Llenó la cuchara de estofado.
—¿En qué, Bill?
—En los rebeldes escoceses a los que perseguimos en el mar del Norte. Y en el chico al que llevamos a casa antes de eso, desde España.
Jin tragó el insípido guiso y se llevó otra cucharada a la boca. Lo mejor sería acabar pronto con el estofado, ya que debía enfrentarse a la señorita Viola Carlyle. No se había esperado esa negativa tan tajante.
Claro que debería haberlo hecho. Si bien ya era demasiado tarde para lamentarse.
—¿En serio? —murmuró.
—Sí, señor —Billy metió una patata sin pelar en la olla y removió el contenido—. No conseguimos un botín, y eso que el gobierno aflojó bien. Pero me preguntaba para qué hemos estado haciéndolo.
Por justicia. Para ayudar a los desesperados. Para servir a la Corona. Para servir al
Club Falcon
.
Habían pasado casi dos años desde que abandonó el selecto club y zarpó en busca de una desaparecida a quien su familia daba por muerta. Menos su hermana. Sin embargo, Serena Savege no estaba al tanto de su misión, Alex tampoco. No se lo había contado.
—Lo hicimos porque Su Majestad nos lo pidió, Bill —una verdad a medias, aunque era mejor que nada.
Tal vez debería haberle contado una verdad a medias a Viola Carlyle. Tal vez todavía tenía margen de maniobra para inventarse otra historia, una que la convenciera de que lo que él proponía era lo mejor.
No. Había pasado demasiados años viviendo de mentiras de un lado a otro del Atlántico. No volvería a empezar, mucho menos con una dama, por más terca que esta fuera.
Apuró el estofado y dejó el cuenco en la encimera.
—¿Le ha gustado el rancho, señor?
—No, pero al menos consigues que sea digerible —le dio una palmadita en el hombro—. Gracias, Bill.
La cara del muchacho se iluminó con una sonrisa mellada.
—De nada, capi.
—Billy…
—De nada, señor Jin —el muchacho guiñó un ojo.
Jin examinó los cañones y les hizo un gesto de cabeza a los marineros encargados de su cuidado antes de subir a la cubierta principal. Una vez arriba, se detuvo. Viola Carlyle estaba sentada en el castillo de proa, debajo de unas velas henchidas, rodeada de marineros, con el cielo azul y las olas del mar como telón de fondo. Delante de ella, cuatro hombres formaban una línea perfecta y estaban cantando. Le cantaban a ella.
En mitad del día. A diez nudos de velocidad con la corriente a su favor.
Cantando.
A ella.
La canción no era nada del otro mundo, una tonada popular muy conocida, aunque en esa ocasión la cantaban con increíble armonía. Era evidente que a ella le gustaba. Se había echado el sombrero hacia atrás, dejando al descubierto gran parte de su cara. Sonreía mientras miraba a los marineros, uno a uno, con el sol reflejado en sus ojos.
Por un instante, Jin fue incapaz de moverse, asaltado por una oleada de deseo. En los cuatro días en los que apenas la había visto no se había permitido pensar en lo guapa que era.
Saltaba a la vista que sus hombres lo pensaban en ese momento. La mirada de todos y cada uno de los cantantes, y de todos y cada uno de los hombres que la rodeaban, estaba clavada en ella. Casi cuarenta hombres permanecían hipnotizados por su capitana mientras el barco surcaba las olas, cabeceando con fuerza pero sin perder velocidad, al parecer timoneado por fantasmas.
La canción acabó y ella comenzó a aplaudir al tiempo que escuchaba la risa más sincera y sensual que había oído. Una risa hermosa, cargada de inocente alegría y de placer incauto. Los marineros golpearon el suelo con los pies para mostrar su aprobación. Pero Jin sólo la escuchaba a ella.
En ese momento, Viola desvió la mirada y lo vio, y su alegría desapareció al punto.
Jin sintió un nudo en la garganta que le dificultó la respiración. Incluso con el ceño fruncido, era atractiva. Resultaba atractiva aunque echara chispas por los ojos, y él se moría por tenerla debajo, por desterrar el descontento de sus ojos y reemplazarlo con una vehemente sumisión.
Algo que no podía hacer. Al menos de la manera que él quería.
Cuando Viola apartó la mirada, él echó a andar, haciendo que los marineros se dispersaran para dejarlo pasar. Los cantantes se dieron palmadas en las espaldas, felicitándose con aire satisfecho. Con una sonrisa dulce y un tono agradable, ella los felicitó y les dio las gracias, haciendo que las curtidas mejillas de los marineros se sonrojaran. Cuando pasaron junto a él, Jin les ordenó que se encargaran de las tareas que ya deberían estar haciendo y siguió hacia su capitana.
—Jonah, ¿te acuerdas del problemilla del que te hablé anoche y que necesita un apaño? —le preguntó ella a un hombre.
El marinero que tenía delante se quitó la gorra como un criado delante de un aristócrata antes de asentir con la cabeza.
—Claro que sí, capitana. Hay que desatascar el tigre.
—Sí —miró al marinero con una sonrisa comprensiva—. Las cosas se van a poner muy feas si lo dejamos atascado mucho tiempo, ¿no crees?
—¡Sí, capitana! Lo arreglaré en un periquete —asintió con la cabeza y se alejó a toda prisa.
Jin clavó la mirada en la espalda del marinero antes de mirar a la mujer capaz de enviar a un hombre a limpiar la letrina con una sonrisa feliz. Señaló el castillo de proa.
—¿A qué ha venido esto?
Ella frunció el ceño y se caló bien el sombrero.
—Yo también te deseo buenos días —masculló ella—. ¿Qué bicho te ha picado? Claro que a lo mejor siempre eres igual de quisquilloso.
—¿Quisquilloso? ¿Y eso me lo dice la misma mujer que me insulta a la menor oportunidad y que me evita el resto del tiempo?
—No soy quisquillosa —desvió la mirada—. O no lo era antes de que tú subieras a bordo.
—¿Qué hacían esos hombres? Vamos a toda vela. Deberían estar controlando que el rumbo no varíe, no cantando como imbéciles para complacerte.
—El barco va perfectamente —replicó ella—. Como puedes ver.
—Y si el viento hubiera cambiado de repente, ya habríamos zozobrado.
—Pero no ha cambiado y seguimos navegando —le soltó Viola. Seton tenía razón, pero por un instante, mientras disfrutaba de la compañía de su tripulación y sus pensamientos le daban una tregua al no pensar en ese hombre, había sido feliz. Y muy irresponsable—. ¿Pones en duda mis conocimientos sobre mi barco?
—Sólo como tratas a tu tripulación. ¿Qué clase de capitán monta un concierto yendo a toda vela y con la corriente a favor?
—Un capitán que sabe mucho más de sus marineros que tú. Claro que no me sorprende —hizo ademán de rodearlo, pero él le cortó el paso—. Quítate de en medio, Seton, o te abriré la cabeza con la culata de mi pistola.
—No amenaces con golpear a un hombre que sabe muy bien cómo devolver los golpes… señorita Carlyle.
Algo había cambiado, y por primera vez desde que ese hombre con reputación de violencia desenfrenada subiera a bordo de su barco, sintió miedo. No de que le hiciera daño a ella. No creía que se lo hiciera, no después de haberla llamado «señorita Carlyle» y de querer llevarla de vuelta a Inglaterra, junto a su cuñado, que era un conde inglés. Sin embargo, la gelidez había desaparecido de sus ojos y había sido reemplazada por algo muy distinto. Algo apasionado y volátil. En cualquier otro hombre, lo habría tildado de incertidumbre. Incluso de confusión. En Jinan Seton, tan arrogante como un pavo real, la asustaba.
Tenía las manos húmedas y frías; pero sentía algo muy cálido en las entrañas.
Intentó desentenderse de la sensación.
—Si vuelves a llamarme así una vez más en mi barco, ordenaré que te tiren por la borda.
—Si sigues capitaneando el barco como hasta ahora, acabaremos los dos dándonos un chapuzón.
Lo miró con los ojos entrecerrados, pero así sólo acrecentó la sensación que le quemaba las entrañas. Se cruzó de brazos.
—Es mi cumpleaños… La canción ha sido mi regalo.
Él se quedó igual.
—Tu cumpleaños.
—Sí. Tengo veinticinco años. A partir de hoy, soy mayor de edad. Ni siquiera en Inglaterra un hombre puede tener autoridad sobre mí.
—¿Por eso la canción? —señaló a los marineros—. ¿Querías reforzar tu autoridad sobre los hombres?
—Manejo mi barco como me place. ¿Tienes algún problema con eso, marinero?
—Lo tengo cuando pones a toda la tripulación en peligro —la miró a la cara con gesto inescrutable, una expresión que para ella era mucho más peligrosa que cualquier otra cosa—. Los tratas como si fueran pretendientes.
—Los trato como si fueran mi familia. Que es lo que son —la única familia que le quedaba después de que su padre la alejara de la que siempre había conocido.
—Coqueteas con ellos.
—Hago que el trabajo les parezca interesante.
—¿Y a qué se debe que Jonah se fuera como unas castañuelas a limpiar el tigre? Dime. ¿A su estupidez supina?
—Es muy leal. Hace lo que le dice su capitana con sumo gusto, a diferencia de algunos marineros a los que no voy a nombrar, aunque los dos sabemos de quién estoy hablando.
Seton meneó la cabeza con expresión incrédula.
—Supongo que si le ordenas a Jonah que se meta en la boca de una ballena, lo hará sin titubear.
—Muy listo. Estoy muy impresionada.
—¿Qué pasa? ¿Te habría gustado más una referencia a los mitos griegos de las historias que les lees a la hora de dormir como una niñera a sus pupilos? Con razón te miran con ojos de cordero degollado.
La compostura de Jinan Seton comenzaba a flaquear. Viola lo percibía en la tensión de su cuello y en la tensión de su mandíbula. Estaba consiguiendo que el frío y seguro
Faraón
perdiera los nervios, y el éxito se le subió a la cabeza como un buen trago de ginebra. Bajo su atenta mirada, se sentía un poco embriagada. Un poco osada. Como la niña que fue en otro tiempo.
—¿Celoso de su devoción, Seton? A lo mejor si les lees, también te mirarán con ojos de cordero degollado —meneó las cejas.
—Esa no es forma de capitanear un barco. Los hombres están medio enamorados de ti.
Le dio un extraño vuelco el corazón al escucharlo, pero se obligó a encogerse de hombros.
—Si funciona, ¿por qué quejarse? —esbozó una sonrisa burlona—. ¿Por eso te molesta tanto que te haya evitado? ¿Tú también estás medio enamorado de mí?
—¡Por el amor de Dios! —él frunció el ceño—. ¿Me tomas por un completo imbécil?
—¿Un hombre tiene que ser un imbécil para enamorarse de mí?
—Y también medio ciego y sin capacidad de raciocinio, por no mencionar que debe tener tendencias suicidas.
Eso le dolió, y no le gustó un pelo que le doliera. Se devanó los sesos en busca de una réplica, de modo que las palabras le salieron solas.
—Me apuesto lo que quieras a que puedo hacer que te enamores de mí.
«
¡Por el amor de Dios!
»
Seton soltó una carcajada seca.
—Atrévete si eres capaz.
—¡Je! —¡Maldita fuera su lengua!, pensó—. Muy bien. ¿Apostamos? —las irresponsables palabras seguían saliendo de su boca. Sin embargo, la idea evocaba algo emocionante, algo peligroso, tentador… Algo que no debería sentir.
Seton se quedó boquiabierto.
¡Santa Bárbara bendita, esos labios la volvían loca! Casi podía saborearlos. Sabría a hombre, a pasión y fuerza. Una lástima que la mirase como si se hubiera escapado de un manicomio. Y, por supuesto, una lástima que ella no lo soportara.
—Estás loca —murmuró él, asombrado—. ¿Verdad?
—Nunca he rechazado un desafío. ¿Cómo crees que he llegado hasta aquí? Yo, una simple mujer —señaló el castillo de proa.
—Lo dices en serio —Seton entrecerró los ojos—. No puedes decirlo en serio.
—¿Te da miedo que gane?
—Desde luego que no.
—Pues acordemos las condiciones. Si gano yo, me quedo con tu nuevo barco.
—¡No!
—Y si ganas tú, volveré a Inglaterra contigo.
Eso lo pilló a contrapié. A Viola le costaba respirar con normalidad. No sabía de dónde habían salido esas palabras. No deseaba volver a Inglaterra.
Aunque merecería la pena verlo retorcerse de la incomodidad mientras ella se pegaba a él en su intento por seducirlo. No lo conseguiría, claro. Seton tenía una piedra por corazón y una voluntad férrea, y acabaría ganando. Pero ella siempre podía regresar a casa después… Después de ver a Serena. Su hermanastra. La condesa.
«
Ay, Dios, ¿qué he hecho?
»
—¿Cuánto duraría la apuesta? —preguntó él a la postre.
—Dos semanas.
—¿Dos semanas?
Ella enarcó una ceja.
—Hay hombres que se enamoraron de mí en cuestión de minutos —Aidan siempre le decía que ese era su caso.
Seton la miró con evidente incredulidad.
—No me cabe la menor duda de que algunos hombres están tan locos como tú.
Esas palabras fueron humillantes. Y le escocieron. De hecho, le dolieron.
Eso la encendió.
—Tal vez tú también lo estés, escoria pirata.
—Y vuelta a los insultos. Estás perdiendo tu alta catadura moral.
—Mi catadura moral sigue muy alta, gracias. ¿Aceptas la apuesta?
Seton la miró en silencio un rato, con una expresión misteriosa en los ojos.
—Sí.
De repente, le costó respirar. Sin embargo, ella sola se había metido en ese lío. E iba a tener que tocarlo en ese momento, y sentir el calor que irradiaba su piel una vez más, como en el pasillo. Un contacto que le había alterado el sueño desde aquella noche.
Los ojos de Seton relucían.
—¿Ya te arrepientes de tu impulsividad… señorita Carlyle?
El corazón le dio un vuelco al escucharlo.
—Ya te he dicho que no me llames así a bordo de mi barco.
Esa boca perfecta esbozó una sonrisa torcida, y en esa ocasión destilaba seguridad.
—Expón tus condiciones.
¿Condiciones? Debía hablarle con respeto y permitirle a ella toda clase de libertades con su persona. Se ruborizó al punto. La mirada de Seton recorrió sus mejillas y apareció una pequeña arruguita en su cara.
—Debes permanecer a bordo en todo momento —se apresuró a decir—, incluso cuando atraquemos en algún puerto, hasta el final de la quincena, a menos que yo también desembarque. En ese caso, me acompañarás allí donde yo vaya —maldita fuera su estampa por hacerle eso, por hacer que su lengua dijera cosas que no debería y por ser tan arrogante y tan guapo que se le hacía la boca agua.