Volvamos a la pista de baile. Yo casi no podía ver mi abuelo porque la gente que estaba alrededor no nos dejaba, y eso que el Orejones y yo nos habíamos puesto de pie encima del taburete. Lo que estaba claro es que aquél era un momento estelar en la vida de Nicolás Moreno, mi abuelo. Pero los momentos felices de nuestra vida siempre están para que alguien los estropee. De repente, vi a una mujer que me resultaba familiar y que se abría camino a codazos entre el corro que rodeaba a la estrella. Esa mujer me resultaba familiar porque era… ¡mi madre! No le cogió de las orejas, pero casi. Entre la Luisa y ella se lo llevaron, cada una de un brazo, como si fuera un detenido, y ellas dos, guardias civiles. Mi abuelo se resistía:
—Por favor, Cata, hija mía, por lo que más quieras: nunca me he ido de una fiesta sin bailar
Paquito Chocolatero
.
La gente sabía que, con su ausencia, el baile ya no sería igual. El Orejones, yo y el Imbécil seguimos a la pareja de la guardia civil en nuestra calidad de testigos presenciales. Mi abuelo se volvió para decirme al oído:
—Manolito, majo, anda quédate y búscame la dentadura, que en una de las vueltas se me ha escapado y ya sabes que no quiero morir sin ella.
Estaba muy pálido y me dio bastante pena. Como mi madre estaba tan mosqueada no se dio cuenta que me quedé en el parque.
Me agaché entre la gente para buscar la dentadura, pero como estaban bailando me pisaban sin contemplaciones. Se lo dije al señor Ezequiel, el dueño del Tropezón, que es la persona con más autoridad que conozco, y él se subió donde los músicos conmigo de la mano. La música paró y el señor Ezequiel dijo:
—Queridos vecinos: en las fiestas de nuestro barrio se han perdido anillos, pendientes, lentillas… pero es la primera vez en nuestra historia que se ha perdido una dentadura. Les pido que busquen por el suelo la auténtica sonrisa del Travolta de Carabanchel.
Nunca olvidaré lo que pude ver desde el escenario: todo el mundo se agachó para buscar la
sonrisa
de mi abuelo.
De pronto, el Orejones gritó:
—¡Aquí la tengo, yo la encontré!
La gente aplaudió a rabiar. Esto me fastidió un poco. Nunca es fácil celebrar la victoria de tu mejor migo.
El Orejones entregó la dentadura y el señor Ezequiel añadió:
—Como presidente de esta vecindad creo que es justo que el vecino don Nicolás Moreno reciba una medalla de las del maratón por la paliza que se ha dado esta noche y por la que le espera en casa.
Llegué a mi portal con la dentadura y la medalla en el bolsillo. Llamé por el telefonillo, y mi madre dijo:
—¿Pero tú qué haces ahí, no estabas acostado?
Qué increíble. No me habían echado en falta. Hay momentos en la vida en que no sabes si alegrarte o echarte a llorar.
Mi abuelo no se había muerto pero tenía toda la cara. Yo creo que es inmortal.
Cuando mis padres se fueron a acostar después de darle dos cafés y pastillas, yo saqué la dentadura, le soplé un poco la tierra y se la eché en el vaso con los polvos. Luego le levanté la cabeza, le puse la medalla y me metí en la cama con él.
—Todo el mundo te aplaudió,
abu
, y mamá tendrá que callarse cuando vea que has ganado la medalla. Es de bronce auténtico.
—Que me quiten lo
bailao
, Manol…
Dicho esto, la cabeza se le cayó y se le hincó en el hombro. Otro hubiera creído que se había muerto pero yo, que conocía mejor que nadie los ruidos y los gestos de mi abuelo, que veía cómo se le descolgaba todas las tardes la mandíbula delante del televisor, sabía que se había dormido.
De repente, sonó el teléfono. Sería la una de la madrugada y estábamos todos durmiéndonos una película en el sofá. Como ya no tengo que madrugar, me dejan estar en el sofá hasta las mil y una monas. Cuando ya estamos consiguiendo que el sofá parezca una sauna, mi padre dice:
—Joé, qué calor que me estáis dando, me tenéis
asfixiao
. ¡A la cama, garrapatas!
Así nos llama mi padre. Dice que somos sus garrapatas, que nos pegamos a su tripa y, aprovechando que él está distraído viendo un programa en la tele, le chupamos la sangre. Somos, sin ninguna duda, los dos hijos más plastas del mundo mundial. Somos plastas de concurso. Nos encanta dormirnos encima de mi padre. Antes, la barriga de mi padre era sólo para mí. Eran tiempos mejores. Ahora la tengo que compartir con el Imbécil. Menos mal que mi padre, para que yo no me mosquee, bebe todas las cervezas que puede y hace lo posible por tener cada día la barriga más gorda, y que haya sitio suficiente y no nos peleemos. Cuándo llevamos un rato encima de él, se pone a sudar a chorros y nos grita y nos tira encima de mi madre y nos insulta para que nos larguemos, pero le cuesta mucho porque somos sus auténticas… ¡Garrapatas!
Aquella noche de la que hablaba hace un rato, mi padre nos había intentado echar de su lado varias veces, se enfadaba, pero luego le daba la risa cuando el Imbécil le ponía el chupete en el ombligo. Mi madre le había puesto también los pies encima y mi padre decía:
—Dios mío, qué agobio. Que me vuelvo al camión, ¿eh?
Entonces el Imbécil y yo nos subíamos encima de él porque no nos gustan sus amenazas de fuga. Ya bastante tenemos con aguantar que de lunes a jueves no duerme en casa.
—¡Cata, haz algo, que esta noche me matan!
—Para que te enteres de lo plastas que son tus hijos —le dijo mi madre, poniéndole los pies más cerca de la cabeza.
Esas gracias sólo las tiene mi madre los viernes, cuando mi padre vuelve de la carretera. Es el día que suele estar contenta. Mi abuelo, desde el mueble-bar, donde se estaba tomando su famoso
soperío
nocturno, decía:
—Para que luego digas, Manolo, que no tienes calor de hogar.
Fue exactamente entonces, después de aquella frase de mi abuelo, cuando sonó el teléfono. Y como era por lo menos la una de la madrugada, todos nos pegamos un susto. Mi madre dijo:
—Ay, Dios mío, quién se habrá matado.
Mi madre no admite términos medios: si alguien llama a la una de la madrugada es porque se acaba de matar y llama en cuerpo presente desde el Tanatorio. Pues se equivocaba. El que llamaba era mi super-tío Nicolás, su hermano, que se marchó hace un año a trabajar a Oslo (Noruega) y se está haciendo de oro trabajando de camarero en un restaurante italiano. En el futuro, mi tío será el dueño porque cada vez hace mejor de italiano. Incluso cuando llama por teléfono desde el restaurante habla español con acento italiano.
Mi tío dijo que nos llamaba tan tarde porque acababa de decirle a una chica noruega que si se casaba con él, y la chica le acababa de decir que sí (en noruego) y él quería traérnosla para que le diéramos el visto bueno.
Éste fue el principio de la experiencia más importante de mi vida, date cuenta que los García Moreno nunca nos habíamos mezclado con personas de otros países, y ése es un pequeño paso que puede cambiar la historia de la humanidad.
Los cinco días que pasaron hasta el viernes en que llegó mi tío, mi familia vivió al borde de un infarto criminal. La Luisa y mi madre desinfectaban la casa y la escalera y sacaban brillo a diestro y siniestro. Yo creo que hasta a la calva de Bernabé le dieron una pasadita.
Por fin fue viernes, por fin el gran día al que llamaremos LL (de llegada, claro). Nos fuimos todos al aeropuerto en taxi porque a mi madre, al aeropuerto de Internacional, no le gusta llevarse el camión, porque dice que la gente te mira como si fueras un camionero. Mi madre es que a veces no se debe de acordar que mi padre es camionero, porque si no, no lo entiendo.
Estábamos llegando ya. Yo había estado tres veces en el aeropuerto; las tres a recoger a mi tío Nicolás: es el único familiar que tengo que viaja en avión, así que siempre que he soñado con aviones o con aeropuertos, el protagonista era mi tío Nicolás. Cuando vi con mis gafas ese pedazo de cartel que decía: INTERNACIONAL, y vi al taxista que no se coscaba, me entraron unos nervios y un miedo de que se equivocara y no lo encontráramos, que le cogí la cabeza al taxista por detrás y le dije:
—¡Que por ahí viene mi tío de Oslo, oiga! El taxista frenó en seco, se volvió y le dijo a mi padre:
—Si no le da usted al niño de las narices un bofetón, se lo doy yo, que no es por nada, pero estoy deseando.
Y mi padre va y le dice:
—Usted se lo dará a esos tres que tiene en la foto cuando llegue a casa, pero al mío le doy yo, que para eso lo mantengo.
Yo pensé:
«Mola mi padre.»
Lo pensé sólo un momento, hasta que salimos del taxi y me cayó la torta prometida. Entonces volví a pensar:
«Retiro lo dicho: no mola mi padre.»
No veas cómo aluciné en el aeropuerto de Internacional. Había hasta una familia de negros de una tribu: con su padre, con su madre, con sus hijos. Había carritos para llevar las maletas y yo cogí uno, porque era gratis cogerlo, y monté al Imbécil encima, y va y se me pone un tío en medio y en un momento de descontrol de mandos me lo llevé por delante, y mira que le dije: «Lo he hecho sin querer, lo he hecho sin querer»; pues nada, el tío no paró de quejarse a mi padre, que parecía que lo hacía aposta con toda su mala idea. Y mi padre, que en los aeropuertos se ataca de los nervios, me dio otra galleta en solidaridad con el tío y con el taxista y con los de la tribu. En ese momento, cuando yo ya había pensado ponerme a llorar por darle gusto a mi padre (es que a él le gusta que expreses tu dolor, no le gusta que te hagas el machito), se abren unas puertas y aparece Ella, y detrás, mi tío.
Mi tío, que para mí siempre fue un tío alto, le llegaba por el ombligo, así que yo a mi futura tía noruega le llegaba por los pies. Hablando de los pies… Mi futura tía noruega tenía unos pies inmensos de los que le salían unas piernas como dos columnas de templo griego, con sus pelos muy largos y muy rubios. Mi tío nos explicó luego que las vikingas son muy naturales y pasan de todo, y no se hacen la cera como mi madre, que tiene los pelos igual de largos pero muy negros. Mi futura tía vikinga tiene una cara muy blanca con dos colores rojos en cada moflete, es supergrande, la mujer más grande que yo he visto en mi vida, y todos la mirábamos hipnotizados. Mi tío dijo con una sonrisa de oreja a oreja:
—¿Qué os parece mi novia?
—Muy bien, pero no sabemos dónde la vamos a meter —le contestó mi abuelo.
De momento, la metimos en el taxi, con mi abuelo y conmigo, uno a cada lado. A mi futura tía noruega se le subió un poco la falda y se le veían los pelos rubios, tan bonitos, que le brillaban en esas piernas tan grandes. Mi abuelo y yo la fuimos mirando todo el camino. Yo tenía que acordarme de vez en cuando de tragar saliva. A mi abuelo se le olvidaba y se tenía que acordar de vez en cuando de recogérsela con el pañuelo.
Cuando llegamos a la puerta de mi casa y salimos de los dos taxis, tuve la sensación de que al lado de ella éramos como los enanitos del bosque.
Los tres días que han pasado en casa no hemos mirado otra cosa. Mi abuelo no ha visto ni sus telenovelas.
Y al Imbécil y a mí se nos olvidaban los dibujos. La mirábamos tan fijamente como cuando miramos la televisión.
Al Imbécil, como tiene tanto morro, era al único que cogía en brazos. Es natural, no iba a coger a mi abuelo, aunque a mi abuelo le hubiera encantado porque decía:
—Mira éste, llega el último y es el que más suerte tiene.