¡Cómo Molo! (4 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

—Aquí tienes a tus animalitos. He pensando que la próxima vez te puede hacer las instrucciones de la Dirección General Policíaca tu madre.

La Luisa se fue muy indignada pero muy despacito, para que no se le saliera el agua de la pecera. Es que marcharse indignado con una pecera en las manos es bastante difícil.

El terrible enfado de mi madre y la Luisa duró una semana. En esa semana no se dirigieron la palabra. Éramos dos familias enfrentadas, porque aunque mi padrino Bernabé no se enfada nunca, la Luisa le prohíbe hablar con nosotros y lo mismo hace mi madre con mi padre.

Yo le estaba preguntando a mi abuelo si él pensaba que Bernabé cambiaría el testamento a favor de otro niño (ya te he dicho que el Imbécil y yo somos sus únicos herederos en este Planeta), y mi abuelo me contestó:

—A no ser que la Luisa le obligue, yo creo que no.

Fue nombrar a la Luisa y sonó el timbre. Era ella, la auténtica Luisa.

—No puedo vivir sin vosotros, sin mis niños, sin mi Cata, sin mi abuelo Nicolás… Sois mi auténtica familia —se sacó un pañuelo de la manga y se limpió una lágrima que ninguno de nosotros llegamos a ver. Se ve que se la limpió antes de que saliera del ojo—. No hay nada más tonto que enfadarse por un vídeo. Cata, quiero que aceptes una Comida de Reconciliación la semana que viene.

Mi madre se secó otra de esas lágrimas invisibles y dijo:

—Iremos.

Cuando la Luisa se fue, mi madre cambió su cara de emoción por su cara de inspectora de policía, y pensó en voz alta:

—¿Qué querrá pedirme ésta ahora?

Tuvo la respuesta al instante porque la Luisa volvió a llamar. Para mí que no se había movido de detrás de la puerta. La Luisa, con las llaves de su casa en la mano, dijo:

—Cata, si no te importa…

Mi madre le cogió las llaves sin dar tiempo a que terminara:

—Sube los bichos cuando quieras.

Es mi madre, pero es muy lista.

—Los niños —dijo la Luisa— pueden ver el vídeo cuando quieran.

Mi madre se metió un momento a la cocina y la Luisa se acercó a nosotros y, cogiéndonos del brazo, nos soltó en una voz baja terrorífica:

—Al que meta otros Pin y Pon en el vídeo le cruzo la cara.

Cuando mi madre apareció, la Luisa le explicó lo que nos estaba recomendando:

—Que les decía que me lo traten con mucho cuidado.

Como ves, hay muchas maneras de decir la misma cosa.

A la semana siguiente, la Luisa y Bernabé volvieron de Miraflores para la Gran Comida de Reconciliación en el Ching-Chong y, como te decía antes, mi madre y la Luisa volvían a ser íntimas, los demás cantaban y el Imbécil hacía sus imitaciones de Fétido. O sea, un exitazo.

La Luisa y mi padrino se volvieron a la sierra y nosotros volvimos a quedarnos cuidándoles la casa de posibles malhechores. El Imbécil y yo hemos vuelto otra vez a la hora de la siesta a su casa. Sabemos que si le estropeamos otra vez el vídeo nos cruzará la cara, de eso estamos seguros, pero nos da igual, y no porque seamos muy valientes, que no lo somos, sino porque aunque mi madre crea que bajamos para ponernos los dibujos, nosotros ya no nos ponemos el vídeo. Hemos encontrado un tesoro más valioso: la habitación de la Luisa. Dentro de su armario lleno de espejos, la Luisa tiene guardados los peluquines de Bernabé, los tiene puestos en cabezas de
maniquís
y el Imbécil y yo pasamos mucho tiempo peinándolos y probándonoslos.

También hemos descubierto el joyero de la Luisa y jugamos a piratas y hacemos como que encontramos el cofre en una cueva y luego nos ponemos todos sus collares y sacamos los dos abrigos de pieles de la Luisa y nos los ponemos porque somos piratas del Mar del Norte. El primer día que le puse al Imbécil el abrigo de piel de conejo de la Luisa, el Imbécil se me cayó de la cama del peso que tenía el dichoso abrigo.

Qué susto me pegué, se quedó en el suelo, quieto, tapado completamente por el abrigo. Le gusta gastarme ese tipo de bromas, ya te he dicho que es un niño bastante tétrico.

Cuando nos cansamos de jugar a piratas nos acostamos en la cama de la Luisa y Bernabé, y así, con los peluquines puestos, las joyas y los abrigos, nos echamos la siesta por todo el morro. Como yo sé que cuando el Imbécil se duerme siempre se mea, sea por la noche o por la tarde, le pongo parte de mi abrigo debajo del culo y me quedo más tranquilo, porque, digo yo, que de aquí al invierno, al momento en el que la Luisa vaya a coger sus pieles, la super-meada del Imbécil ya estará seca.

A vida o muerte

Cuando ayer por la mañana me miraba en el espejo de mi madre con el bañador nuevo, pensaba:

—Cómo molo.

Yo reconozco que es una frase un poco rara para decirla en voz alta, a no ser que seas un chulito como Yihad, pero estoy seguro de que pensarla la piensa mucha gente. La piensa el socorrista de la piscina de mi barrio,
descarao
: de vez en cuando, veo que se mira su superbíceps, y me corto un brazo si ese tío no está pensando: «Cómo molo». La piensa Bernabé cuando se peina con agua su peluquín de los domingos por la mañana y antes de salir a la calle se vuelve un momento para mirarse en el espejo del portal. Yo le veo sonreír y pensar: «Cómo molo». La piensa mi abuelo cuando se pone el chándal de las Tortugas Ninja y se baja a comprar el pan y la panadera le dice:

—Hay que ver lo bien que le pinta a usted ese chándal de las Tortugas Ninja. Le hace cincuenta años más joven.

Que me cuelguen del Árbol del Ahorcado si mi abuelo no piensa en esos precisos instantes:

—Cómo molo.

Lo piensa la Susana cuando pasa delante del banco del parque del Ahorcado donde estamos sentados Yihad, yo y el Orejones, y dejamos por un momento de insultarnos y de aburrirnos para mirarla cómo se va sin decirnos ni ahí os quedáis. Seguro que en el interior de su mente enigmática hay una frase con dos palabras que dice:

—Cómo molo.

Así que no es de extrañar que cuando yo me vi con aquel bañador de palmeras salvajes, hinchara el pecho, me diera dos o tres puñetazos mortales en las costillas y después de toser un rato (es que me di un poco fuerte) pensara lo mismo que pensaban las personas que acabo de nombrar. Yo también soy humano.

Lancé delante del espejo un grito que hubiera dejado sorda a la mismísima mona de Tarzán, al tiempo que pensaba para mis adentros y con todas mis fuerzas:

—¡Cómo mooooooolooooooo!

Nos íbamos a la piscina pero eso no era lo mejor: lo mejor era que íbamos a la piscina sin mi madre. Yo a mi madre la quiero hasta la muerte mortal pero en la piscina tenemos nuestras pequeñas diferencias: a ella no le gusta que hagamos gárgaras espectaculares, pedorretas acuáticas, que la salpiquemos, que nos tiremos a estilo bomba o que nos hagamos los pobres niños ahogados cuando pasa por nuestro lado. No entiende ese tipo de bromitas.

A mí no me gusta que me embadurne cada cinco minutos de crema, que me haga guardar dos horas de digestión y que me haga vestirme con ella en los vestuarios de chicas para tenerme controlado. Compréndelo, es un cortazo, te ves en unas situaciones prohibidas para menores de dieciocho años. Las chicas se desnudan delante de ti y encima luego se molestan si las miras a esas zonas del cuerpo humano donde sin querer se te van los ojos. A mí me dijo una el año pasado:

—Eh, chaval, mira para otro lado que te estás quedando
pasmao
.

Yo es que no entiendo ese tipo de reacciones, te lo juro.

Menos mal que esta vez nos llevaba mi abuelo, que aunque ha afirmado en varias ocasiones que le gustaría pasar también al vestuario de señoras, se tiene que conformar con el de caballeros.

En la puerta de la piscina habíamos quedado en que nos encontraríamos con el Orejones. Iba a ser un día total de la muerte. Iba a ser un día para recordarlo el resto de mi vida, fijo que sí.

La verdad es que nos costó mucho arrancar, porque mi madre se empeñó en vaciarnos el contenido de la nevera en la mochila. Iba ya por el décimo yogur cuando mi abuelo se interpuso entre la mochila y ella, y gritó:

—¡Catalina, por Dios, que no nos vamos a escalar el Aconcagua!

Mi madre, que jamás se da por vencida, pasó a la acción con otro tipo de cosas: nos metió la crema de protección 18 para el Imbécil, y las palas y los cubitos y el flotador, y dos bañadores de repuesto y dos albornoces, y unas tiritas y mercromina por si pisábamos unos cristales de una litrona que acabaran de romper unos macarras. Ella siempre se pone en lo más trágico. Así estoy yo, completamente enfermo de los nervios. Muchas veces me da por pensar en qué programa de sucesos de la tele me gustaría salir si me ocurriera una desgracia terrible. Mi señorita dice que tengo el cerebro destrozado de imaginar barbaridades terribles que salen por la televisión. Se equivoca. A mí me basta con las barbaridades terribles que se le ocurren a mi madre. De verdad, deberían contratarla en Hollywood para escribir la décima parte de
Viernes 13
.

Nos dio veinticinco besos en persona y nos tiró otros veinticinco por la ventana. Ya creíamos que nos habíamos librado de ella, cuando surgió como loca de una esquina. Qué susto nos dio la tía. Sólo quería recordarnos lo de la crema del Imbécil, y que le mojáramos la cabeza, y que le pusiéramos la gorra y que, por favor, no nos ahogáramos, que era muy desagradable. Por una vez, estábamos de acuerdo.

Nuestro día espectacular lo empezamos regular. Mi abuelo se mosqueó con el cuidador de la piscina porque el señor cuidador decía que mi abuelo tenía que ponerse en bañador y mi abuelo decía que antes muerto que hacer el ridículo. Aunque no te lo creas, mi abuelo no se ha puesto en bañador en su vida y tiene la barriga como si se la hubiesen lavado con Ariel-Nueva Fórmula. El señor cuidador estaba empeñado en que mi abuelo se desnudase y mi abuelo le dijo al señor cuidador:

—No lo puedo entender. ¿Qué interés tiene usted en ver desnudo a un viejo? Que se lo diga mi nieto: no merece la pena.

Yo se lo dije al señor cuidador y era verdad: mi abuelo desnudo no es nada espectacular.

Al final llegaron a un acuerdo: mi abuelo aceptó cambiarse la boina por la gorra de los Picapiedra que habíamos traído para el Imbécil. El cuidador dijo:

—Bueno, esto ya es otra cosa, ya está usted más presentable.

Los cuidadores de piscina tienen unos gustos muy extraños.

Por fin nos dejaron pasar.

Mi abuelo se sentó en un banco de la piscina, se quitó la dentadura (para que luego digan que no se desnuda) y a los cinco minutos se quedó sopa con la boca abierta mirando al sol. Así es mi abuelo: como los girasoles. El Orejones y yo le pusimos unas gafas rosas de plástico auténtico del Imbécil para que no le diera el sol en los ojos, y nos fuimos oyendo sus aterradores ronquidos a nuestras espaldas.

Al Imbécil lo dejamos en la piscina de pequeños con todas sus palas y sus cincuenta cubos, y nosotros nos fuimos a hacernos unas
ahogadillas
mortales a la honda.

Estuvimos a punto de ahogarnos de la risa en bastantes ocasiones. Tirábamos mis gafas al fondo y buceábamos para rescatarlas. En fin, esas cosas tronchantes que a mi madre no le hacen ninguna gracia.

Nos intentamos tirar de cabeza, pero de momento sólo conseguimos aterrizar con la barriga. Es bastante doloroso pero hay cosas peores en la vida: ir al colegio, por ejemplo. Además, en mi barrio casi todos los niños se tiran en plancha, y ninguno se queja en voz alta. Sólo de vez en cuando nos echamos la mano a la tripa con un gesto terrible de dolor. Somos gente dura.

El Orejones se tiró tan fuerte que le empezó a salir sangre por la nariz. Al Orejones le sale sangre por la nariz todos los días, si no es por una cosa es por otra. La
sita
Espe dice que es psicológico, pero vamos, yo puedo afirmar que en esta ocasión no fue psicológico, fue porque el Orejones se pegó un planchazo que casi saca toda el agua de la piscina el tío.

Le salía tanta que los dos pensamos que lo mejor que podía hacer era quedarse metido en la piscina y limpiarse con el agua, que como tiene cloro, posee poderes cicatrizantes.

Al momento ya estaban allí dos señoras que traían al socorrista y todo para que nos echara. Una de ellas estaba tan indignada que le quitó el pito y todo al socorrista para amenazarnos a pitadas. Qué numerazo. Decían las señoras que les daba asco y que dónde estaban nuestras madres para enseñarnos educación. Las señoras a veces no tienen humanidad. Sólo les conmueve la sangre de las películas, la sangre de verdad les da asco. Una de ellas le metió un algodón en la nariz al Orejones, que casi le asomaba por el ojo de lo dentro que se lo había metido. Encima les tuve que dar las gracias. Se las di yo, claro. El Orejones no tiene modales, lo que tiene es mucho morro.

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