Códex 10 (14 page)

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Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

Dejó a sus amigas en sus respectivos domicilios y se enfrentó a la dificultad de encontrar aparcamiento libre en su barrio. Sumida en sus pensamientos, a punto estuvo de provocar un accidente con otro vehículo que circulaba con preferencia en una intersección. No pudo ver la cara del conductor, pero sí sus gestos de interrogación ante lo que pudiera haber sucedido. Se disculpó por señas y, avergonzada continuó hasta el semáforo, que encontró en rojo y con otros dos coches detenidos en él.

La música «maquinera» que emitían los dos vehículos hacía juego con el tuneado que lucían. Parecía un grupo juvenil numeroso que se dirigía a un mismo destino; ambos coches estaban cargados de chicos gritones, uno de los cuales empezó a hacer muecas obscenas al ver que Amanda se detenía tras ellos. Todos miraron en su dirección, alertados por el chaval, y un aluvión de bromas llegó desde ambos vehículos.

Cuando el semáforo se puso en verde, los muchachos increparon al conductor de otro coche que les hacía luces desde detrás de ella. Por el retrovisor, Amanda no acertó a distinguir la cara del hombre que les conminaba a poner los dos vehículos en marcha y dejar el paso libre. A pesar de que la imagen del samaritano aparecía deformada por la torsión del pequeño espejo, Amanda supo enseguida que se trataba del mismo vehículo con el que había estado a punto de colisionar un momento antes.

Sonrió para sí y levantó la mano en señal de agradecimiento silencioso. Puso primera y salió de aquel atolladero tan pronto como uno de los coches que la precedían se apartó a un lado. Al pasar junto al otro vehículo, que parecía esperar su paso, los tres chicos que lo ocupaban le mostraron la lengua, en señal inequívoca de lo que les encantaría hacerle, como si ese gesto supusiese motivo de excitación para una mujer.

No sintió por los jóvenes más que una ligera pena por su memez. Los olvidó unos pocos metros más allá y se concentró en la conducción.

Dispuesta a perderse entre las calles de la ciudad, empezando por las más cercanas a su domicilio, celebró la suerte de encontrar aparcamiento tan cerca de casa. Eso sucedía muy pocas veces, así que no perdió el tiempo en mirar si cabía el coche o no. A fuerza de maniobras consiguió encajar el pequeño Subaru entre un Land Cruiser y un Golf. Acabado el ritual de echar el freno de mano, aflojar el cinturón, apagar las luces y sacar las llaves del contacto, recogió el bolso del asiento de al lado y salió del vehículo para cerrar la puerta tras de sí con un ligero apretón del mando a distancia.

Apenas la separaban dos calles del portal. No había nadie en la calle, al menos no se lo pareció; por eso se sorprendió cuando la empujaron por la espalda hacia el interior de la escalera, al poco de girar la llave en la puerta. Cayó de bruces en el amplio vestíbulo, apenas iluminado desde el exterior. No le dio tiempo a encender la luz de la escalera, y la luz de la farola se derramó por el contorno de un hombre sin identificar. Al darse la vuelta en el suelo, se encontró con la imagen cruda de lo que estaba a punto de suceder. Como pudo, se escabulló hacía atrás con las palmas de las manos y los pies hasta topar con los primeros escalones y el espejo de la pared. Había perdido un zapato en la caída y se había lesionado una muñeca. El hombre se tapaba la cara con un pasamontañas negro de motorista y la miraba desde lo alto, amenazador, con un cuchillo en la mano. Lloró en silencio, casi sin darse cuenta de que lo hacía. Pensó que iba a matarla al instante con aquel cuchillo de monte. Sin embargo, se limitó a exigir silencio con la hoja del cuchillo en la boca. Después, con el arma, trazó un semicírculo en el cuello como muestra de lo que sucedería si no obedecía.

Apoyada en las primeras escaleras, perdió toda esperanza cuando el asaltante desnudó su miembro, erecto, entre los pliegues del tejano desabrochado. Blandió el cuchillo cerca de la cara de ella y recorrió sus labios, hinchados de rojo de tanto mordérselos. Le suplicó que no le hiciera daño, que se portaría bien, que no opondría resistencia, pero que no le hiciera daño. El hombre no habló; señaló la blusa y el pantalón. Amanda entendió lo que quería y se abrió la camisa de un tirón. Los botones saltaron por el suelo con una sinfonía de ecos en su carrera. No llevaba sujetador, sus pechos quedaron libres. Fascinado, el violador se acarició el miembro con una mano. Con la otra desplazó el cuchillo entre sus senos.

Se sentó a horcajadas entre las piernas y esperó a que ella, obediente, se desabrochara el pantalón. El llanto impulsivo lo incordiaba y la abofeteó. Ella se comió el orgullo, la libertad, el asco y los mocos para no enfadarlo con aquel cuchillo amenazador en su pecho.

El hombre la violó con un ritmo incontrolado. El dolor de cada embestida le producía un asco irremediable por cuanto abarcaba su mirada. Al fin lo sintió tensarse. Liberó un momento a su corazón de la amenaza del machete, necesitó apoyarse en el cristal de la pared y en la escalera para mantener el equilibrio de esa rigidez. Al silencio impuesto se sublevó con un sollozo y una arcada vacía cuando se sintió inundada de la repugnante esencia de aquel canalla. Eso lo enfureció de nuevo. La golpeó varias veces y la amenazó otra vez con la punta de la enorme hoja de metal en alto, dispuesto a hundírsela en el pecho, convulsionado por continuas arcadas. Le dolía el rostro abofeteado, pero más le dolía sentir el goteo de aquella asquerosidad entre las piernas cuando él se retiró de su interior. Se encogió como un feto y lloró amargamente, sin importarle ya lo que él hiciera.

Lo oyó moverse y jadear. Lo oyó golpearse con el espejo al volverse, y también al abrir la puerta un instante después. Se lo imaginó huyendo por la calle como el cobarde que era; quitándose la capucha y sintiéndose orgulloso de su acto machista. Allí encogida, Amanda no se atrevió a moverse por espacio de largos minutos. Destellos desde el exterior la sobresaltaban de vez en cuando; luces de vehículos abriéndose paso en la oscuridad de la calle. Esa calle silenciosa, parcialmente iluminada por la vieja farola, testigo silencioso del ultraje.

* * *

—Cuando aquella cosa dejó de resbalar entre mis piernas, recogí las cosas del suelo y subí a mi casa. Allí abajo se quedó mi autoestima y la mujer que fui antes de eso, que es lo que no he conseguido recuperar en toda la noche. Ojalá me hubiera matado.

—Doy por sentado que se habrá duchado usted —dijo Arnau Rabassedas después de que la mujer guardara silencio con la vista perdida en los últimos recuerdos—, pero ¿dónde está la ropa que llevaba puesta?

—En el contenedor de debajo de casa.

—Sandra, comisiona una patrulla de inmediato para recoger esos efectos, por favor —pidió el investigador a la mossa—. Que tomen todas las medidas para recogerla, recuérdales que nada de bolsas de plástico, que eso estropea las posibles muestras orgánicas, ¿de acuerdo? Que lo dejen todo sobre mi mesa.

La mujer policía salió del despacho para cumplir la orden del cabo Rabassedas.

—Amanda, tiene que intentar recordar los rasgos físicos de ese hombre. ¿Se siente con fuerzas para hacerlo? —ella asintió—. Bien, ¿cuál era el color de su piel?

—Podría ser un hombre blanco. Estaba oscuro, pero creo que tenía la piel clara. Aunque no sabría decir si era europeo o árabe, si es que se refiere usted a eso.

—¿Altura? ¿Complexión? —volvió a preguntar él al tiempo que asentía con la cabeza.

—Era un hombre alto, delgado pero no flaco, más bien atlético.

Arnau Rabassedas se puso en pie y pidió a Amanda que tratara de recordar si aquel individuo le pareció más o menos alto que él.

—Creo que un poco más alto que usted.

—Entonces rondaba el metro ochenta. ¿Qué puede decirme de la cara?

—Ya le he dicho que llevaba un pasamontañas de esos que utilizan los motoristas debajo del casco.

—Disculpe, me refiero a lo que no ocultaba la prenda: los ojos, tal vez las cejas y la boca…

—El pasamontañas tenía dos agujeros que dejaban ver los ojos, las cejas y la boca. Los ojos eran de un color azul intenso. Las cejas me parecieron pobladas y oscuras. La boca era repugnante, grande, de labios finos y dientes enormes. Despedía olor a ginebra con coca cola y tabaco negro.

—¿Qué ropa llevaba, Amanda?

—Vestía un jersey azul marino o negro, no recuerdo bien, con cuello de pico y textura de lana fina. —Amanda tomó aire y en sus ojos aparecieron nuevas lágrimas. Se sonó antes de proseguir—. Los pantalones eran unos tejanos, con botones en la bragueta. ¿Qué colonia se pone usted, cabo?

—Hugo Boss. —El policía se puso colorado ante la pregunta.

—Muy común —repuso ella—. Él olía igual.

El mosso tomó nota de ese detalle e imprimió la declaración.

—Creo que, de momento, es suficiente, Amanda.

Miró al hombre por primera vez desde que empezara su historia. Se ofreció para lo que siguiera y firmó el documento impreso que éste le tendía. La denuncia era el primer documento que dotaba de oficialidad la vejación de la que había sido víctima. El drama seguía dentro de ella.

* * *

El cabo Arnau Rabassedas acompañó a Amanda hasta el hospital de Figueres, donde ya esperaba el forense para practicar la pericial física y la recogida de indicios que pudieran encontrarse aún en su cuerpo.

Se sintió asqueada de nuevo cuando aquel hombre de ciencia hurgó en sus entrañas. Tomó muestras de su interior con unos bastoncillos que después introdujo en unos depósitos estériles. Con un instrumento de dientes metálicos peinó el vello púbico y, con unas pinzas, recogió y empaquetó los cabellos sueltos. El doctor no se limitó a una exploración superficial, como se había imaginado ella en un principio.

Rabassedas la recogió a la salida de la consulta y le detalló lo que ya sabía del preinforme del forense. En la zona lumbar presentaba pequeñas contusiones como consecuencia de la caída y los roces sobre las escaleras. También las había en la cara interna de los labios vaginales y en los pechos. Tenía un pequeño corte en la comisura de los labios, causado por las bofetadas, y lo que el policía llamó equimosis digitadas en el cuello, que debieron de producirse cuando el agresor la sujetó fuertemente con la mano.

Él le propuso acercarse hasta su domicilio caminando; «el lugar de los hechos», lo había bautizado en su petición. Ella aceptó mecánicamente. Debía conducirlo por todo el recorrido que había realizado y tratar de recordar cualquier detalle, por nimio que éste fuera.

—¿A qué se dedica, Amanda?

El mosso trató de romper el hielo que había congelado la vida de aquella mujer. Pensó que intentaría ofrecerle cosas a las que aferrarse mientras la conducía por el torbellino de recuerdos de la noche anterior; aquella ruta que, de buen seguro, no volvería a trazar jamás.

—Soy traductora de textos. Traduzco, sobre todo, obras literarias de varios idiomas: castellano, catalán, inglés y francés.

—¡Guau! —Rabassedas cayó en la cuenta de que pasaban junto a una entidad bancaria y se detuvo un momento. Estaban muy cerca del domicilio de la víctima.

—Bueno, tampoco es que sea un trabajo tan importante, pero me da lo justo para mantener cierta independencia. No hace falta que exclame después de cada cosa que diga, eso hace muy artificial este extraño paseo.

—Claro, disculpe. —Su interjección había sido motivada por el monitor de seguridad del cajero automático, pero no quiso insultar la inteligencia de la chica con ese detalle—. ¿Seguro que pasó justo por aquí?

—Sí, ¿por qué?

—Nada importante —contestó al reanudar la marcha—. En la esquina hay un bar, ¿estaba abierto anoche?

—No, sólo abren hasta las diez, y yo pasé por aquí entre la una y media y las dos. Ya llegamos.

Amanda señaló un moderno portal cerrado con una pesada puerta de madera de roble.

—Volviendo al tema de las traducciones, ¿trabaja en casa?

Amanda terminó por contar al investigador que realizaba su trabajo en una oficina situada en la Rambla de Figueres, frente al Museu del Joguet de Catalunya. Solía trabajar en horario partido, aunque disponía de flexibilidad horaria, como en muchos otros trabajos creativos. Tenía trato con mucha gente, aunque acostumbraba a trabajar aislada del mundo para concentrarse en su función. Vivía sola. Sus relaciones con hombres podían calificarse de normales tirando a escasas.

—Parecido a la vida de un escritor. —Trató de entender él.

—Exactamente como un escritor: soledad y silencio. Mucha actividad social en momentos claves y más dosis de intimidad. ¿Escribe usted?

—Me temo que no, pero me gusta leer. Amanda, ¿podemos tutearnos?

—Claro, ya empezaba a sentirme incómoda con tanto formalismo.

—Verás, me ha dejado preocupado un detalle de tu relato.

—No me asustes.

—No, mujer. Me sorprende y preocupa sobremanera que el asaltante no te hablara. Eso podría significar que os conocéis y no quería que le reconocieses por la voz. En definitiva; por tu descripción, ¿crees que podría tratarse de tu amigo Ferran?

—La verdad es que yo también lo había pensado, pero no creo que ese tipejo, que no es amigo mío, se atreva a una cosa así.

—En mi trabajo diario veo cosas más inexplicables, te lo aseguro. Sólo dime si el agresor encaja en su descripción.

—No lo sé. Ferran es un tipo delgado y, éste, aunque también parecía delgado, era de constitución fuerte. No creo que sea él.

—Está bien, de todos modos lo comprobaremos.

—¿Debo preocuparme?

—Yo diría que no, podría ser cualquiera, pero llámame si vieras que alguien sospechoso te sigue, especialmente ese Ferran.

Arnau Rabassedas le entregó una tarjeta de la comisaría con su teléfono, nombre y cargo.

—No voy a salir de casa en una semana.

Se sintió más tranquila cuando él le aseguró que el agresor caería. El mosso parecía experimentado de verdad en casos como aquél. Toda la investigación se haría en torno a las muestras recogidas en sus prendas y en lo que diera de sí la inspección ocular que ya se había realizado en la escalera. Esos datos eran un buen punto de partida; sería cuestión de horas que tuvieran un sospechoso.

Ella quiso despedirse de él en el portal, pero el policía insistió en subir hasta la misma puerta del domicilio. La instó a hacerse acompañar por alguien durante unos días, hasta que adquiriese seguridad para andar sola de nuevo. Amanda declinó la oferta, no disponía de familia cercana y no quería preocupar a sus amigas.

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