Cómo ser toda una dama (21 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Ojalá estuviera sólo embrujado. Pero lo que sentía era algo más, muchísimo más de lo que quería contemplar… Y se negaba a contemplarlo. Un hombre que lucía las cicatrices que los grilletes habían dejado en sus muñecas no se merecía una dama que por su sangre y su posición pertenecía a los salones de baile londinenses, por más que se hubiera distanciado de ese lugar. Él se encargaría de que recuperase dicha vida, y así saldaría su deuda. Nada se interpondría en su camino, ni la terquedad de ella ni su propio deseo.

Se concentró de nuevo en la tarea, pero la sangre había empapado el pañuelo y la mano se le resbaló una vez más.

—¡Por todos los infiernos!

—No me gusta oírte maldecir —dijo una voz satinada a su espalda.

Viola lucía una vez más su ropa de marinero, el habitual gabán ancho y el sombrero, no el vestido ajado que él le había quitado a toda prisa para tocar su piel. Sin embargo, estaba tan impaciente por entrar en ella que no le había quitado la ropa interior, y en su imaginación se veía como un muchacho inexperto. Sus manos sabían que a sus ojos les gustaría lo que iban a ver.

La vio esbozar una minúscula sonrisa.

—Billy, Gui, podéis iros —dijo él.

Los muchachos obedecieron.

Se envolvió de nuevo la mano con el pañuelo.

—¿Cómo ha ido tu cita?

—Hay mucha sangre. Deberías curarte ese corte.

—¿Qué ha dicho el jefe del puerto?

—Tengo yodo y vendas en mi…

—¡Maldita sea, mujer, contéstame!

—No me des órdenes. Y no te diré nada hasta que me dejes curarte esa herida como es debido —miró la navaja—. ¿Te has cortado con ese vejestorio? Podría infectarse en un abrir y cerrar de ojos. Y perderías la mano.

Dicha mano deseaba acariciar la curva de su mejilla tocada por el sol, explorar de nuevo el cuerpo que había sido suyo en la oscuridad.

Regresó al trabajo.

—En ese caso, me pondré un garfio para espantar a las mujeres molestas.

Viola puso los brazos en jarras mientras la brisa le agitaba el pelo alrededor de la cara y de los hombros.

—Estás de muy mal humor —soltó una carcajada—. ¿No has dormido?

—Tus ronquidos me despertaron —parecía un cascarrabias, pensó.

Aunque no estaba de buen humor, Viola sacaba lo peor de él. Sacaba al loco obsesionado por la lujuria. Esos ojos violetas lo hacían pensar en sábanas revueltas y cuerpos entrelazados; y sus labios… Se le nubló la vista al imaginarse esos labios alrededor de su…

—Yo no ronco.

—Sí que roncas —replicó, exasperado—. ¿Qué pasa? ¿Ningún hombre ha reunido el valor necesario para decirle a Violet
la Vil
que ronca como un estibador borracho? —soltó el cabo y echó a andar hacia la pasarela.

—Ningún otro hombre ha estado a mi lado mientras dormía.

Eso lo detuvo.

—No te creo.

—Cerdo.

—¿Nunca?

La vio resoplar.

El corazón le dio un vuelco y sintió algo frío y acerado, como el pánico que sintió durante la noche, cuando por un instante creyó haberla desvirgado. Desterró el miedo.

—Por supuesto —se obligó a soltar una carcajada desdeñosa—. Eso sería como si un lord permitiera que su ayuda de cámara lo viera dormir, ¿no? No puedes permitir que tus criados te vean en un estado vulnerable. Mejor dicho, tus acólitos —o un antiguo esclavo cuyo primer amo le dijo que era un animal por la violencia que vio en él… Era imposible luchar contra la naturaleza.

—Eres un patán —masculló ella.

Se alejó de Viola por la pasarela, con la cabeza hecha un lío. Sin embargo, lo embargaba el desquiciado deseo de regresar y contarle la verdad, de decirle que nunca había sentido las caricias de una mujer como las de ella, que jamás le había resultado difícil abandonar la cama de una mujer hasta que llegó a la suya.

Había permitido que la viera dormir.

Cuando se despertó antes del amanecer, observó su pecho subiendo y bajando con tranquilidad, sus labios carnosos y su barbilla respingona, sus hermosas facciones en reposo, suavizadas por el sueño. Pero Viola no le pertenecía para poder abrazarla; y se apartó de su lado sin volver a tomar lo que deseaba de ella.

En ese momento, sus pasos lo siguieron.

—Debes acompañarme al despacho del jefe del puerto. Le aseguré que le entregaría el dinero a tiempo, pero no me ha creído. Sólo la mención de tu nombre despertó su interés. Parece que tu reputación te precede. Y parece que no tienes mala fama en los puertos ingleses.

Jin se dio la vuelta para mirarla.

—¿Por qué tengo que recordarte una vez más que tengo patente de corso de la Armada Real?

Viola se acercó a él, casi tanto como aquel primer día cuando estuvo prisionero en su barco, casi tanto como la noche anterior. Lo recorrió con esos ojos oscuros.

—Admito que cuesta creerlo. Me cuesta creer que un hombre como tú acceda tan alegremente a ser atado, me parece improbable —un brillo interrogante le iluminaba los ojos, y dejaba entrever más cosas que sus palabras.

A Jin se le desbocó el corazón. Era imposible. No estaba hecho para ella, ni siquiera para satisfacer un deseo de forma temporal. Ella podía aspirar a más.

—No te confundas, Viola —se obligó a decir—. Sólo hago aquello que me conviene.

La sonrisa desapareció de sus labios.

—En ese caso, te aconsejo que me acompañes al despacho del jefe del puerto ahora mismo o acabarás en la cárcel con todos nosotros. Y estoy segura de que eso no te convendría en lo más mínimo —se alejó por cubierta—. Pero primero te curaré la mano. Y es una orden, segundo.

La vio desaparecer bajo cubierta con un nudo en el pecho. A su alrededor, se había hecho un silencio muy curioso. Los marineros permanecían inmóviles, observándolo.

—¡Esas garfias! —gritó—. Preparados para levar el ancla —subió las escaleras que daban al timón, donde Mattie lo recibió con el ceño fruncido y meneando la cabeza.

—¿Qué le has dicho para que se ponga tan tiesa después de lo de anoche y eso?

—Nada de tu incumbencia. Pon rumbo a esos manglares, a unos cincuenta metros del puerto. Echaremos el ancla allí.

—¿Has dicho algo que no le ha gustado? ¿O has hecho algo? Algo que no deberías hacer. ¿Te has metido con ella?

—Eres un imbécil embobado como los demás.

Mattie frunció el ceño.

—No me gusta que traten mal a las damas —el tono brusco era una advertencia—. Y esta no se lo merece.

Jin miró a su timonel con cara de pocos amigos.

—Decide ahora si quieres ayudarme o ponerme trabas, Matt. Pero a estas alturas, si decides ponerme las cosas difíciles, asegúrate de dormir con el cuchillo bien a la mano.

El gigantón se quedó blanco.

—Nos conocemos desde hace quince años. No serías capaz.

—Ponme a prueba.

Jin bajó a la cubierta principal y después a la escalera de cámara, abrumado por una rabia inusitada. Había amenazado a un hombre a quien conocía desde que era un muchacho. Claro que Mattie sabía mejor que nadie de lo que él era capaz. Lo había visto con sus propios ojos. Eran imágenes que no desaparecían de la mente de un hombre. Jamás. De la misma manera que dichos actos jamás abandonaban el alma de un hombre.

El barco enfiló la bocana del puerto como una tartana, avanzando a regañadientes. Jin atravesó el corto pasillo que llevaba al camarote del capitán. Estaba vacío, y muy ordenado, ya que la cama en la que había saciado su deseo con una mujer de sangre aristocrática estaba pulcramente hecha. El catalejo ya no se hallaba sobre el escritorio y había sido sustituido por un botiquín de madera, cuyos cajones estaban etiquetados, y por trozos de algodón.

Cogió la botella de alcohol yodado y echó una gota en un pico del pañuelo antes de quitarse el improvisado vendaje y mover la mano. La sangre volvió a brotar de la herida. Cerró el puño, y también los ojos, mientras aspiraba su aroma, que lo rodeaba por completo. Olía a rosa y a mujer endemoniada.

—¿Te da miedo que te escueza? —su risa le llegó desde la puerta como una cascada que cayera sobre las piedras hasta la playa. Tenía el sombrero colgado de un dedo.

Jin apretó el pañuelo impregnado de yodo sobre la herida.

—¿Te da miedo marearte al ver la sangre?

Viola se acercó.

—Llevo trece años siendo mujer, Seton. Estoy casi segura de que he visto más sangre de la que tú verás en la vida.

—Bonita imagen —se frotó el pañuelo contra la herida para desinfectarla, sin sentir el escozor—. Creo que te convendría refrenar esa encantadora honestidad cuando estés viviendo de nuevo en casa de tu padre, en Devonshire.

La vio titubear un momento.

—La casa de mi padre me pertenece ahora y se encuentra en Massachusetts.

La sangre seguía brotando con cada pasada del pañuelo.

—Qué incompetente —Viola cogió el algodón de la mesa y le aferró la mano, poniéndole el algodón sobre el corte y presionando con fuerza—. ¿Llevas años capitaneando tu propio barco y todavía no sabes cómo curar una herida?

Lo sabía. A la perfección, por supuesto. Había curado tantas heridas de sus marineros que había perdido la cuenta. Pero no tenía deseos de cortar la hemorragia todavía. Ese día quería sangrar.

Con el ceño fruncido, Viola cogió la botella e impregnó otro trozo de algodón, que colocó sobre la herida, extendiendo el antiséptico con movimientos diestros y seguros. Mientras tanto, sus delgados dedos lo acariciaban, tal como había hecho cuando lo abrazó a la luz de la luna.

—¿De verdad no te importan nada? ¿No sientes nada por ellos? —clavó la mirada en su cara mientras ella se afanaba con la tarea que tenía entre manos—. ¿No te conmueve que quienes te llaman hermana e hija sigan esperando que vuelvas? ¿Que te consideren parte de su familia?

La vio abrir un cajón del armarito y sacar un botecito sellado con cera.

—No sabes de lo que hablas.

—Sí que lo sé.

Viola trabajaba con rapidez, tan ducha en esa tarea como lo era a la hora de doblegar a su tripulación a fin de que hicieran su voluntad. Con movimientos suaves, aplicó el linimento por la palma de su mano antes de colocarle un paño sobre la herida y sujetarlo con un vendaje, que procedió a atar para después soltarle la mano. Acto seguido, se limpió las manos y colocó las medicinas en el armarito. Una vez acabó, lo cerró y se guardó la llave en el bolsillo antes de poner los brazos en jarras.

—No aprietes el puño si puedes evitarlo. Y no uses la mano salvo para las tareas más insignificantes —parpadeó, como si se le acabara de ocurrir una tarea no tan insignificante—. Siempre que puedas evitarlo —repitió con cierta tirantez.

Guapa, atrevida y tímida, confundida como una virgen, todo en una sola mujer. Por primera vez en el día, Jin se encontró sonriendo, de modo que dijo sin pensar:

—¿Y si no puedo evitarlo?

Ella apartó la vista.

—En ese caso, conozco a un herrero estupendo que podría tenerte listo un garfio en menos de una semana —cogió el armarito y lo colocó en el suelo, al pie de su camastro.

Pese al gabán ancho que ocultaba sus curvas, Jin era incapaz de apartar la mirada de ella. Podría pasar una eternidad contemplándola mientras ella se movía, se reía, contoneaba las caderas o permanecía inmóvil en el alcázar con el pelo ondeando al viento.

El calor lo asaltó… pero era un calor desconocido, insistente, que no nacía del deseo. Se le aceleró el corazón, latiendo a un ritmo que sólo había experimentado una vez en la vida, doce años atrás. Cuando huyó de sus amos y escapó a través de los campos de cañas de azúcar. El corazón se le aceleró de la misma manera cuando le flaquearon las piernas, exhaustas por el hambre, con los pies descalzos sangrándole por las cañas secas, y sus perseguidores le dieron caza. Cuando por fin lo atraparon, se defendió.

Se obligó a hablar.

—¿Por qué te niegas a volver a casa, Viola? No puedes desear vivir para siempre de esta manera —no hacía falta que señalara la madera desgastada de las paredes ni el ventanuco de su diminuto camarote, ni los muebles destartalados que mantenía en buen estado sin la ayuda de un criado, sólo la de un grumete de siete años—. Podrías tener mucho más. Naciste para tener más.

—¿El señor Castle ha pasado por aquí mientras yo estaba en el despacho del jefe del puerto? —su precioso rostro permanecía inmóvil.

Y esa era su respuesta. La misma que había sospechado pese a la noche anterior.

—No.

Viola echó a andar hacia la puerta mientras se ponía el sombrero.

—En la ciudad me han llegado noticias del fuego. Al parecer, se extendió hacia un segundo campo, pero nadie sabe si ha alcanzado la casa. Ojalá estén todos bien —tras eso, bajó a la cubierta de cañones. Los marineros la saludaron llevándose la mano a la gorra y ella les correspondió con sonrisas, como de costumbre, pero estaba distraída. Tenía la cabeza en otro sitio. Y, al parecer, lo mismo podía decirse de su corazón. Que estaba con Aidan Castle.

—He mandado a Matouba a caballo —le dijo—. Debería de estar a punto de volver con noticias.

Ella lo miró de reojo antes de subir la escalera de camino a la cubierta principal. Los marineros movían el cabestrante, liberando las maromas mientras canturreaban una vieja canción y movían la enorme cadena del ancla, metro a metro. Jin ordenó que bajaran un bote antes de encargarle a Becoua que arriaran las velas y terminaran otras tareas. Se desentendió de la mirada asesina de Mattie y abandonó la
Tormenta de Abril
junto a su capitana en dirección al puerto y, de allí, a la ciudad.

El jefe del puerto rodeó el escritorio con la mano extendida.

—Señor Seton, de haber sabido anoche quién era, lo habría invitado a almorzar hoy. Pero tendré que conformarme con la cena de esta noche. Por supuesto, la señorita Daly también está invitada. Una lástima que no haya visto al capitán Eccles. Acaba de zarpar hacia La Habana. El capitán lamentará no haberlo visto.

—Creo que no lo conozco, señor.

—Por supuesto que lo conoce —el jefe del puerto acercó una silla y le hizo un gesto a Viola para que se sentase, cosa que ella hizo, pero con mucha indecisión y con los ojos como platos.

El jefe del puerto se volvió a sentar.

—Según Eccles, la última vez que se vieron él aún no era capitán de su propio barco y navegaba bajo el mando del capitán Halloway.

—Ah, el segundo de a bordo de Halloway en la
Command
.

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