Códex 10 (7 page)

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Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

—¿Vive usted sola, señora Francisca?

—No, vivo con mi marido. ¿Por qué?

—Bueno, por nada en particular, como viene usted sola…

—Es que a él no le he dicho nada, no vaya a ser que se enfade, no sé si me entiende usted, joven.

—Venga, volvamos al asunto del agresor. ¿En qué dirección se fue?

—Mire, ¿usted conoce la calle donde yo vivo? —Asentí mientras comprobaba de soslayo que la dirección de la mujer en el DNI se correspondía con el lugar donde había sido atacada—. Pues me cogió el cinturón del bolso por detrás, estiró fuerte y se fue corriendo hacia el parque.

—Se quedaría usted muy sorprendida y asustada.

—Pues fíjese que aún no me he quitado el susto de encima. —Volvió a abanicarse como para dar fe de lo que decía.

—¿Gritó usted al hombre ese? ¿Pidió ayuda?

—¿Gritarle? No.

—¿Acudió alguien en su ayuda? ¿Algún hombre que hubiera por la zona?

—No. No. Me he venido enseguida para aquí.

El timbrazo del teléfono rompió el silencio momentáneo en el que había caído la entrevista. Flores, que lo estaba escuchando todo, quiso saber si la señora tenía alguna lesión, y después me dio instrucciones precisas que yo no me atreví a discutir. Me daba a mí que la tarde volvía a ensombrecerse otra vez.

—Señora, ¿cómo era su bolso? —pregunté cómo el que no quiere la cosa.

—¿Es que lo han encontrado?

—Puede ser. Explíqueme cómo era.

—Pues era un bolso normal, de señora. De color marrón oscuro y grande. —Separó las manos para mostrar un espacio vacío de unos veinte centímetros de ancho por treinta de altura—. Estaba ya muy viejo y con el cinturón cosido en la hebilla. Me lo regaló mi hijo, el de Madrid, hace cosa de diez años. Estuvo en casa por Navidad y lo trajo de regalo.

—¿Y donde solía guardarlo usted cuando estaba en casa?

Ella me miró de medio lado. Con seguridad, se preguntaba adónde quería yo ir a parar, y es que los años la habían convertido en una astuta ancianita que las ve venir de lejos.

—Pues en una percha que tenemos en la entradita de la casa, como todo el mundo, supongo yo.

—¿Cuándo sacó usted el dinero del banco para pagar al dentista?

Pareció sentirse más cómoda con esta pregunta, que salía de su casa y se refería directamente a los 300 euros. Sus ojillos denotaban un brillo especial que no había percibido antes, parecían hurgar en su cerebro en busca de la respuesta acertada.

—No eran dineros que hubiera sacado del banco, al menos no así de golpe como usted quiere decir. Yo los iba ahorrando poco a poco, lo sacaba de la comida y, cuando tenía 300 euros, se los llevaba al dentista, y ya está. ¿Me va usted a dar un papel de la denuncia esta?

—Pues sí, en cuanto la cumplimentemos le daré una copia.

—Es que como no le veo escribir nada…

Miré por la ventana que separaba el locutorio del resto de la oficina y vi a Flores con los brazos cruzados en actitud de escucha. Al apercibirse de que yo lo buscaba con la mirada asintió con la cabeza en señal de aprobación; entendí que había llegado el momento de ser malo.

—Señora Francisca, antes de escribir la denuncia, mi compañero y yo vamos a ir con usted hasta su domicilio. Usted nos enseñará dónde suele guardar el dinero que ahorra y dónde tiene costumbre de colgar su bolso cuando está usted en casa.

Al terminar la frase me levanté de mi butaca tras la mesa y recogí los papeles en los que había tomado cuatro notas contadas. Ni miré a la anciana, que sopesaba lo que estaba sucediendo sin llegar a entender nada y sin mover ni una arruga de su asiento.

—Pero no podemos ir a mi casa —balbució—. Mi marido está allí y no sabe nada.

De poco sirvió que yo intentase calmarla. Le aseguré que nosotros explicaríamos a su marido lo que le había pasado para que no se enfadase con ella. La señora comenzó a sollozar, suplicando que su marido no se enterase. Aseguró que ya le contaría ella, a su manera, que le habían robado los 300 euros, pero no quería llevar a la policía a su casa. La verdad es que los sollozos eran secos, más una rabieta de niña mala para convencer que pura pena. En ese momento entró Flores, que para estas cosas tenía un acierto de francotirador. Con las llaves del coche en la mano, informó que ya tenía el vehículo policial en la puerta para trasladar a la señora a su domicilio.

El golpe de efecto fue magistral. La señora Francisca se derrumbó y reconoció lo que ya sospechábamos desde hacía un rato: todo había sido una invención. Una vecina de la señora Francisca, más arpía que amiga, la había engatusado con la idea de que, si denunciaba un tirón, el seguro de la casa le daría los 300 euros supuestamente robados.

No quería ir a casa porque había salido un rato antes. Le había dicho a su marido que iba a casa de la nefasta vecina y que volvía enseguida. El bolso colgaba detrás de la puerta, como siempre, pero era verdad que debía pagar al dentista por una prótesis. No disponía del dinero y por eso inventó el robo, tal y como le habían aconsejado.

Se deshizo en disculpas y Flores se retiró a su puesto tras la pantalla del ordenador, a seguir el tedioso relato en su atestado policial.

Acompañé a la fresca señora Francisca hasta la salida y, ante la mirada inquisitiva del cabo Rovira, le invité a preguntar directamente al cabo Flores, que era el que sabía del asunto. Entre perros no se muerden.

El día de los Inocentes


J
osé murió con sólo seis meses de edad. Lo enterramos en un ataúd pequeñito y blanco en el nicho de nuestros vecinos, que amablemente se prestaron a ofrecernos en cuanto supieron que no teníamos seguro de decesos ni medios de vida suficientes para pagarlo. El día del entierro llovía, igual que el día en que murió. Aún lo recuerdo en su cunita dedicándome risas desde su inocencia. Fue un niño precioso que la furia de la vida no quiso estropear. José se fue para dejarnos solos a los tres: mi marido, el hermanito de José, de tres añitos, y yo misma.

»La vida no se portó conmigo todo lo bien que cabía esperar. Perdí a mi padre cuando tenía tan sólo cuatro años. Mi madre se hizo cargo de seis hijos a los que no podía alimentar, así que nos tocó a todos arrimar el hombro para sobrevivir. A los 16 años fui violada entre sudor rancio y aliento de botella. La desgracia que se cernía sobre mi pequeña estatura se erigía como un buitre que espera verte caer para desollarte. El recuerdo de los últimos minutos de vida de mi hijo José se expande en mi cabeza como la niebla de Vigo en la mañana que vi partir a mi padre hacia un naufragio seguro del que no volvió jamás.

»Antonio, mi marido, lo pasó mal con la muerte del pequeño. José era su hijo carnal, mientras que Jonatan era fruto de un matrimonio frustrado con un drogadicto amigo de mi hermano, también echado a perder. Un juez nos quitó la custodia de Jonatan de forma cautelar hasta que se aclararan las circunstancias de la muerte de José. El crío murió entre borbotones de sangre y con la carita azul. Era epiléptico, como Jonatan, y el forense de Vigo certificó su muerte como parte del proceso de la enfermedad. De la autopsia se destacó que en las vísceras del pequeño había restos de anfetaminas. Atribuí aquel descubrimiento al «perro» de mi hermano, como no podía ser de otro modo. Las autoridades estudiaron el caso y finalmente aceptaron la muerte natural de mi niño como la causa de toda nuestra desgracia.

»Cuando nos entregaron a Jonatan, mi marido recogió los pocos trapos que llamamos ropa y los metió en un destartalado Renault que a duras penas nos trasladó hasta Figueres. La madre de Antonio vivía en La Jonquera, separada de mi suegro y unida sentimentalmente a un italiano de pocas palabras. Allí había trabajo bastante para poder empezar una nueva vida los tres.

»Se acercaba una nueva Navidad, lo que facilitó que Antonio comenzase a trabajar en un restaurante al día siguiente de alquilar un piso viejo, de dos habitaciones, en el barrio del Bon Pastor. Él no acababa de superar la muerte de José. Continuamente hacía referencia a que, si hubiera muerto Jonatan, para él las cosas serían más fáciles. Amaba a mi hijo como si fuera suyo, pero razonaba la cruel verdad de la distancia sanguínea. Bebía en exceso y cada vez llegaba a casa más tarde.

»Yo iba perdiendo al amor de mi vida, se le olvidaba hasta lo poco que quedaba entre nosotros. Su madre se quedó varias noches con Jonatan, al que acogió como a un nieto sin mayor problema que el de la melancolía que embargaba a su hijo. En esas noches salimos y nos divertimos. Antonio necesitaba llenar su hastío con fiestas, risas y alcohol; yo después le procuraba todo el sexo que una mujer enjuta de 22 años puede darle a un hombre grande y fuerte de 30.

»En nuestro nuevo hogar de Figueres, Jonatan tuvo sus primeras crisis de epilepsia en cuanto se percató de que lo dejábamos de lado para salir. Con tres añitos, solía preguntarme ya si lo queríamos mucho. Cada día me daba más cuenta de lo desgraciadito que sería mi niño en esta vida.

»La relación de pareja empezó a ir mal del todo esa Navidad, cuando José faltó por vez primera. No pudimos dejar a Jonatan en casa de mi suegra y Antonio tuvo que trabajar en el restaurante. Vi pasar las fiestas sola. Sola con Jonatan, a la espera de un marido cada día más distante que llegaba del trabajo cada vez más tarde; o más temprano, según se mirase desde la noche o desde la mañana. Papá Noel se olvidó de Jonatan y estábamos seguros de que los Reyes Magos aportarían más penita a una criaturita de tres años que no entendía qué hacía en este mundo.

»Antonio estaba harto de aburrirse a nuestro lado. Yo me sentía morir con cada mirada esquiva. Lo imaginaba en brazos de alguna puta alegre que le diera momentos felices. Me decía que me amaba con palabras tiernas susurradas al oído, palabras que me transportaban a un paraíso que no existía cuando abría los ojos a la cruda realidad. En algún momento después de esa fiesta familiar en la que mi familia estaba tan lejos, me dijo que el día 28 no vendría a dormir. Sería la primera vez que faltaría su calor en la cama. Nuestra cama.

»El 26 de diciembre Jonatan lloró tanto que la convulsión llegó escondida tras las lágrimas y los jadeos. Se cayó al suelo, con violentas convulsiones, como siempre que tenía un ataque de epilepsia. Practiqué las maniobras habituales de primeros auxilios para evitar que se lesionase ante la mirada imaginaria de mi marido, impasible por lo que sucedía, sólo que él no estaba allí para poder reprocharme nada. Aquellas discusiones sólo existían en mí porque él, maldita sea, ni siquiera estaba para mirarme con odio.

»Cuando reaccioné como una mujer de 22 años, Jonatan jugaba con sus cochecitos del todo a cien. No sé cuanto tiempo estuve desconectada de la realidad, pero el crío ya no tenía ningún síntoma de la crisis. Me miraba con pena, y preguntaba con su carita de ángel si me encontraba bien. Como tantas otras veces desde que llegamos a Figueres, le mentí, le dije que estaba perfectamente y que su papá estaba trabajando pero que pronto llegaría a casa. Me fijé en que el reloj marcaba las diez de la noche y descubrí, por primera vez en varios meses, que toda mi vida volvía a ser un asco. Y por si fuera poco obligaba a mi hijo a sufrirla conmigo. Si las cosas siguen así, él y yo nos veremos solos, abandonados y de regreso a Vigo, con lo puesto.

»A mi relación con Antonio le queda lo justo para reaccionar u olvidarme completamente de él, ese era un momento para actuar en serio y apartar de mí ese abandono.

»Por prescripción médica, no podía ahorrarme el viaje al hospital comarcal de Figueres para que comprobasen que a Jonatan no le habían quedado secuelas de su último ataque epiléptico. Nos enfundamos en chaquetas de vivos colores; me armé con la cartilla de la seguridad social y mi cartera con un billete de cinco euros en su interior y nos fuimos a urgencias. Nos atendieron enseguida. La doctora era una muchacha joven, mayor que yo, aunque yo pareciera una viejecita a su lado con mi rebeca negra cruzada al pecho y una falda, también negra, casi hasta los pies. Después de enumerarle el historial clínico de Jonatan y referirle la crisis epiléptica reciente, la doctora Sugrañes decidió ingresarlo a pesar de estar asintomático. Según el protocolo, Jonatan se quedaría en el hospital 48 horas en observación, y yo con él. Antonio tendría el camino libre para dormir fuera de casa; ese día y todos los que quiera hasta que dieran el alta al pequeño, después de eso me esperaba cualquier cosa por su parte.

»Por la mañana, otra doctora confirmó el ingreso y visitó a mi hijo. Él estaba contento y jugaba con todos los niños de la planta como si nada le pasase. ¿Cómo explicarle que su padre estaba a punto de abandonarnos? Antonio apareció pasadas las cinco de la tarde de ayer. Traía cara de no haber dormido mucho y se excusó con la cantidad de trabajo que tenía en el restaurante. Yo traté de atraerlo hacia mí, pero me apartó con un gesto suave y jugó con el niño al veo-veo. Una hora más tarde decidió que debía marcharse a trabajar otra vez. En el pasillo, discutimos un poco por culpa mía; le eché en cara que no se quedara más tiempo, que se escabullera como una rata para regocijarse con sabe Dios quién. Él me dijo, no por primera vez, que estaba harto: quería volver a vivir. Por unos momentos recordamos los fugaces días de nuestro primer encuentro y una sonrisa se dibujó en sus labios. Para mí es el hombre más guapo del mundo, y lo perdía. La sonrisa duró sólo unos segundos, parecía un dibujo velado en un cristal, tanto que me negó que ésta hubiera aparecido en su rostro. Me pidió que esa noche no lo llamara, que después del trabajo iría a casa de unos compañeros a celebrar una fiesta. Anunció que, la noche de Fin de Año, su madre no se quedaría con Jonatan, pero que él no pensaba perderse la entrada a una nueva vida y por eso la pasaría con sus amigos mientras yo lo esperaba en casa, limitándome a ver la felicidad de la gente en ese otro mundo que no existe: la tele.

»Se fue sellando una sentencia de separación con su silencio en la mirada. Lo perdía, sí, no cabía duda. Perdía al amor de mi vida, al único hombre con el que he sido feliz. Me sequé las lágrimas y moqueé en el pañuelo antes de volver a entrar en la realidad de la habitación en la que mi hijo jugaba con su compañero de habitación.

»Jonatan dormía mientras él se revolcaba en los brazos de una puta, seguro. Yo no he conseguido cerrar los ojos, de hecho durante un rato ni siquiera he pestañeado. Óscar, el niño de la camita de al lado, no tenía una mamá que le velara el sueño; yo no he ido a casa ni a cambiarme las bragas. Por detalles como ése me sentí la mejor madre del mundo al no separarme de mi niño; me creía tan sucia como vacía, y me daba igual. No conseguía borrar de mi cerebro las imágenes de lo bien que debía de estar pasándolo Antonio sin mí.

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