—La caca del nene.
Todos nos asomamos para verla y hubo un «¡Ooooh!» general al ver el producto, porque parecía imposible que de un cuerpo tan pequeño saliera algo tan inmensamente grande. Es un misterio que trae de cabeza a científicos de todo el mundo, muchos de ellos desesperados, que sintiéndose impotentes por no poder encontrar una explicación satisfactoria, se han retirado a una isla completamente desierta.
La caca, a la que a partir de ahora podemos llamar «morcilla» (por su origen), no se fue al tirar la Luisa de la cadena.
—Prueba otra vez —dijo mi madre, ya un poquito nerviosa.
La Luisa le dio otra vez a la cadena. Todos esperamos impacientes a que el agua dejara de correr, para ver si había habido suerte, pero no. Ahí seguía nuestra impresionante morcilla.
La Luisa y mi madre se quedaron un rato peleándose sobre cuál de las dos tenía que pagar al fontanero. Como no se ponían de acuerdo, pensaron en llevar este caso asqueroso al programa
Veredicto
, un programa de la televisión en el que los amigos y los familiares van a sacarse los ojos delante de toda España y se hace un juicio, y luego un juez decide cuál de las dos partes tiene razón y todos se vuelven a su casa tan amigos. Pero Bernabé, mi padrino, es contrario a que mi madre y la Luisa se tiren de los pelos en la pequeña pantalla, así que les paró los pies y dijo que él se haría cargo de los desperfectos.
Al día siguiente, el martes, se celebró la segunda parte del cumpleaños del Ore. Tuvimos que ir a buscar a los abuelos-por-parte-de-padre al autocar. Llegaban del pueblo, de Carcagente, y sinceramente, acabaron de rematarnos. El Ore también ha salido a sus abuelos paternos en lo de las orejas. El pobre, con esos cuatro abuelos tipo-Dumbo, no tenía escapatoria genética.
El cumpleaños por parte del padre se celebró en el Tropezón para no faltar a la tradición. El menú fue el mismo del día anterior. Los invitados, los mismos, incluida la psicóloga, que tuvo que utilizar su tratamiento de choque en dos ocasiones: cuando el Ore no nos dejaba ni tocar sus nuevos juguetes y cuando el Ore se empeñaba en subirse a la mesa para hacer un
play-back
con la canción de
Macarena
, que había puesto el señor Ezequiel. A la madre del Ore no le gusta mancharse las manos pegando a su querido hijo, para eso tiene a la psicóloga; sin embargo, a mi madre le encanta hacer el trabajo sucio. No quiere matones a sueldo.
Después de la tarta, de volver a cantar el cumpleaños feliz y todo ese rollo, los abuelos-por-parte-del-Ore pusieron la guinda final: unos chorizos que le hicieron freír a la mujer del señor Ezequiel.
—Esto parece una boda —les dijo mi abuelo a los otros abuelos—. Cuando lave mi dentadura esta noche va a salir el agua roja.
—¡Eso es alegría, Nicolás! —le contestaron.
Por momentos, yo tuve la sensación de que ese día ya lo había vivido.
Se nos hicieron las once de la noche; allí nadie tenía intenciones de marcharse, hasta que el señor Ezequiel dijo:
—Bueno, clientela, que aquí mi señora y yo tenemos un límite. Echamos el cierre. El que se quede dentro, que se aguante.
El señor Ezequiel no bromeaba. A más de un plasta ha dejado dentro toda la noche. Él avisa sólo una vez, y luego, echa el cierre. Dice que no abrió un bar para ir convenciendo a los clientes uno a uno de que tienen que largarse a su casa.
El Orejones fue recogiendo sus regalos. La
sita
Asunción nos había dado la charla para que este año compráramos siempre juguetes educativos, así que yo le había comprado un Power-Ranger atómico; pero mi Power-Ranger se quedaba un poco ridículo al lado de los super-regalos que le habían hecho todos sus abuelos de Carcagente.
Cuando volvíamos a casa, yo les iba diciendo a mis padres que el Ore tenía mucho morro porque, al estar sus padres separados, todo se le multiplicaba por dos. Mi padre dijo:
—Manolito, tu madre y yo nunca, nunca nos separaremos…
Mi madre cogió a mi padre del brazo con una sonrisa que, la verdad, daba un poco de corte.
—… y no nos separaremos —siguió mi padre—, porque los plazos que todavía debemos del camión y que terminaremos de pagar a mediados del siglo que viene, nos unirán más allá de la muerte.
Mi madre se puso de morros y pasó del amor al odio en breves instantes. Ella no conoce los términos medios.
Al Imbécil le entraron los apretones de la muerte cuando íbamos por las escaleras, concretamente por el segundo, el piso de la Luisa. Mi madre le intentó llevar a rastras hasta nuestra casa, pero el Imbécil dijo que no daba un paso más y que si lo daba que se lo hacía encima. Le dio a elegir a mi madre entre estas dos posibilidades. Mi madre llamó a casa de la Luisa y le suplicó, por favor, un váter para ese pobre niño. La Luisa torció la nariz pero le dejó pasar. Pasamos en procesión al ya famoso váter de Hollywood. El niño cagón se sentó. Todos le rodeamos. El Imbécil hinchó el globo de su propio cuerpo. La tensión flotaba en el ambiente y se mascaba la violencia también en el mismo ambiente. Cuando se levantó y vimos el regalito que había dejado, al que a partir de ahora llamaremos chorizo (por su origen), mi madre dijo con voz muy suave:
—Luisa, para qué discutir, yo pagaré al fontanero.
Pero Bernabé dijo que ni hablar del peluquín, que él se haría cargo de la caca de sus ahijados hasta que fueran mayores de edad y pudieran pagarse su propio fontanero. Yo le dije a mi madre que, teniendo en cuenta los problemas de atascamiento que traía cada dos por tres el producto interior bruto del Imbécil, que por qué no lo bajábamos todas las tardes al parque del Árbol del Ahorcado a hacer caca con la
Boni
, la perra de la Luisa. Mi madre me dirigió una terrible mirada de odio. Quise continuar con la bromita, por aquello de hacer la gracia completa:
—Podemos recogerla con las bolsas para perros que ha puesto el Ayuntamiento.
Terminé de estropearlo. Mi madre pasó a la acción: me dio unas collejas de ésas de efecto superretardado, y a los pocos minutos tenía el cogote que echaba fuego. Esa modalidad de tortura la guarda para las grandes ocasiones.
Yo me fui a la cama pensando que mientras viviera mi madre, no me podría ganar la vida como humorista, porque ella sería capaz de salir al escenario a darme dos galletas si el chiste no le caía en gracia. Pero ése no era mi principal problema aquella noche; lo que me inundaba el cerebro era la envidia podrida que estaba sintiendo por todos los regalos que aquella noche iban a rodear al Orejones.
Menos mal que lo que pasó en los siguientes días hizo que disminuyera mi envidia, que pasó de ser una envidia podrida a ser una envidia sana, que para los efectos, es lo mismo.
Pero esa historia terrorífica me la reservo porque se merece un capítulo aparte.
Ya sé que te gustaría saber cuáles fueron los regalos del super-cumpleaños del Orejones, pero soy incapaz de acordarme. ¡Hubo tantos! Todavía ahora, dos semanas más tarde, el Orejones afirma, sin darle la menor importancia, que de vez en cuando se encuentra paquetes sin abrir por los rincones de su habitación. ¿Qué hace entonces?, se estará preguntando media España. ¿Los abre? Pues no, no los abre, porque el Orejones acabó escaldado de tanto regalo. Dice que los regalos sólo le han traído problemas.
El Orejones dice: «para qué quiero tantas cosas si luego no soy feliz». Y nosotros, sus verdaderos amigos, le decimos a coro:
—Pues danos algunas, a lo mejor eso te resuelve todos tus espantosos conflictos.
La gente de Carabanchel Alto es así, sólo queremos el bien de nuestros semejantes. Pero no quiero empezar por el final, empezaré esta historia como siempre, por el principio de los tiempos:
Todo el mundo sabe que el Orejones celebró su cumpleaños dos veces, entre otras cosas porque lo he contado yo en el capítulo anterior de este magnífico ejemplar. Y todo el mundo sabe que como resultado consiguió ponernos a todos el estómago del revés (de todo lo que zampamos) y consiguió también, como ya te he dicho, miles y miles de regalos.
Al día siguiente de sus dos celebraciones, el Orejones fue a la escuela que parecía
3PO
(el robot de
La Guerra de las Galaxias
): en una mano, llevaba puesto un reloj que tenía incorporado un mando a distancia para apagar la tele; en la otra mano, llevaba un reloj que tenía incorporado un teléfono
sinalábrico
; del pantalón le colgaba un cuentakilómetros de esos que te dicen cuánto has andado; se trajo también, para que lo viéramos, un cepillo de dientes a pilas que probamos todos los de mi clase, todos menos Jessica la
ex-gorda
, a la que dentro de poco vamos a empezar a llamar Jessica
la cursi
. Decía la tía ex-gorda que le daba asco meterse en la boca el cepillo que se había metido todo el mundo.
—Pero si somos de la misma clase —le intentaba explicar Arturo Román—. Si te lo pidiera uno del Instituto Baronesa Thyssen lo entendería, pero siendo del mismo colegio…
Yo no entiendo para nada a la gente como Jessica, te lo juro: desconoce el significado de la palabra «compañerismo».
Bueno, ahí no quedaba la cosa: el Orejones se había puesto una gorra que llevaba una luz verde en la visera, por si en alguna ocasión se encuentra perdido en una carretera comarcal, pues que no le pille un coche. Que se hace de noche, pues nada, le das al interruptor y se te enciende la visera. Lo malo es que se crean que eres un extraterrestre y no te pare nadie, porque te diré que entre las orejas y la luz verde mi gran amigo el Orejones parecía algo distinto de un ser humano.
También le habían regalado unas de esas zapatillas que tienen luces en los talones que se encienden al pisar. Yihad le había comprado en lo de todo a cien un bolígrafo en el que salía una chica en la nieve, con unos esquís y vestida hasta las orejas para esquiar. La cosa es que cuando le dabas la vuelta al boli, se le iba quitando a la chica toda la ropa y se quedaba desnuda y con los esquís. Abajo se leía: «Recuerdo de Baqueira Beret». A mí me daba pena la pobre chica en un sitio tan frío y tan desnuda, pero luego pensaba que ¡bah!, que era de mentiras, como la sangre en las películas, y le bajaba y le subía la ropa sesenta veces por minuto.
¡Ah! Y para terminar se trajo una calculadora-despertador. Por si te quedas dormido en un examen en mitad de una operación matemática. No te rías: el Orejones es capaz. Dice que las divisiones de más de dos cifras le producen un efecto adormecedor inmediato. No sabe cómo hay personas que toman somníferos, con lo barato que es ponerse a uno mismo una división. Sólo con verla, dice el Ore, le empiezan a picar las orejas. Y cuando al Ore le pican sus inmensos alerones es que se va a caer roque de inmediato.
El caso es que cuando la
sita
lo vio entrar por la puerta (llegaba media hora tarde, como siempre), se tuvo que quitar las gafas de cerca y ponerse las de lejos para estar segura de lo que sus ojos estaban presenciando. En el aire flotaba la envidia que todos le teníamos al Orejones. Una envidia espesa que casi no nos dejaba ver a nuestro compañero de delante. Ese día todo el mundo hubiera querido ser su compañero de mesa, pero se tenían que jorobar porque su colega de pupitre soy yo: en los buenos momentos y en los malos, en la salud y en la enfermedad, cuando hay que sujetarle el pañuelo en la nariz rebosante de sangre, cuando se te duerme en el hombro o cuando hay que dejarle copiar el examen de principio a fin. Ha habido veces que lo ha copiado de tal forma que hasta ha escrito mi nombre en el encabezamiento en vez del suyo. Pero mi
sita
conoce de sobra la letra del Orejones, que es inconfundible, y sin que le tiemble la mano le atiza sin piedad un Insuficiente.