Cuando se cortó la hemorragia volvimos al lugar del crimen, a la piscina, y pasamos un buen rato haciendo una alucinante pelea de cocodrilos; una pelea muy realista, valía morder y todo. Con este tipo de juegos nos mosqueamos en seguida. Es muy difícil controlarse a la hora de pegarle un mordisco al enemigo, así que nos sentamos en la escalerilla. El Orejones miró su fantástico reloj submarino: llevábamos media hora luchando en el agua y una hora desde que dejamos a mi abuelo
sopinstant
.
Ya teníamos los dedos como los garbanzos en remojo. Pensamos que había llegado ese momento crucial en que un abuelo te da dinero para un helado.
Cuando íbamos hacia el banco de mi abuelo vimos a un grupo de señoras (incluidas las dos de antes) que rodeaban a un niño tumbado boca arriba con veinticinco palas en la mano. El niño estaba rojo como esos cangrejos que le gusta tanto chupar a mi madre. El niño rojo era mi hermano. Yo me puse a llorar inmediatamente. Lloraba por ver a mi hermano tan rojo y porque las señoras le estaban echando la bronca a mi abuelo porque decían que era un abuelo sin conocimiento ni decencia. El socorrista de los superbíceps cogió en brazos a mi hermano para montarlo en un taxi y que lo lleváramos al hospital. Mi abuelo y yo llorábamos andando detrás del socorrista. Parecía un entierro. Me salían tantas lágrimas que no veía nada detrás de las gafas. Las señoras decían que seguro que el Imbécil tenía un cuadro de insolación en primer grado. Eso debía de ser terrible.
Cuando llegamos al hospital llamé a mi madre para tranquilizarla y le dije:
—No te preocupes: es un caso a vida o muerte. Ven sin pérdida de tiempo.
Oí un grito desgarrador y luego no oí nada más. A mi abuelo se le juntó la próstata con los nervios y se tuvo que ir al váter. La señorita enfermera me preguntó que qué era yo del Imbécil y yo le dije que su hermano. La señorita enfermera me preguntó el nombre del Imbécil, y me puse a llorar otra vez y le dije que no me acordaba. Entonces llegó mi abuelo y dijo una frase histórica:
—El niño se llama Nicolás García Moreno.
Así que mi hermano se llama Nicolás, como mi abuelo. Qué bonito. En un futuro tendría que acostumbrarme a llamarle por su nombre.
Al rato llegó mi madre. No parecía mi madre: estaba blanca como Morticia, la de la Familia Addams. La había traído la Luisa con el pañuelo blanco fuera de la ventanilla. Mi madre no nos miró ni a mi abuelo ni a mí. Nos ignoró. Pasó directamente a ver a mi hermano. Cuando salió dijo que el Imbécil se quedaría allí toda la noche. Mi abuelo y yo nos pusimos a llorar. Y encima de que llorábamos nos echaron la bronca entre las dos. A mi abuelo le dijeron que era un abuelo sin conocimiento y a mí que era un hermano bastante malvado, que no le había puesto la protección 18, ni le había puesto la gorra (qué iba a hacer, la llevaba mi abuelo), que no le había cuidado porque no le quería. Eso sí que no era cierto. Lo puedo jurar con la mano en la Biblia y delante del presidente del gobierno si es necesario.
Ayer por la noche fue la cena más triste de nuestras vidas. No podíamos dejar de pensar en el Imbécil con esos calzoncillos blancos tan grandes que le habían puesto en el hospital. Seguro que se meaba a media noche. Mi madre me dijo que así aprendería a querer más a mi hermano. Como estaba tan triste me compró un supercucurucho de postre. Me lo comí, sí, pero se me caían las lágrimas. Me lo comí para consolarme y algo me consoló, la verdad.
Me metí en la cama sin bañarme porque un baño sin el Imbécil y sin nuestro espectacular campeonato de pedos acuáticos no tiene gracia, no es lo mismo.
Al día siguiente, la Luisa y mi madre se fueron a recoger al Imbécil. Mi abuelo y yo estuvimos todo el tiempo esperando en el portal. A la hora vimos aparecer el coche de la Luisa, que se le caló tres veces hasta llegar donde estábamos nosotros.
El Imbécil salió del coche cargado hasta los dientes: seguía con las palas, los cubos y unas pelotas con goma que le habían comprado. Se le había quitado bastante el color rojo y estaba más delgado porque en el hospital le habían contagiado una terrible
culitis
. El Imbécil no nos guardaba rencor, porque el Imbécil todavía no sabe lo que es el rencor y era chachi que estuviera otra vez con nosotros. Cuando llegó la noche no pudimos hacer el famoso campeonato acuático de pedos en la bañera porque teniendo
culitis
, ya se sabe, detrás del efecto sonoro viene la realidad completamente cruda.
Esta noche me lo han dejado en mi cama. No me importa que me la mee. Se ha dormido con la mano sujetándose el chupete en la boca. Yo creo que tiene miedo de que algún desaprensivo se lo robe. No es verdad que yo no quiera a mi hermano, sólo que se me olvidó ponerle la protección 18. Tengo mis despistes.
Por cierto, se me ha olvidado otra vez cómo se llama.
Yo soy un niño de principios, créeme, no soy como el chulito de Yihad que pasa por encima del cadáver de cualquiera con tal de conseguir lo que se le ha metido en el tarro. Yo sé que uno no se debe reír si un ser humano viejo se cae al suelo, que uno no debe burlarse de los seres humanos que llevan peluquín, que uno no debe aprovecharse de los seres humanos torpes (en eso no hay problema, porque el más torpe suelo ser yo, si te digo la verdad). En fin, son principios que me cuestan mucho trabajo cumplir a rajatabla porque, sinceramente, cuando un ser humano viejo se cae lo que te sale del alma es partirte de risa. Menos mal que, inmediatamente, cuando eso ocurre, se ponen en marcha mis principios: se cae el abuelo de turno, te muerdes los labios con fuerza sobrehumana y te aseguro que la risa se puede convertir en llanto.
Una vez mis propias gafas presenciaron cómo mi querido abuelo y el querido abuelo de Yihad se caían los dos rodando desde lo alto de mi escalera. Mientras rodaban el uno sobre el otro por los escalones, se les iban escapando partes de su cuerpo: la dentadura de mi abuelo salió por los aires como si se le hubiera escapado un grito de terror y el bastón de don Faustino hizo una curva perfecta, como de jabalina. Entonces, viendo yo que estaba a punto de echar por tierra mis principios porque la risa se me salía de la boca, me di un mordisco en el labio inferior que casi lo pierdo, te lo juro. «Perderé el labio inferior, pero no mis principios», pensé mientras buscaba a cuatro patas la dentadura de mi abuelo.
Un niño de principios, eso es lo que soy. Pero hay principios por los que no paso. ¿Por qué? Porque no me lo permite la madre Naturaleza. Uno de esos principios es el «principio de Arquímedes».
El principio de Arquímedes me lo leyó la Luisa un día antes de que empezara mi cursillo de Natación. La Luisa le había dicho a mi madre que el deporte era muy bueno para que yo no me convirtiera en un macarra sin oficio ni beneficio. La Luisa siguió diciendo que los macarras de piscina eran aquellos que se metían al agua y no sabían más que hacer eructos acuáticos y gárgaras submarinas. Yo pensé:
«Entonces ya sé lo que soy: un macarra de piscina».
Porque el Orejones y yo, que no sabemos nadar, nos pasamos el tiempo en el agua haciendo guarrerías que no te cuento para que no te siente mal la comida.
La Luisa dijo que actualmente todas las personas importantes eran expertas en algún deporte: el golf, el esquí, la vela, la hípica… Pero en Carabanchel no tenemos mar, ni tenemos nieve, ni tenemos hipódromo. Así que el golf lo hemos sustituido por la petanca, que es una variante del golf pero sin hierba, sin palos, sin césped y sin agujeros. (Mi abuelo fue subcampeón en el Campeonato del Árbol del Ahorcado, esto sólo lo digo por presumir.)
El esquí lo hemos sustituido por unos cartones con los que nos deslizamos suavemente por el Barranco, que es una pista de tierra que hay detrás de mi casa. Cuando estás llegando al fondo del Barranco es mejor cerrar los ojos: el final de la carrera consiste en estamparse contra unas lavadoras que unas personas dejaron ahí tiradas en su día. Las lavadoras no funcionan, te aviso. Si funcionaran, ya nos las habríamos llevado nosotros, listo.
En cuanto a la hípica, ya que no tenemos caballos nos conformamos con el burro de Yihad, que hace su papel mucho mejor que un burro real. Él sólo tiene dos patas pero se las arregla para que parezcan cuatro. A la hora de repartir patadas no hay quien le gane.
El caso es que mi madre y la Luisa se pusieron de acuerdo para apuntarme a los cursillos de estilo de la piscina de mi barrio. La Luisa dijo que el tener un cuerpo sano me ayudaría a tener una mente más sana y no esa mente tan sucia que dice toda España que tengo.
Yo le intenté decir a mi madre que tenía por principio no meterme en una piscina donde no hiciera pie a no ser que sea por el lado de la escalerilla y acompañado del Orejones, que es tan manta como yo. Y no es que sea enemigo del agua. El agua me gusta: en un vaso, en un lavabo, en la bañera; pero ¿qué necesidad hay de meterse en un sitio donde el agua te pone a prueba en su tremenda inmensidad? ¿No pensaban esas dos mujeres que me estaban enviando a una muerte segura? No exageraba, amigos. Yo conozco muy bien a los monitores de la piscina de mi barrio: disfrutan contando las últimas burbujas de los pobres niños indefensos que agonizan en el fondo.
Pero la Luisa no estaba dispuesta a no salirse con la suya y subió la enciclopedia que se compró para concursar desde casa en
El Tiempo es oro
y otros concursos culturales, y nos leyó con mucho retintín el célebre principio de Arquímedes:
«Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del volumen del líquido desalojado.»
Nos quedamos todos en silencio. Por un lado estábamos impresionados; por otro, no habíamos entendido nada. La Luisa, mirándonos como si fuéramos unos ignorantes, nos lo explicó:
—Manolito, tú flotarás como cualquier otro cuerpo, lo dijo Arquímedes en su momento y yo lo mantengo.
—¡Y aunque no flote! —Dijo mi madre—. Este niño a todo le tiene que poner pegas.
Así son las madres, capaces de arriesgar la vida de un hijo por no quedar mal con una vecina.
—La falta que le hará al chiquillo tener estilo nadando —lo dijo mi abuelo. Pero ellas ni le miraron. Mi abuelo en mi casa tiene voz pero no tiene voto. Otro cero a la izquierda, como yo.
Nadie pudo detener ese destino inevitable.
A los pocos días me encontraba al borde de una piscina olímpica, improvisando una oración para que a Arquímedes no le fallara su famoso principio y siguiendo la clase teórica sobre el movimiento de brazos que nos daba el supersocorrista. Yo le miraba el brazo, luego miraba el mío y pensaba que este mundo está muy mal repartido. Hasta hace poco me creía la historia del patito feo al que todo el mundo desprecia y que un buen día se convierte en un cisne espectacular. Pero el otro día me di cuenta de que los finales, en la vida real, no son tan alucinantes como los de los cuentos: vi las fotos de mi padre cuando era pequeño y era igual que yo, tan bajo y tan poco musculoso como yo, así que yo seré igual que él en un futuro. Los García Moreno nos reservamos toda la molla del bíceps para la zona de la tripa. Es nuestra constitución y punto.
La Luisa y mi madre no quisieron faltar a aquel día histórico en que yo me iba a convertir en un niño con estilo. Estaban también al borde de la piscina y aplaudían muy orgullosas mis movimientos. Yo movía los brazos imaginándome que cruzaba el Atlántico Norte a braza. Me estaba emocionando. Aquello de nadar con estilo empezaba a gustarme. Pero entonces, el supermusculitos gritó: