Cómo ser toda una dama (20 page)

Read Cómo ser toda una dama Online

Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

—Tal vez luego. Ahora mismo necesito tus servicios.

La distancia no era larga, apenas nueve metros. Sin embargo, en el mismo pasillo donde él la había mirado como si quisiera besarla, aunque luego no lo hizo, la paciencia de Viola se esfumó. Le acarició el cuello con la nariz y, después, se estiró un poco para mordisquearle el mentón. El sabor de su piel y la aspereza de su barba le provocaron un ramalazo de placer en las entrañas. Lo instó a volver la cabeza y estuvo a punto de colgarse sobre su hombro en su afán por besarlo en los labios. Esos labios perfectos que ansiaba pegados a los suyos sin demora. Él le dio lo que quería, pero por muy poco tiempo. Casi al instante la dejó en el suelo, delante de la puerta de su camarote.

Viola entró y se sentó para quitarse los zapatos. Mientras se bajaba las medias, alzó la vista. Seton estaba en el vano de la puerta, con la mirada clavada en su escritorio. Sobre él había un objeto: el catalejo que él le había pedido prestado aquel día que parecía tan lejano, y con el que ella le había tomado el pelo diciéndole que lo había robado. Una acusación a la que él respondió que no se llevaba lo que no era suyo por derecho.

A la postre, la miró. La expresión apasionada había desaparecido, y esos cristalinos ojos azules la contemplaban pensativos y serios. Como si la estuvieran evaluando.

Viola sintió un escalofrío en la espalda. A lo largo de la travesía, la había mirado muchas veces de esa forma desde el otro extremo de la cubierta. Desde una gran distancia, porque no se trataba de metros ni de centímetros, sino de una distancia mucho más profunda. Cuando la miraba de esa manera, la soledad que llevaba en su interior resoplaba como una ballena de Maine.

—El encuentro de mañana con el jefe del puerto va a ser incómodo —comentó ella para ponerle fin al silencio y borrar esa distancia de sus ojos—. No tengo ciento cincuenta libras.

Seton entró en el camarote.

—¿Aquí en el barco o te refieres a que no tienes ese dinero?

—Ni aquí ni en ningún sitio.

—Tengo cierto capital en Tobago. Te prestaré esa cantidad.

—¿¡Tienes ciento cincuenta libras!? ¿En Tobago? ¿Para qué?

—Para este tipo de situaciones.

Lo que les recordó abruptamente la situación en la que se encontraban y el hecho de que no deberían estar hablando de libras ni de jefes portuarios, sino de otros asuntos más personales.

Viola intentó hablar, pero tenía un nudo en la garganta. Lo intentó al cabo de un instante y consiguió articular un par de palabras:

—Jin, no puedo aceptar…

Él la instó a ponerse de pie, la abrazó e inclinó la cabeza.

—No es nada.

—Pero son ciento cincuenta…

—No es nada.

Y, en ese momento, sus labios volvieron a encontrarse, pese a la distancia, al dinero y al asombro de Viola. O tal vez precisamente por todo ello. Se besaron como si no lo hubieran hecho antes, y después como si no pudieran parar de hacerlo, acariciándose con las manos y los labios, acicateados por un deseo sublime y violento a la vez. Se quitaron la ropa con rapidez. El vestido, la camisa de Jin, las enaguas. Sin embargo, el corsé demostró ser un desafío. Jin le acarició los pechos, que seguían confinados, y ella gimió al sentir el roce a través de la camisola. De repente, tuvo la impresión de que no podían perder más tiempo desnudándose. Él la arrastró hasta la cama, se colocó encima y la besó con pasión, como si no hubiera quedado satisfecho antes. Sin embargo, Viola era presa de la misma urgencia, de modo que no la asombró.

Le acarició la espalda, recorriendo la piel suave y sudorosa, mientras se pegaba a él por completo para sentirlo con todo el cuerpo. Era obvio que la deseaba. Nunca había imaginado que un hombre podía desear de esa forma tan intensa a una mujer durante una noche.

No obstante, recordó haber llorado delante de él por culpa de Aidan.

Interrumpió el beso y le introdujo los dedos en el pelo para apartarle la cabeza. ¡Por el amor de Dios, era un hombre guapísimo! El deseo brillaba en sus ojos y esa boca tan perfecta era toda suya si así lo deseaba.

—¿Lo estás haciendo por lástima? ¿Porque me viste llorar en la veranda?

Él la silenció con un beso, le separó los labios y la hizo desear con ansia tenerlo dentro de nuevo. Era un hombre apasionado y versado en esas lides, y sus besos sabían a peligro y a entrega por igual. Sus caricias la enfebrecían.

Viola lo apartó de nuevo.

—Contéstame.

—¿Tú qué crees? —le acarició un pecho con dedos expertos.

Ella aceptó gustosa su roce.

—No sé qué pensar.

—En ese caso, sí —Jin se inclinó y succionó uno de sus pezones a través de la delgada tela de la camisola.

—¡Ay, Dios! —Viola se estremeció por entero—. ¿Sí, qué?

—Sí. Antes de esta noche no te deseaba así —le levantó la camisola hasta la cintura mientras aferraba una de sus piernas para instarla a que le rodeara las caderas con ella y frotó sus cuerpos de la forma más íntima—. Todo esto lo hago por lástima —apoyó todo su peso sobre ella al tiempo que le acariciaba un pezón con el pulgar, enloqueciéndola y avivando su deseo—. Me das lástima, Viola Carlyle, y lo único que deseo es consolarte.

Ella se aferró a su cintura y arqueó el cuerpo, enfebrecida al sentir el duro roce de su erección. Lo escuchó emitir un gemido ronco. Ese era el poder que ostentaba sobre él.

—Creo que estás mintiendo —logró replicar, atrapada entre el colchón y su cuerpo. Atrapada en el paraíso.

Jin le cogió una mano.

—Por supuesto que estoy mintiendo —le aseguró mientras introducía esa mano entre sus cuerpos y la instaba a acariciar su miembro.

Era suave y duro, y estaba muy caliente. Jin la animó a mover la mano con los ojos cerrados y los dientes apretados. Verlo así le provocó un estremecimiento. Al cabo de un instante y con evidente renuencia, él le soltó la mano y le enterró los dedos en el pelo.

—¿Viola? —le preguntó con voz ronca.

—¿Qué? —susurró ella, libre para acariciarlo como quisiera, asustada y eufórica por esa posibilidad.

—Tú decides.

Viola exhaló un suspiro.

—Tú decides cómo lo hacemos. Y cuándo —Jin estaba rígido por la tensión. Su expresión, sus brazos y sus hombros—. Pero te ruego que no tardes mucho en decidirte.

Viola temblaba por la emoción y el placer.

—¿Yo decido? ¿Por completo?

—Sí.

Lo soltó.

—Túmbate de espaldas, marinero.

Jin abrió los ojos, se apartó de ella hasta quedar tumbado de costado en el colchón y esbozó una sonrisa que la dejó sin aliento.

—Sí, mi capitana —replicó al tiempo que se colocaba de espaldas.

Lo tenía todo para ella. Para hacerlo nuevamente y como quisiera.

Y a él parecía gustarle la situación. Claro que en el fondo era su capitana y le debía obediencia. Al igual que había demostrado ser un excelente segundo de a bordo en los asuntos relacionados con la intendencia del barco, también demostró poseer excepcionales cualidades de otra índole en ese instante. En un momento dado, entre las ardientes caricias y los besos, lo que Viola quería se convirtió en lo mismo que quería él. O tal vez ambos estuvieron de acuerdo desde el principio.

Cuando por fin logró recuperarse tras la euforia del placer, se encontró a horcajadas sobre un sinvergüenza, exhausta y satisfecha. Él esbozaba de nuevo una sonrisa y las estrellitas seguían siendo tan brillantes como siempre, aunque tal vez un tanto borrosas.

Se acurrucó junto a él, con una mejilla apoyada sobre su torso. Sus sentidos se embriagaron con el olor del humo de la caña de azúcar, del mar y del hombre, impidiéndole conciliar el sueño. La respiración de Jin era profunda, y su pecho subía y bajaba con tranquilidad. Sin embargo, la mano que había colocado en la base de su espalda, así como el brazo que la rodeaba no estaban relajados.

Aidan nunca la había abrazado. Siempre se marchaba cuando acababan.

—Me estás abrazando. No te vas.

Jin replicó con voz ronca:

—Demasiado cansado para moverme.

Un rato antes, primero en la escalera y luego en la cama, no parecía estar cansado en absoluto. Claro que los hombres eran capaces de levantarse de la tumba si había sexo de por medio, y el deseo que sentían el uno por el otro era extraordinario. Lo que explicaba por qué había dejado de pensar en Aidan desde que conoció a Jin Seton. Pese a las mentiras que se les contaban a las jovencitas, los hombres sabían la verdad: el deseo de fornicar era más poderoso que la razón y que los principios morales. Como ejemplo bastaba el caso de su padre y de su madre.

Viola se dijo todo eso sin esgrimir excusa alguna. Sin embargo, las dudas sobre su capacidad de ver las cosas con claridad se abrieron paso en su interior. Acarició ese abdomen sudoroso y duro con la palma de la mano. Jin pareció contener el aliento antes de soltarlo despacio. Bajo la palma de su mano, sentía el calor de su cuerpo, el latido de la vida y sintió algo extraño en el corazón.

Tragó saliva para librarse del nudo que tenía en la garganta y, controlando la voz, dijo:

—Deberías marcharte.

—Debería —una pausa—. ¿Me estás ordenando que salga de este camarote o del barco?

La contraventana crujió bajo el impacto de una cálida ráfaga de aire tropical. Desde los árboles llegaba el canto de las cigarras, que se mezclaba con el chapoteo del agua.

—Voy a ganar —murmuró ella—. Te estás enamorando de mí.

—Ni lo sueñes.

—Pero voy a ganar. Y cuando lo haga, me quedaré con tu nueva embarcación y tendrás que regresar al lugar del que has salido y dejarme tranquila.

Jin se apartó de ella e intercambió sus posiciones tan rápido que sólo alcanzó a mirarlo con los ojos como platos, sin posibilidad de disimular su asombro. Él le tomó la cara entre las manos, esas manos fuertes y grandes. Cuando habló, lo hizo sin dejar de mirarla a los ojos.

—Viola Carlyle, a ver si se te mete esto en la cabeza de una vez por todas: no me iré sin ti.

Viola sintió que el corazón se le subía a la garganta.

—Tendrás que hacerlo.

—Te llevaré a casa lo quieras o no.

—Seton, vas a perder. Ya estás perdiendo.

Él la miró un instante más en silencio y después hizo algo inesperado. Se inclinó y la besó. Fue un beso tierno y maravilloso, ideado para complacerla como si la apuesta fuera al contrario y estuviera intentando que se enamorara de él. Y la complació, ciertamente.

Cuando se apartó, la miró de nuevo en silencio, la soltó y se acostó otra vez.

—Duérmete, bruja.

—No me des órdenes.

Lo oyó reír por lo bajo.

En esa ocasión, no la abrazó. Pero tampoco se marchó.

Capítulo 15

—¡Maldita sea!

La navaja cayó a cubierta. Jin apartó la mano del timón del bote y la pasó por el casco, ya que estaba boca arriba. Vio que la sangre brotaba del corte que se había hecho de un lado a otro de la palma.

—¡Maldita sea!

Se lo tenía bien merecido por permitirse una noche sin dormir.

Permitirse…

Pequeño
Billy lo miró con curiosidad desde la proa del bote.

—Cuidado, capitán. Está afilada.

Jin se pasó la mano ilesa por la cara y después se la llevó a la nuca mientras observaba cómo la sangre se agolpaba alrededor de la herida, aunque apenas sentía dolor. El sol de media mañana se reflejaba sobre el muelle y el agua lamía los costados del barco que tenían delante. Unas cuantas semanas antes, había mirado la
Tormenta de Abril
tal como hacía en ese momento y había cometido el tremendo error de pensar que sería fácil acorralar a una mujer como Viola Carlyle. No era una mujer que siguiera órdenes sin rechistar. Se había mostrado desafiante incluso mientras hacían el amor.

El bochorno nocturno se había aliviado por el asalto del viento del norte. A lo lejos, se veían crestas blancas coronando las olas, más allá del puerto, y la brisa henchía las velas y agitaba los cabos. Si el viento seguía soplando toda la semana, navegarían a buen ritmo hacia Inglaterra.

Un día más. Creía en la honestidad de Viola, aunque no tenía tan claro que estuviera cuerda. A regañadientes o no, se marcharía cuando él le dijera que debía hacerlo… cuando él le dijera lo que debía decirle para lograr su objetivo de llevar a una dama a casa. Una dama a quien no debía hacerle el amor.

Una cabeza de color naranja apareció a su lado.

—Mejor remendar eso, señor —el grumete miró las gotas de sangre que manchaban la cubierta.

—Gracias, Gui. Lo haré.

La cara del muchacho no tenía la vitalidad de costumbre. Durante toda la mañana, los marineros habían estado llegando al barco con el rabo entre las piernas. Como perros castigados que le habían fallado a su amo.

Jin sintió la tensión del cuello. Ningún hombre debería acabar reducido a eso. Maldita fuera, estaban de permiso, pero todos y cada uno de ellos se había disculpado con él por dejar que los incendiarios escaparan. El hechizo que ella les había echado era pura brujería. En ese momento, todos se ocupaban de tareas menores como si estuvieran preparando la
Tormenta de Abril
para hacerse a la mar en vez de para echar el ancla al abrigo del puerto. Mientras que él estaba allí parado en cubierta, sangrando.

Se quitó el pañuelo y se lo enrolló en la mano.

—Qué corte más feo —comentó Gui.

—El capitán no suele ser torpe —replicó Billy con su habitual buen humor—. Lo mismo no durmió anoche con tanta emoción y eso —esbozó una sonrisa mellada—. Yo no pego ojo después de una batalla.

Jin apretó el pañuelo con el puño. No debería haber sucumbido a ella. No sólo era una mujer testaruda, apasionada y decidida. También era una mujer con el corazón herido. Porque se había aprovechado de eso.

No fue su mejor momento.

Ella había creído que le tenía lástima. Se apretó el pañuelo con más fuerza de la cuenta, provocándose dolor, contra el cual apretó los dientes. No se compadecía en absoluto de esa bruja descarada. Lo acicateó la necesidad de borrar el dolor y la confusión de sus enormes ojos violetas. Y la lujuria. A mansalva. Una lujuria que aún no había saciado. Su boca, sus manos, sus piernas fuertes y torneadas… Le bastaba con pensar en ella para excitarse. Y su voz, esos dulces gritos de placer…

Tragó saliva y parpadeó.

—¿Capitán? ¿Está bien?

—Arregla el timón —ordenó.

Other books

Freedom by Daniel Suarez
Alien's Concubine, The by Kaitlyn O'Connor
Lost in a good book by Jasper Fforde
Heat by Michael Cadnum
Down the Bunny Hole by Leona D. Reish
The Children by Howard Fast
The Beast Within by Jonathan Yanez
A Fighting Chance by Elizabeth Warren