Pero ahora, en mitad del verano, con Carabanchel desierto, Mostaza es el único niño con el que yo puedo jugar.
—¿Por qué nunca vienes al parque del Ahorcado con nosotros?
—No me acerco porque tú eres de la panda de Yihad, y Yihad se chulea de mí continuamente y vosotros le reís la gracia.
Le tuve que decir que Yihad también se chuleaba de mí y que no era verdad que yo le riera las gracias. Mentía. Seguramente Mostaza tenía razón. Como Yihad siempre se está metiendo conmigo, la verdad es que me alegra que de repente se ponga chulito con otro. Es humano. Y también es horrible. Me puse colorado por dentro, que es una modalidad que yo tengo para que no se me note.
—Bueno, ahora que no está Yihad podemos hacer otra panda —le dije yo para romper la tensión ambiental—. Somos tres contando al Imbécil.
—No, somos cuatro.
En su diminuta habitación estaba su hermana pequeña, Melani, que sería de la edad del Imbécil.
—Mola —le dije yo.
Dejamos a los pequeños jugando a los Legos, y Mostaza preparó para nosotros dos super-colacaos y nos hartamos de
chocopripis
. Molaba su casa diminuta.
—No tienes que hacerle caso al chulo de Yihad —le estaba cogiendo el gusto a eso de dar consejos—, mi abuelo dice que llegará un día en que yo le daré capones con la barbilla. Tú lo tendrás más fácil; como serás un cantante famoso, ni el más macarra se podrá meter contigo. A lo mejor Yihad se arrodilla un día y te dice: «Mostaza, Mostaza, perdóname por todo lo que te hice y déjame llevarte la guitarra, que estoy en el paro».
Mostaza se partió de risa con la idea.
—Antes de ser famoso cantando, me voy a hacer dentista.
Nunca se me hubiera ocurrido elegir esa profesión. A mí los dientes de la gente a veces me dan mucho asco; pero Mostaza tenía sus razones:
—Así podré pagarme el aparato que me hace falta y tener dinero para que mi madre se arregle las muelas que tiene picadas.
Mostaza abrió la boca para que le viera los dientes de delante un poco salidos.
—Yo de mayor —le dije— me quitaré las gafas y me pondré unas lentillas azules.
—Mola —dijo Mostaza—. También te puedes hacer oculista, y te arreglas lo de las lentillas.
—Ya, pero es que desde hace un mes quiero ser un actor bastante famoso internacionalmente.
—Bueno, te puedes hacer primero oculista y cuando ya tengas tus lentillas graduadas azules, te buscas trabajo como actor. Es mucho más fácil que te den trabajo como actor internacional si te presentas con los ojos azules, que con los marrones que tenemos nosotros, que son unos ojos que no van a ninguna parte.
—Chachi —me gustaba la idea.
Mostaza tenía soluciones prácticas para todo y no había nada en que no estuviéramos de acuerdo. Me di cuenta de que nos estábamos haciendo amigos de toda la vida. De repente oímos unos gritos estremecedores. Venían de la habitación. Fuimos corriendo. El Imbécil y la hermana de Mostaza se tenían el uno al otro cogidos de los pelos. Los dos estaban rojos y los dos gritaban. Mostaza agarró a su hermana por la espalda y yo al Imbécil. Nos costó mucho separarlos. Por fin pudimos. Cuando al fin lo logramos, cada uno de los dos enanos tenía un manojo de pelos del otro en la mano. Se quedaron mirando con mucho odio y jadeando.
—Al nene le ha hecho mucho daño Ésa —dijo el Imbécil, y se echó a llorar en mis brazos.
—Me estaba matando —dijo la Melani, y también se echó a llorar en los brazos de su hermano.
Nos costó mucho que volvieran a jugar juntos. Tuvimos que quedarnos a vigilar, porque de vez en cuando se les escapaba un tortazo mortal y volvían a la carga.
—La mía tiene la mano muy larga —dijo entonces Mostaza.
—El mío es muy caprichitos. Es que está muy malcriado —dije yo.
Cuando nos despedimos, les obligamos a que se dieran un beso. Los dos sabíamos que nuestros terribles alumnos tendrían que llevarse bien quisieran o no quisieran porque iban a pasar muchísimas tardes juntos.
Antes de irnos le dije a Mostaza:
—¿Le harás una dentadura nueva a mi abuelo para que no se le descoloque?
—Fijo que sí.
—Mañana en el Ahorcado a las cuatro. Mi abuelo os puede comprar un helado. Como cobra una pensión tan pequeña, se la gasta toda en helados y cosas así.
—Qué morrazo —dijo Mostaza.
Luego se asomó a la ventana de su piso bajo diminuto para decirnos adiós.
—Tendré que llevarme a la Melani, porque mi madre no vuelve hasta las seis.
—Y yo al Imbécil, porque mi madre no puede vivir sin echarse la siesta.
¿Cómo podía haber estado yo tres años en la misma clase sin haberme hecho amigo íntimo de Mostaza? Seguramente, porque Yihad no le había dejado nunca acercarse. Carabanchel sin Yihad molaba muchísimo más. El Orejones era mi mejor amigo, claro, pero no le importaba traicionarme a la primera de cambio. Además, me había dejado solo y tirado todo el verano; ni tan siquiera me había invitado a ir a Carcagente, sabiendo como sabía que mis padres no tenían dinero este verano para llevarnos a ningún sitio de veraneo.
Por mí se podían quedar todos mis amigos por ahí de vacaciones para siempre. Sin moverme de mi barrio, me había echado un amigo de toda la vida.
—Manolito… ¿a que no sabes quién soy?
—¡Ore!
El Orejones había vuelto. Sólo había pasado un mes desde que se había ido de vacaciones, y su voz ya me sonaba super rara; y eso que los once meses restantes del año hablamos tres veces o cuatro veces al día por teléfono. Mi madre siempre dice:
—¡Cuelga ya! ¿Pero se puede saber qué tenéis que deciros? Si estáis todo el día juntos.
Cuelgo, y acto seguido ella llama a la Luisa y se tiran dos horas venga a hablar de sus tonterías. Y eso que la Luisa vive en el piso de abajo. A eso se llama predicar con el ejemplo. Con el ejemplo contrario, claro.
—Acabo de llegar —siguió el Orejones—. He estado con mi padre en Carcagente y luego con mi madre en Carcagente, y allí tenía una panda bestial, y entraba al cine gratis por el morro porque mi tío es el que corta las entradas, y una noche me acosté a las tres de la madrugada porque estuve en el baile de Carcagente, que mola más que el de aquí, y me sacó a bailar tres veces la misma chica, te lo juro. Ahora, que yo, a la tercera le dije: «Nunca bailo tres veces con la misma chica». Así se lo dije, con estas mismas palabras. ¿Tú dónde has estado?
—Aquí…
—Te he traído un botijo que pone «Recuerdo de Carcagente» y a la Susana un cenicero que pone lo mismo que tu botijo: «Recuerdo de Carcagente». ¿Has visto a Yihad este verano?
—No, también estuvo todo el tiempo fuera.
—Qué muermazo debiste de pasar, tío…
—No tanto —le dije yo, que me estaba empezando a mosquear.
—A mí, en cambio, en Carcagente, se me pasaba el tiempo volando. Para mí que en Carcagente los días duran 22 horas, si no es que no me lo explico. Me he puesto supermoreno, tío. En Carcagente te pones cinco minutos al sol y ya estás negro. Y tú, tío, ¿estás negro?
Sí, estaba negro, negro de escucharle. Pero el Orejones no estaba dispuesto a dejarme en paz. Necesitaba a alguien con quien tirarse el rollo de su veraneo de las narices.
—Voy a preguntar a mi madre si me deja ir un momento a tu casa.
Y su madre le dejó, claro. Su madre siempre le deja.
A los diez minutos, el Orejones llamó a la puerta. Cuando abrí, nos quedamos mirándonos extrañados el uno al otro, como si sólo nos conociéramos por foto o por referencias. No parecía mi amigo, estaba muy moreno y más gordo. Además llevaba unas zapatillas negras que yo no le conocía. Eso joroba: te separas de un amigo tuyo un mes y cuando vuelves a verlo se ha comprado unas deportivas nuevas.
—¿Te gustan? —me dijo subiendo un pie y luego el otro—. Me las compré en Carcagente. Son las que lleva Zamorano para salir por las tardes después de los entrenamientos.
—¿Y tú cómo lo sabes? —me fastidia que la gente se tire el pegote sin presentar pruebas fidedignas.
—Porque lo vi en una revista el día que me cortaron el pelo en la peluquería de Carcagente.
Ante la evidencia de las pruebas, me tuve que callar. Pero decidí callarme del todo. Me senté en el sofá y ahí estuve sin decir ni mu mientras el Orejones se hacía el simpático con mi abuelo, con mi madre y con el Imbécil. Su especialidad es caer bien a todos los miembros de mi familia.
—Pero, Manolito, si estás deseando que venga tu amigo. Todo el verano diciendo que si me aburro sin el Orejones, que cuándo vendrá el Orejones, y luego no le haces ni caso. Lo raro que es este niño.
Cuanto más me decía eso mi madre, más me ponía yo a ver la televisión. Es de esas veces que odias a tu mejor amigo y a tu propia madre pero no sabes muy bien por qué.
El Orejones no paraba de contar maravillas de Carcagente. Horror: habíamos llegado al capítulo de las fiestas:
—… de repente vi que la chica venía directamente hacia mí. Había un montón de chicos, pero ella venía enfilada hacia mí, como si no existiera nadie más en el mundo. Por no decir que no, bailé con ella una vez. Al rato va y me vuelve a sacar. Bailé otra vez porque no me gusta quedar como un antipático.
—Y muy bien que hiciste —dijo mi abuelo—. Como la chica era de Carcagente, la gente hubiera pensado: «Mira el de Madrid, qué creído se lo tiene, decirle que no a la tía más maciza de Carcagente».
—¡Claro! ¡Eso es lo que yo pensé! —gritó el Orejones, que estaba feliz porque mi abuelo le entendiera a la perfección—, pero es que va la tía y me saca por tercera vez…
—¿Y qué hiciste? —le preguntaron mi madre y mi abuelo como si fuera la historia más emocionante que habían oído en su vida.
—Le dije: «Lo siento, tengo por norma no bailar tres veces con la misma chica». Así se lo dije, con estas mismas palabras.
Mi madre y mi abuelo se echaron a reír a carcajadas y el Imbécil se puso a aplaudir. A mí no me hacían ni caso, y mira que me estaba haciendo el
mosqueao
con toda la fuerza de la que soy capaz.
El Orejones siguió contando gracias un rato más. Contó que sus abuelos-por-parte-de-madre no se hablan con sus abuelos-por-parte-de-padre y que él servía para dar los recaditos de un bando a otro. Nos dijo que estaba más gordo porque sus dos abuelas estaban convencidas de que en casa de la otra abuela el Orejones pasaba hambre. Nos enseñó la barriga y la espalda para que viéramos los terribles efectos del sol de Carcagente, pero el
streptease
no acabó ahí: para demostrarnos lo que había engordado y lo que había crecido, aseguró que le habían tenido que comprar hasta una talla más de calzoncillos. ¿Y qué te crees que hizo? Se los bajó un poco por la parte del culo para que mi madre pudiera comprobar el número que venía detrás. Mi madre comprobó la talla, como si fuera un notario y, a continuación, dijo para el público presente: