¡Cómo Molo! (10 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

—Efectivamente, este niño ha aumentado hasta de talla de calzoncillos.

—¡Qué barbaridad! —dijo mi abuelo, que se ve que también tenía la tarde pelota.

Ya que se había bajado un poco los pantalones, aprovechó para mostrarnos la diferencia entre la
morenez
de la espalda y el blanco leche del culo. Te lo juro: no tiene vergüenza. Cuando pasamos la noche juntos, se pasea desnudo por la habitación pasando de todo, o se pone a hacer caca mientras te habla como si tal cosa. En eso se parece al Imbécil; le enseñan sus partes a quien haga falta. Yo hace un año quise empezar a cerrarme con llave la puerta del váter, pero mi madre no me dejó porque ella tiene miedo a que me dé un golpe en la cabeza contra los azulejos y ella tenga que destrozar la puerta para rescatarme. A mi madre, una puerta destrozada le destrozaría el corazón. Lo de mi cabeza lo encajaría mejor. Total, que como estaba harto de que me abrieran la puerta cuando yo estaba en plena concentración intestinal, me hice un cartel y mi abuelo me lo plastificó, que dice:

NO ENTRAR. MANOLITO ESTÁ

HACIENDO DE LAS SUYAS.

Y no entran. No te creas que se cortan por respeto. Se cortan por el olor. Son muy pocos los humanos que pueden soportar semejante azote aromático. Científicos de todo el mundo han llegado a afirmar que si se metiera a un individuo durante una hora en una habitación repleta de ese tipo de gases humanos, dicho individuo podría llegar a perder primero la cabeza y luego la vida. A no ser que el individuo abriera la puerta y les dijera a los científicos que por qué no utilizaban a sus madres como conejillos de indias. Y es que, desde luego, hay individuos que aman mucho la vida para dejarse matar por un simple experimento científico.

Pero volvamos al Orejones, al día de su vuelta y a lo pesado que se estaba poniendo. Mi madre, por fastidiarme, le invitó a cenar, pero el Orejones dijo que tenía que comerse toda la comida que le habían puesto sus dos abuelas enemigas antes de que se estropeara. Menos mal. No sé si hubiera podido soportar su simpatía durante toda una cena.

Dio besos a todo el mundo (menos a mí, estaría bueno) y al irse me dijo:

—Manolito, mañana nos vemos en el Ahorcado, ¿vale?

Cuando ya se había marchado, mi madre le dijo a mi abuelo:

—¡Lo que me gusta este niño para amigo de mi Manolito!

Los dos se reían recordando la aventura de aquella chica tan plasta de Carcagente que, por lo que se veía, el Orejones estaba dispuesto a contar varias veces al día.

A la mañana siguiente bajé al Ahorcado, pero no fui solo: llamé a Mostaza para que se viniera conmigo. Al fin y al cabo había estado saliendo con él todos los días mientras el Orejones estaba fuera; no iba a dejarlo ahora tirado. Pero la verdad verdadera era que lo hacía para darle en los morros al Orejones.

Mostaza y yo nos sentamos en el banco, como todos los días, a cuidar de que el Imbécil y su hermana Melani no acabaran tirándose tierra a los ojos. Son niños salvajes y hay que tener cuidado: una vez que se enganchan es muy difícil separarlos. Al rato, llegó el Orejones. Al vernos a los dos se quedó un poco cortado.

—Bueno, Manolito, ¿nos vamos a la cárcel un rato? —me dijo.

Es que el Orejones y yo jugamos de vez en cuando a «Las grandes fugas de la historia». Lo hacemos desde que vimos una película de un tío que se pasaba todo el rato queriendo escaparse de su prisión de máxima seguridad. Cuando faltaban cinco minutos para que la película acabara y se supiera por fin si aquel tío conseguía fugarse o no, mi madre se levantó de la siesta y nos quitó la tele porque dijo que ése no era un tema bonito para que lo vieran los niños. No sé si te he dicho alguna vez que mi madre, recién levantada de la siesta, es todavía peor que a otras horas del día. Esos momentos terroríficos los suele pagar conmigo. Por eso aquel sábado nos quitó la película a mí y al Orejones, por fastidiarme. Desde entonces se nos ha quedado ese trauma y esa fijación, y jugamos a las grandes fugas en cuanto podemos. Nos gusta hacerlo en el escenario adecuado, al lado del muro de la cárcel de Carabanchel. Es un juego al que sólo jugamos el Orejones y yo, que para eso somos los que nos quedamos a dos velas sin ver el final. Así que no era nada raro que el Orejones, aquel día, en el parque del Ahorcado, para ponerse a buenas conmigo, me propusiera nuestro juego secreto:

—Bueno, Manolito, ¿nos vamos a la cárcel un rato?

—Ahora no puedo: Mostaza y yo estamos cuidando a los niños.

El Orejones se sentó en el banco y se quedó callado. Entonces yo le empecé a contar todo lo que habíamos hecho Mostaza y yo desde que nos habíamos hecho amigos de toda la vida. El Orejones estaba mirando fijamente al Árbol del Ahorcado, de la misma forma que yo el día anterior miraba la tele.

—Bueno, pues me iré yo solo —dijo.

Le estuve viendo desde lejos, al lado del muro, saltando a veces, corriendo otras veces, quedándose muy quieto…

—¿Qué hace? —me preguntó Mostaza.

—Se está fugando de una cárcel de máxima seguridad.

Por la tarde estuve esperando en casa mucho rato a que me llamara, pero no me llamaba el tío rencoroso. Le había dolido hasta la médula que yo tuviera otro amigo. A mí me dolía que se lo hubiera pasado tan bien en Carcagente, a mis espaldas.

—¿Por qué no llamas al Orejones y nos vamos al Tropezón a tomar un helado? —me dijo entonces mi abuelo.

Estuve pensándolo cinco minutos al lado del teléfono y cuando por fin me iba a decidir a dar mi brazo a torcer… llamaron. Casi no lo dejé sonar. Era él, el Orejones.

—Que si bajas a la calle, aunque sea con tu amigo Mostaza —me dijo.

—No, ahora voy a bajar sólo con mi abuelo.

—Te lo digo porque como Mostaza y tú sois uña y carne…

Quedamos en el Tropezón y mi abuelo nos compró el helado prometido. Nos sentamos en los taburetes de la barra.

—La semana que viene empieza el colegio, qué rollo-repollo —le dije.

—A mí me gusta mucho el primer día. No se hace nada y ves a todo el mundo que ha vuelto.

—Menos yo, que no he ido a ningún sitio.

—Te advierto que a mí me salía Carcagente por las orejas.

—Será por los orejones —le dije, y nos echamos a reír.

—Tú, en cambio, lo has pasado genial con tu amigo Mostaza.

—No tanto… Él no sabe jugar a las grandes fugas de la historia.

—Es que ese juego sólo lo sabemos tú y yo, nos lo inventamos nosotros —me recordó el Orejones.

—El año que viene me podías llevar a Carcagente.

—O me podía quedar contigo en Carabanchel.

Nos pusimos a hacer nuestros planes para el verano siguiente, un verano en el que no nos separaríamos jamás. Unos días en un sitio y otros en otro, pero siempre juntos. El Orejones se vino a dormir a casa y me trajo su botijo «Recuerdo de Carcagente». El botijo era una hucha. Echamos nuestras primeras monedas. Habíamos decidido ahorrar para el que sería el mejor verano de nuestra vida: el próximo.

Envidia podrida

Te podría contar con bastantes pelos y bastantes señales cómo fue el cumpleaños del Orejones, pero acabarías como acabamos todos: empachados y hasta las narices. «Empachado» se refiere a la parte situada en la barriga, y «hasta las narices» se refiere a la parte situada en el cerebro.

Te resumiré la celebración del gran Orejas, aunque resumir no sea mi fuerte:

El cumpleaños de Ore duró dos días, porque como sus padres están separados y actualmente no se pueden ni ver, hicieron dos fiestas multitudinarias. La del lunes, era la organizada por su madre, y los amigos y familiares fuimos convocados a las seis en el Tropezón, que es el impresionante bar donde celebramos los niños de mi barrio el cumpleaños, porque el MacDonalds nos pilla retirado.

Como el Orejones es el único nieto por parte de madre vinieron los abuelos desde el pueblo, desde Carcagente, y fuimos a recogerlos un día antes al autobús. La abuela del Orejones casi no cabía por la puerta del autocar, se quedó completamente atrancada. El conductor empujaba desde dentro y nosotros tirábamos desde fuera; así que cuando por fin conseguimos desatrancarla, por poco nos caemos en masa al suelo con la enorme abuela encima. Hay abuelas que matan.

Una vez que nos recuperamos del susto, los abuelos-por-parte-de-madre del Orejones nos cogieron por banda y nos empezaron a estampar unos besos que te dejaban señalada la cara durante una hora y media. Para mí que a veces me confundían con el Orejones, porque no es normal que a primera vista esas personas me quisieran tanto. Sobre todo teniendo en cuenta lo poco que me quieren algunas otras que me ven todos los días.

—Oiga, debe de haber una confusión —les decía yo—, su nieto es el de las orejas.

El Orejones ha salido a sus abuelos-por-parte-de-madre en las orejas, es como una marca de familia, como su código de barras.

Mi amigo Ore siempre juega con ventaja en la vida porque su cumpleaños es en septiembre. Es el primer cumpleaños del año y las madres todavía no se han hartado de darnos dinero para los regalitos de nuestros colegas. Según avanza el curso, los regalos van bajando de categoría, y cuando llegas al de Arturo Román, que es el 20 de junio, y te pones delante de una madre haciendo la postura del egipcio, tu madre y la madre de cualquiera dice:

—¿Que te dé dinero para quéeeeeeeeee?

La postura del egipcio lleva siglos practicándose. Es una tradición hereditaria: se pone uno delante de una madre o padre o superior y, colocándose de perfil, echa una mano para delante y pone cara de póquer. Pueden pasar dos cosas: que tengas suerte y te echen alguna moneda, o que un padre o madre cruel pasen de ti y te dejen horas y horas en la misma postura. Así se quedaron muchos egipcios: momificados. Te darás cuenta de que como historiador no tengo precio.

Al cumpleaños de mi amigo vino también la psicóloga. Su madre la llamó por si tenía que hacerle al Ore una intervención de urgencia psicológica. Se la tuvo que hacer: le dio dos collejas, una por no dejarnos tocar sus regalos y otra por subirse a bailar, encima de una mesa del Tropezón, una canción que puso el señor Ezequiel de las Azúcar Moreno. Tendrías que ver con qué maestría da la psicóloga Espe las collejas psicológicas. Parece como si mi madre le hubiera dado unas clases particulares. No me he atrevido nunca a preguntárselo por si me aplica el tratamiento. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que la
sita
Espe es la mejor psicóloga de Carabanchel (Alto) y que sus métodos le sientan al Orejones estupendamente. A mí, personalmente, tratándose del Ore, me parece un tratamiento un poco blandito. Hay momentos en que mi querido amigo está pidiendo a gritos un
electroshock
.

La noche del día del cumpleaños del Orejones no cenamos en casa porque los abuelos-por-parte-de-madre se empeñaron en que el dueño del Tropezón friera unas morcillas asesinas que habían traído del pueblo. Mi abuelo les dijo a los abuelos del Orejones, con un trozo de morcilla en la boca:

—Esto parece una boda. Esta noche, cuando lave mi dentadura va a salir el agua negra.

—¡Eso es alegría, Nicolás! —le contestó el abuelo del Ore.

El Imbécil se portó muy bien: cada vez que lo miraba estaba sentado encima de un abuelo distinto. No sufrió ninguno de sus célebres ataques de furia. Por un lado, se estaba haciendo el buenecito, y por otro estaba como loco con las morcillas. Cuando llegamos a casa y nos despedíamos de la Luisa en la escalera, se tiró un pedo mortal, de ésos de tipo insonoro que te entran en la nariz sin avisar.

—¿Quién ha sido el cochino? —gritó mi madre.

El Imbécil levantó la mano. Es un cerdo sin complejos.

Como todavía íbamos por el segundo piso y se trataba de una cuestión de máxima urgencia, mi madre lo llevó rápidamente al váter de la Luisa, entre otras cosas porque la Luisa se lo ofreció amablemente. Qué insensata.

Nos metimos todos al cuarto de baño de la Luisa, que es completamente rosa y dorado, y está lleno de suaves alfombrillas y de botes con sales de colores para los baños de película de la Luisa. Es un váter tipo Hollywood. Y allí estábamos todos como lelos, esperando a que el Imbécil obrara en consecuencia, y él en la taza, como un príncipe. Lo vimos ponerse rojo, hinchar la cara como si fuera un globo, sacar las venas del cuello y de repente volver a su estado normal. Entonces, con una gran decisión, saltó del váter al suelo (es que todavía tiene las piernas muy cortas) y señaló dentro de la taza:

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