¡Cómo Molo! (13 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Mi abuelo nos llevó al colegio y llegamos tarde, como suele ocurrir. Todo el mundo estaba empeñado en decirle cosas al Imbécil por ser su primer día (de mí pasaban bastante, la verdad): la Luisa y mi madre le tiraban besos por la ventana, el dueño del Tropezón nos decía adiós con la mano, y hasta la panadera le regaló un cuerno de chocolate. Y eso es un acontecimiento para apuntar en la historia del SIGLO XX, porque la Porfiria tiene sus normas, y jamás se las ha saltado. Tú mismo las puedes leer en un cartel que preside la panadería:

EN ESTE ESTABLECIMIENTO NI SE FÍA

NI SE REGALA, NI SE REBAJA, NI SE NADA.

Panadería Porfiria

El Imbécil parecía el Rey de España saludando con la mano a diestro y también a siniestro, y encantado de ser el centro del universo. Yo pensaba:

«Ya se te acabará la felicidad, pequeño».

Pero la reacción del Imbécil fue imprevisible, como siempre. Yo creía que cuando fuéramos a entrar en el colegio se pondría a llorar, como cualquier niño civilizado ante una situación dramática como ésa. En fin, yo pensaba que haría lo que cualquier otro novato en su situación: agarrarse con furia a una farola o a un banco, o tirarse al suelo como último recurso. Lo que han hecho todos los niños en su primer día de clase a lo largo de la historia de la humanidad. Pues no. El Imbécil se despidió de mi abuelo con una de sus sonrisas arrebatadoras y pasó por la puerta grande del colegio como si tal cosa. Eso sí, no había forma de convencerle de que el cuerno de chocolate era para el recreo.

—El nene quiere su cuerno.

—Pues el nene se aguanta porque aquí no te dejan que te los comas hasta el recreo —le dije yo, que soy un experto a la fuerza en normas escolares.

Me miraba como diciendo: «Qué tontería. ¿Quién implantó esa norma?». Me miraba como diciendo eso, te lo juro. Es que el Imbécil tiene poco vocabulario, pero sus pensamientos son bastante profundos. Una señorita le cogió de la mano para llevarlo a la puerta de su clase y él le explicó sin alterarse lo más mínimo, pero soltándose:

—El nene quiere con Manolito.

—Luego, en el recreo, te vas con tu hermano —y se lo llevó con una de esas sonrisas con las que las enfermeras meten a los locos en el manicomio.

En mi clase, mi
sita
me recibió con el mismo cariño de siempre:

—El primer día de clase y llegas tarde: empezamos bien, Manolito.

A los diez minutos ya nos tenía haciendo divisiones para demostrar ante el mundo mundial que habíamos olvidado todo lo del curso anterior y que nos habíamos pasado el verano de relax, quitándonos las famosas bolillas de los pies, y que no habíamos hecho ni uno solo de los cuadernillos de cuentas que ella nos mandó. Es una maestra masoquista: le gusta comprobar que sus órdenes nos entran por uno de nuestros oídos y nos salen por el otro. También es una maestra sádica: le gusta hacernos sufrir desde el primer minuto del primer día de curso. Para ser exactos: es una maestra sadomasoquista. Lo tiene todo. Y no lo digo por criticar, que a mí no me gusta hablar mal de la gente.

Bueno, pues ahí estaba yo mordiéndome la lengua mientras hacía una de esas divisiones que te hunden moralmente, cuando se abre la puerta de la clase y entra un niño de unos cuatro años con una mochila. El niño ese se acerca a la
sita
Asunción y le dice con todo el morro del que es capaz un ser humano:

—El nene quiere con Manolito.

Y luego va el niño, me busca, y se viene a mi lado. Ese niño de la mochila, como ya habrás adivinado, no era otro que el Imbécil. La
sita
vino entonces hacia nosotros:

—Manolito, llévate a tu hermano a su clase.

Qué fácil es decir eso: «Llévate a tu hermano». No sabía mi
sita
lo difícil que es quitarle a mi hermano una idea de la cabeza. No se imagina mi
sita
lo que la espera cuando el Imbécil llegue a ser alumno suyo. Se acordará de mí con nostalgia. Dirá:

—Yo, que echaba pestes de Manolito, ahora me doy cuenta de que era un pedazo de pan con gafas.

Allí tenía al Imbécil, fugado de su clase y con la intención de que nada ni nadie le separase de mí. Media España se estará preguntando: ¿Cómo actuó Manolito en aquellos difíciles momentos? No era fácil, en eso estarás de acuerdo conmigo, pero yo soy un niño con recursos. Le dije unas cuantas cositas al oído, y entonces, se me quedó mirando un momento y, sin mucho convencimiento, decidió irse a su clase. Antes de que saliera de la mía entró su señorita, jadeando y muy asustada. A ninguna señorita le gusta perder un niño el primer día de curso. Da mala imagen delante de los padres.

El Imbécil se quedó todavía unos minutos diciendo adiós con la mano y toda mi clase le despidió haciendo lo mismo. Las dos señoritas le dejaron despedirse a sus anchas. No sé cómo consigue ser el mimadito de la humanidad.

Luego mi
sita
me preguntó:

—Manolito, ¿qué le has dicho?

—Que al colegio se viene a aprender y que hay que obedecer a la señorita de uno —sí, aunque no te lo creas, esas palabras salieron de mi boca.

Mi
sita
se fue lentamente a su mesa y desde allí me estuvo mirando toda la mañana. Yo creo que de vez en cuando se pellizcaba para comprobar que estaba despierta y que había oído aquellas sorprendentes palabras. Ella no piensa que un niño como yo pueda volver de unas vacaciones completamente reformado. Ella no cree en los milagros.

Pero los numeritos del Imbécil aún no habían acabado. Cuando salimos al recreo, su pobre señorita (a la que estaba empezando a compadecer) se me acercó con cara de angustia para contarme que mi hermano se había montado en el único columpio que tienen los pequeños y que llevaba una hora columpiándose sin dejárselo a nadie. Cuando llegué al patio de Preescolar pude asistir a un triste espectáculo: el Imbécil se columpiaba como un loco y se reía por las alturas, mientras otros niños le señalaban haciendo pucheros porque llevaban mucho tiempo esperando para subirse.

En aquellos momentos me sentí como ese policía en quien todos confían para que tenga una charla con el asesino. Estarás de acuerdo conmigo en que era una situación terriblemente delicada.

—¡Para un momento, que te voy a decir una cosa!

El Imbécil paró en seco sin soltar, por supuesto, el columpio. Todos los niños habían detenido por un instante sus llantos.

Yo le dije una cosa al oído y el Imbécil dejó el columpio inmediatamente.

—¿Qué le has dicho? —me preguntó su señorita.

—Que eso no se puede hacer, que en el colegio se aprende a ser generoso y a compartir —como verás, cada vez me salía mejor el papel de niño reformado—. Es que mi madre le tiene muy mimadito y, claro, luego se porta como un salvaje. Siempre tengo que estar poniendo paz allá donde él va.

—Gracias, Manolito —me dijo la
seño
y me dio un beso. No es por presumir pero creo que me estaba convirtiendo en su héroe y era una sensación muy agradable porque la
seño
de mi hermano está bastante potente.

Han pasado ya varios días desde que empezó el curso y he tenido que intervenir en cinco ocasiones: una, porque el Imbécil le estaba dando todo su cuerno a la perra del conserje (él sólo es generoso con los animales); dos, porque le había estado levantando toda la mañana las faldas a una niña de su clase (mi madre y la Luisa le ríen la gracia cuando se la levanta a ellas, y ahora no entiende que a todas las mujeres no les gusta eso); tres, porque mojaba el chupete en el vaso de agua de las acuarelas; cuatro, porque no quería salir del váter (eso lo entiendo); cinco, porque cantaba otra canción que la que había dicho lamaestra, y lo hacía a voz en grito, sin cortarse ni un pelo.

Así que comprenderás que la señorita Estrella, que así se llama la víctima, y yo nos hemos hecho íntimos. Al fin y al cabo, compartimos una misión imposible, la educación del Imbécil.

Bueno, acabaré este capítulo contando la verdad verdadera, que es mucho más triste:

Yo nunca le conté al Imbécil todo ese rollo de la generosidad, ni eso de compartir, ni nada por el estilo. Eso al Imbécil le trae al fresco y no porque no lo entienda, sino porque jamás nadie le podría convencer con esos argumentos. La única manera de convencer al Imbécil, y te lo digo yo que lo conozco mejor que su propia madre, la única manera de convencerle es pillarle su debilidad, y la debilidad del Imbécil tiene un nombre: Los bollos de la señora Porfiria.

Para convencerle de que se fuera de mi clase, le prometí mi bollicao del día siguiente, y para convencerle de que dejara el columpio, le prometí mi cuerno de dos días después. Así que en estos momentos le tengo prometidos casi todos los bollos de los dos próximos meses. Viendo cómo están transcurriendo las cosas y el carrerón delictivo que lleva, es muy posible que durante este curso me quede sin bollos en el recreo. Para que luego digan que no quiero a mi hermano, y soy capaz de renunciar a las cosas que más me gustan por hacer de él un niño civilizado. Así de dura es la vida.

Bueno, hay una última verdad que me he callado: esos sacrificios también los hago para que la señorita potente del Imbécil no pierda la admiración que me ha tomado. Es lo mejor que me ha pasado en mi vida planetaria.

Me entran ganas de tener cuatro años menos para poder ir a su clase, o de tener quince años más para esperarla a la salida del colegio. Cuando le conté esto, a mi abuelo no le pilló de sorpresa. Me dijo que él ya se había fijado y que a él también le gustaba:

—Pero para mí es muy joven y para ti es muy vieja, Manolito.

Sólo mi abuelo está enterado de todo lo que me gusta la señorita Estrella. Me gusta más que cualquier bollo de la señora Porfiria, para que te hagas una idea. Así que te pido que no se lo cuentes a nadie, para que no se rían de mí los niños de mi clase.

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