter que le protegía del frío vespertino y alargó la mano para girarle la cabeza, que parecía colgarle inerte del tronco.
—¡Acelera, Dome, que éste se está muriendo!
—¡Pero si no le has hecho nada!
—¡Joder!
—¿Qué pasa?
—La cara se le está poniendo muy roja. ¡Para el coche!
—¿¡Cómo!?
—¡Que pares!
—¡No responde, Flores! ¡He perdido la dirección y el freno!
—¡Maldita sea mi estampa! ¡Salta del puto coche!
Después de un titubeo, Domènec saltó del vehículo policial. Dio varias vueltas sobre sí mismo y se perdió entre la maleza en dirección al río. Flores forcejeó un segundo con la puerta sin conseguir abrirla. Todos los vehículos policiales incorporaban un sistema de seguridad para impedir a los detenidos abrir la puerta desde dentro.
La vida se reflejaba en el parabrisas cuando se dio cuenta que todo parecía detenerse a su alrededor. Sacó su arma y disparó varias veces donde se suponía que debía estar el cierre de la puerta. Al mismo tiempo, golpeó con el pie para abrirla.
El accidente era irremediable. Allí enfrente, un árbol tendía sus brazos para atraparlos en un amasijo de hierro.
* * *
—Ya no pueden hacer nada por ellos —le dijo el hombre a los policías que lo miraban. Giró la cabeza en la dirección en la que se perdía el vehículo de Sonia y el sargento, con una sinfonía de luz azul y sirena. Antes de que el vehículo llegara a la carretera comarcal, un estruendo llegó de no muy lejos, carretera abajo. Una luz amarilla iluminó el cielo como lo hace un cohete al finalizar las fiestas patronales—. Demasiado tarde, se lo dije.
Rabassedas golpeó al detenido en el estómago, justo debajo del esternón. Al hombre se le salieron los ojos de las cuencas y se dobló en una exhalación de aire fétido. A su lado, el cabo Casanovas pensó que el mal aliento de los detenidos era debido al consumo de caldo de huesos humanos con más de 15 años de antigüedad.
Las mujeres comenzaron a gritar y a corretear por el cementerio; como perseguidas por un ejército de asesinos. El hombre golpeado se retorcía en el suelo, desesperado por capturar aire. Mientras, el otro se lanzó con la cabeza por delante y golpeó al agente Nadal en la cara. Su nariz se partió con un sonido que helaba la sangre. No pudo hacer nada más. Rovira, el mosso de inteligencia policial, le golpeó con una defensa extensible en las piernas, tras las rodillas. El detenido cayó boca abajo y lanzó dentelladas al aire, intentando atrapar al agente entre sus dientes. Rovira le puso un pie en el cuello para frustrar cualquier intento de volverse y hacer más daño.
Grau había atrapado a una de las mujeres mientras la otra seguía correteando con dos agentes detrás de ella. Al poco, todos los detenidos estaban tumbados en el suelo y en seguridad, es decir, con algún agente encima para limitar la movilidad.
Casanovas gritaba por la radio. Pedía a las patrullas que se dieran prisa en llegar y poder trasladar de una vez a aquellos locos. Ordenó a la sala operativa que le enviaran ambulancias y exigió tiempo al jefe de servicio de seguridad ciudadana, que le pedía respuestas sobre lo que sucedía. Su prioridad era informar al sargento Montagut, pero no respondía. En la carretera comarcal, que serpenteaba junto al río Muga, la radio de la policía se quedaba sin cobertura en muchos tramos.
Nadal era atendido por Rabassedas en el suelo. La sangre salpicaba su ropa y el mosso había perdido el conocimiento. Casanovas vio cómo lo ponía de lado, para evitar que la hemorragia lo ahogase. Después, le abrió la boca y lo liberó de la tensión mandibular con un ligero masaje en la cara.
En algún momento de la pelea, o tal vez en las carreras entre las mujeres y los policías, el fogón se había caído. La llama del camping gas, que aún no había sido apagada, había prendido en las ropas raídas del esqueleto recién exhumado. Los huesos aparecieron esparcidos y pisoteados en las inmediaciones; las ropas ardieron bien. Tan bien, que los pedazos de madera en los que se había convertido el ataúd, fueron una tea que alimentó la desesperación.
Fue un fuego miserable y fugaz, pero, dadas las circunstancias en las que ardió, resultó lo bastante macabro como para que el miedo se instalara en cuantos allí se hallaban.
* * *
El Nissan de Montagut se acercaba al enorme árbol que ardía al margen del camino. Era un fuego enorme. Un coche se quemaba en su base como si un demonio lo hubiera poseído. Sonia empezó a llorar. Detuvo el vehículo lo más cerca que pudo del árbol inflamado y se bajó. Impotente, se dejó caer de rodillas en el asfalto. El sargento la oyó balbucear el nombre de su jefe, y se dio cuenta de que aquella muchacha estaba enamorada del cabo Flores. Trató de consolarla. La tomó por los hombros. Ambos eran testigos de la ira del infierno.
Montagut se dio cuenta de que las puertas, delantera y trasera izquierda, estaban abiertas. No se veía nada ni a nadie en el interior, y era tal el rojo purificador que, aunque hubiera habido alguien, le hubiera resultado imposible verlo. Se lo dijo a Sonia y ambos abrigaron la esperanza de que, tal vez, Flores y Domènec hubieran saltado antes de la explosión. ¿Por qué si no las puertas del otro lado seguían cerradas?
Correteaban arriba y abajo. Se abrían en círculos concéntricos, desde el fuego hacia afuera. Sonia llamó al sargento Montagut desde la orilla del río. Cuando él llegó allí, encontró a Sonia auxiliando al agente Domènec, que se había roto una pierna y tenía numerosas contusiones por todo el cuerpo, pero estaba consciente. Sonia le preguntó sobre lo sucedido. Domènec acertó a contar que perdió el control del coche y Flores le ordenó saltar. Había imaginado que él también saltaría, pero no lo vio hacerlo. Todo había pasado muy rápido.
Sonia buscó por todas partes. Cuando llegaron las patrullas y las ambulancias, se llevaron a Domènec al hospital y Montagut subió a uno de los vehículos logotipados para volver al cementerio. Le habían puesto al corriente de lo que había sucedido allí. El sargento convino con Sonia que las posibilidades reales de encontrar a Flores y al detenido con vida eran nulas. Con ese fuego reduciendo a cenizas el vehículo policial del cabo, y la breve declaración de Domènec, había que imaginarse lo peor.
Ella no se dio por vencida y siguió buscando junto a dos agentes del grupo rural de la comisaría de Roses que se habían desplazado para ayudar en lo que pudieran. Ese día, todas las patrullas disponibles en la comarca, doce vehículos policiales y veinte agentes, estaban en el infierno. Flores no apareció.
* * *
La comitiva policial circuló lentamente. Las luces azules rotaban en los tejadillos de los vehículos. Los detenidos eran trasladados en ambulancia después de haber sido sedados. En cada ambulancia viajaban dos mossos de custodia y se intercalaban entre los vehículos policiales.
Al paso por el incendio provocado en el accidente de Flores, Montagut recogió a Sonia. El fuego, extendido a la vegetación, aún no había sido sofocado. Los bomberos decían que allí no encontrarían nada más que cenizas y hierros retorcidos; ni siquiera un forense podría decir cuántos cuerpos se habían calcinado allí dentro. Una grúa esperaba ya para llevarse el vehículo de Flores al depósito. El gabinete central de policía científica tendría que realizar una inspección ocular minuciosa para esclarecer las causas del choque.
Sonia estaba silenciosa y con la mirada perdida al frente.
* * *
Al llegar al pueblo de Pont de Molins, donde el río se ensanchaba y perdía velocidad, Montagut pudo comprobar que la comitiva se detenía y un agente bajaba de su vehículo. El sargento aceleró su coche y adelantó la larga procesión de luces centelleantes hasta la primera posición. Frenó el coche y se quedó con la boca abierta.
Sonia ya había saltado del coche patrulla y corría por la carretera; Montagut la imitó sin dar crédito a lo que veía. Mientras corría, ordenó por radio que trasladaran a todos los detenidos y heridos sin detenerse. Sonia llegó un momento antes que él y se abrazó a Flores. Por alguna extraña razón del destino, el cabo había conseguido saltar del coche y había arrastrado con él a su detenido. Ambos habían caído al río y la corriente había hecho todo lo demás. Montagut jamás lo había visto en un estado tan lamentable, pero vivo y consciente.
—Este pobre diablo necesita un médico. —Flores señaló al detenido, inconsciente en el suelo. Después, se derrumbó sin sentido sobre Sonia, envuelta en un tembloroso llanto de risas y lágrimas.
E
l camión había llegado a la frontera española de La Jonquera con un ruido tremendo en la transmisión. Hans no sabía cuántos kilómetros más podría realizar con aquella tractora antes de que se detuviera definitivamente. Maldijo su suerte porque aquello iba a retrasarle más de lo previsto. Ya se había hecho a la idea de que no cobraría el plus por llegar antes, pero ser penalizado por llegar tarde convertía aquel viaje en una porquería.
Tan sólo unos pocos kilómetros más adelante, Hans detuvo el camión. Aquel ruido no tenía buena pinta y se arriesgaba a gripar el motor. El lugar le pareció adecuado para abandonar el remolque y desplazarse sin carga hasta Girona, donde había un servicio Scania en el que poder reparar la transmisión. No creyó necesario informar a su central en Fráncfort porque, si tenía suerte, tal vez consiguieran solucionar la avería sin demorar mucho el viaje.
Hans volvió dos días después. El servicio técnico español de Scania resultaba tan pobre de recursos como se había temido. Al llegar a aquel pequeño descampado junto a la carretera Nacional II en el que había dejado el remolque, lo primero que vio partió en dos su carácter de hielo: el precinto de plomo que sellaba las puertas, y tras ellas la mercancía, había sido roto. Las puertas estaban cerradas con su sistema de cerradura exterior, pero ésta se hallaba forzada. Lo peor llegó cuando comprobó que, tal y como ya había supuesto, le habían robado parte de la carga.
Después de no pocas llamadas a su jefe, Hans recibió la visita de una patrulla de policías. Le pareció raro ver a aquellos agentes vestidos de azul llegados en un vehículo policial de color blanco, puertas azules y motivos en rojo sobre el fondo blanco. Chapurreando español, les preguntó por la Guardia Civil. En poco más de un par de minutos se enteró de que la policía en Cataluña estaba cambiando; ahora todo estaba en manos de ellos: los Mossos d’Esquadra.
Hans refirió a los agentes su procedencia, la avería de la transmisión del camión y el abandono del remolque hacía dos días para poder reparar la tractora. Les mostró el débil sello plomizo y la sencilla cerradura, forzada, de las puertas de la caja. Los policías tomaron nota del documento de transporte de mercancías CMR y rellenaron una denuncia con el mínimo de detalles. Su copia, de color azul, le bastaba para continuar su camino hasta Bilbao con el resto de la mercancía. No sabía qué otras aventuras le aguardaban en ese campo de patatas al sur de los Pirineos, como refirió a su jefe, pero quería ir y volver sin demorarse más. Jamás le había gustado España, pese a ser un país europeo.